lunes, abril 28, 2003

Yerro
He perdido en tus brazos
Me he perdido tus brazos
He perdido tus brazos
Me he perdido en tus brazos

jueves, abril 24, 2003



La falta de voluntad le parecía grave, pero la falta de sentido del humor, insufrible.

miércoles, abril 23, 2003



Sin duda, la soberbia me hace percibir la realidad de manera distorsionada, gracias a Dios.

lunes, abril 21, 2003

La belleza oriental me excita por su discreción y aparente timidez —la belleza europea, más voluptuosa, no me despierta ternura, sino deseos animalísimos. La mirada oblicua y el cabello liso, los senos breves y los muslos sin asomo de grasa. Piernas ágiles, sin vello. Entrar en estos cuerpos es como viajar; ir a otro mundo.

viernes, abril 18, 2003

La apuesta de Pascal
Al verdadero ateo de nada le valdría el súbito descubrimiento de la existencia de Dios porque la fe no consiste en especular sobre el lado en que caerá la moneda, sino en la convicción de que el universo tiene algún sentido. Ni todos los dioses ni todas las religiones pueden darle esa confianza a quien se ha persuadido de que ni siquiera la moneda está en el aire.

martes, abril 15, 2003

Los textos contradictorios, como muchos argumentos falaces, no suelen rechazarse por su falta de belleza ni por haber sido emitidos por gente pusilánime, sino por nuestra habitual incapacidad para interpretar como reales las contradicciones de la vida.

lunes, abril 14, 2003

Que los infantes poseen una sexualidad tan voluptuosa como los adúlteros es algo que ya indicaba Freud y que los japoneses desde hace décadas han venido explotando; quizá por eso, en el recuerdo de mis inclinaciones infantiles casi me veo obligado a ser un apologeta de la pedofilia.

Conocerse a uno mismo por oposición, puede dar resultados más inmediatos e inesperados que la introspección solitaria: nuestros límites y alcances adquieren una nitidez palpable. No se trata aquí de positivismo sandio, sino de imaginería que se contrasta.

lunes, abril 07, 2003

Influir

La importancia de las personas no depende tanto del número de objetos o amistades que posean, aunque a partir de ellos hayan podido escalar con menor dificultad ciertas pendientes; ni de su habilidad para florecer, como la cizaña, a la orilla de plantas benignas; sino de las cosas que realizan y de la influencia que hayan sido capaces de ejercer con su trabajo —aunque sea inconscientemente— sobre los demás. Esto último, sin embargo, es demasiado general como para no producir equívocos.

Cualquiera que haya presenciado desinteresadamente o de manera adventicia el sofocado frenesí de un grupo de personas que se divierte, se habrá percatado del poder que las sensaciones ejercen sobre la imaginación; si la estética de la baratija y de la porcelana de feria hace tiempo se ha extendido de manera universal, quizás no se deba tanto a la imposición maliciosa de valores desastrados como a nuestra vaciedad congénita de la que la consunción de las sociedades contemporáneas es tan sólo reflejo o síntoma. La fragilidad con la que parece haberse constituido nuestro espíritu imposibilita fortalecimientos ulteriores desde que sus vértebras raquíticas día a día sólo dan paso a un mayor número de flaquezas, al grado que no es infrecuente encontrar signos cotidianos de nuestra debilidad y ofuscación, al contrario, pues todo aquello que se les opone parece una insensata extravagancia que debe censurarse.

El valor de la madera está cifrado en el brillo de los barnices sin importar que se encuentre apolillada o enmohecida; los ornamentos y los afeites, que pretendían imprimir un rasgo sobrenatural a la belleza, han terminado por naturalizar la fealdad desde que —así como la afectación y el disimulo— tienen el propósito explícito de encubrir nuestra corrupción y sordidez primigenias. Entonces nos vemos subyugados por una pálida languidez artificial, o bien, por los aromas de una animalidad prefabricada; y terminamos el rito arrodillándonos procaz y felizmente ante esa faramalla que nos obnubila y nos encierra.

De este modo, aquellos que cifran su éxito en la sempiterna obscenidad de la sumisión o de los inciensos laudatorios, tanto como quienes creen que por el hecho de que sus gritos y aspavientos producen a la muchedumbre un inocuo silencio adquirirán el lucimiento que su alma pusilánime no es capaz de irradiar por sí sola, perseveran alegremente. Y como los necios —a quienes su turbia visión de la realidad los hace arrastrarse hacia el abismo—, al notar que el desencadenamiento de los sucesos del mundo no sólo no parece sumirlos en la adversidad, sino que con frecuencia colma sus vanidosos caprichos, concluyen que las circunstancias siguen un orden deteriorado y envilecido que justifica sus acciones, en vez de percatarse de su yerro.

Es verdad que no hay que esperar mucho tiempo para verlos convertidos en celebridades cuyos aplaudidos triunfos parecen reforzar la idea de que el camino retorcido siempre es el mejor y el más rápido. Pero basta detenerse unos instantes para percatarse de que a través de esos medios, con una obra que tiene como fin la complacencia y unas tibias ganas de disturbar y subvertir el cómodo entorno en que se regocija, únicamente se es capaz de ejercer una influencia mezquina a espíritus aún más desbaratados y empobrecidos. Se dirá que precisamente de eso se trataba, pues al encontrase la mayoría, la muchedumbre anónima proclive a la risa y al llanto fáciles, tan comprometida con la moda y la televisión, útil será acudir a la democracia y recabar de esta manera un consenso prácticamente unánime. Sin embargo, apelando a un no sé qué que algunos espíritus conservamos para discernir de manera emotiva los sucesos del mundo, el poder sobre los imbéciles, aunque puede ser útil para obtener algunos placeres, no deja de parecernos vacuo y rastrero.

Por otra parte, la realidad se compone de enormes minucias, y, como enseñaba Pascal, una mosca verduzca puede hacernos tomar una decisión equivocada; una indisposición estomacal puede alejarnos de la única mujer necesaria; una comezón en la espalda podría hacernos quedar en ridículo. Sólo las almas ramplonas gustan del chantaje, la insistencia y la obviedad para alcanzar sus metas; y sólo tienen éxito con espíritus igualmente insípidos y demasiado preocupados por las miradas de la gente tonta que avanza por la calle.

Flaubert cerraba las ventanas y echaba cerrojos a sus puertas cada vez que sus criados le avisaban que el carruaje de su lacrimosa y desdichada amante venía en camino; la bella se postraba durante horas a pesar de la nieve o la lluvia golpeando aquella obesa puerta de madera sin otra respuesta que la desaliñada cortesía de un plato caliente antes de persuadirla del lamentable ridículo que hacía y de la necesidad de que se ciñera aunque fuera por unos momentos a la serenidad, al menos hasta que llegara a su casa.

Dicen que Flaubert se admiraba del tiempo que la preciosa adúltera estaba dispuesta a dilapidar en la humillación, y que gozaba haciendo apuestas con su lacayo sobre el número de páginas que podía escribir mientras la poco astuta facinerosa se arrastraba frente a su vivienda. Cuando le preguntaron a Carver cuál de todos aquellos escritores que había leído y admiraba influyeron de manera determinante en su escritura (Durell, Chejov, Hawthorne, Céline…) contestó que los tres hijos que tuvo antes de llegar a los veinte años, el hastío y la podredumbre que trae consigo la miseria, la desesperación de su mujer encolerizada y nauseabunda, el sol de Arizona y el penetrante aroma a caño que destilaba su vivienda (una casa rodante).

Las influencias impensadas suelen ser las más importantes, y no es extraño que momentos despreciables o yermos de nuestros días sean a la larga los que terminan por conformar nuestro carácter. Y es éste, precisamente, uno de los equívocos más recurrentes cuando se habla de influir. Aunque somos guiados por nuestros estados de ánimo, y los vientos de las circunstancias no son los que nos arrojan a los acantilados, sino nuestra habilidad para sacar partido de la trama de nuestra vida, la fuerza de la corriente puede precipitar nuestra caída. Las personas y las cosas que estimamos pueden haber influido menos que aquellas que propiciaron nuestra pérdida o nuestra ruptura. Estos aires, sin embargo, ya enrarecidos, ya tan perfumados que terminen por enervarnos, inevitablemente habrán de respirarse.

jueves, abril 03, 2003

¡Eres una puta!

¿Cuántas veces no hemos escuchado esas palabras en boca de algún energúmeno que, apelando lastimosamente a la moral o al tan vilipendiado buen gusto, reprueba los promiscuos intercambios de fluidos de aquella a quien llamara la “mujer de sus días”, o bien emanando de los desdichados labios de una mujer que ha extraviado a su hombre en los brazos de alguna de sus amigas? Se escuchan con frecuencia esas sílabas, lo que no impide, a fuerza de casi estar acostumbrados a ellas, dejar de consternarse un poco. No podría asegurar si esa frase, alejada de la situación en que se enuncia, desasociada de la violencia del tono en que habitualmente la escuchamos, deje de producir el mismo bochorno; es probable. Pero abstraerse de las circunstancias en que se profiere no es tan sencillo, porque no sólo es el tamaño del insulto el que nos hace detenernos, sino un morbo malsano que nos obliga a averiguar la trama que trajo como consecuencia ese elocuente parlamento —casi únicamente para descubrir que la historia se parece tanto a otras que ya hemos presenciado varias veces.

Claudio Eliano, en su compendio sobre los animales, escribe: “Siempre se afirma que el elefante se enamora muy pocas veces dada su continencia…, pero no escapa a mi conocimiento la emoción amorosa del elefante, que es digna de alabanza. Al respecto, pude saber lo siguiente; un cazador experto de estos animales narra que el emperador romano le acordó una autorización y lo mandó a participar de una cacería, que se iba a llevar a cabo según los métodos corrientes de los mauritanos. Una hembra joven y con un aspecto considerado agradable por los cazadores se aproximó a un elefante también joven y bello; de inmediato, otro macho de más edad, ignoro si compañero o simple amante de la hembra, se sintió despreciado y reaccionó con furia; lleno de una ira agresiva se lanzó sobre el elefante joven y bello para entablar una lucha, tal como si estuviera afligido por una prometida o una amante. La batalla entre los dos fue tal que ambos terminaron con los colmillos dañados. No hubo vencedor, porque los cazadores los separaron arrojándoles diversos proyectiles, ya que los animales no les servirían, una vez desprovistos de sus defensas… De tal modo llegó a su fin la contienda de ambos elefantes enamorados…”

Y aunque llamarle puta a alguien no necesariamente implica un insulto, sino una simple descripción o hasta un halago, cuando adquiere las connotaciones semánticas del oprobio —justo porque el término pretende agrupar una serie de enunciados reconocidos como aviesos por la mayoría anónima e hipócrita—, nunca queda claro por qué se apela a la moralidad como criterio para censurar determinadas acciones y no más bien al malestar físico, a la náusea o excitación que puede producir encontrar a tu deliciosa amante felando a alguno de tus vecinos, como si la moral fuera un criterio surgido de conveniencias racionales, y no una serie de nombres que se le adjudican a sensaciones rotundamente instintivas, animales.

Ahora bien, el amante despechado, que ha descubierto a su bella en brazos de otro, no necesariamente actúa como el paquidermo celebrado por Claudio Eliano, sino que, instigado por el temor al ridículo, por las burlas de los siniestros gaznápiros que se regocijan con su pérdida —a quienes aún llama amigos— o apelando a una enorme civilidad, podría despreciar esa conducta ordinaria y desdeñar a aquellos que invierten más de diez minutos de un día en asuntos de esa naturaleza. Y, ciertamente, podríamos por unos momentos creer que dominar calambres de ese tipo nos aleja de la animalidad y nos acerca al ideal del hombre contemporáneo, cuyas pasiones están tan bien filtradas por la razón y al que ya no le es posible albergar sentimientos tan groseros como el odio, la desesperanza o los celos. Empero, la necesidad o preferencia por otro y la contrariedad y el enojo ante su pérdida son emociones que compartimos con otros animales tanto como la indiferencia con que algunos peces —como el rodaballo— actúan después de haber copulado varias veces.

Se acusa de puta a una persona que gusta de meterse en diversas camas y con diversas vergas, pero todavía no alcanzo a apreciar por qué esa conducta se considera una abyección, si el simple deseo callejero por una mujer desconocida puede llevarnos a onanismos interminables. “¡Ché —me comentó muy festivo Bioy Casares una tarde de otoño de 1994—, pero si los hombres y las mujeres queremos lo mismo!”

Como nunca he poseído ningún atributo físico que pueda azuzarme en la conquista de las mujeres que me gustan, celebro a aquellas que sienten ínsito en el alma el deber de seducir o sencillamente irse a la cama con varios de nosotros. (Ha habido noches en que me ha parecido exquisitamente insólito que alguna de esas mujeres acceda a mi concupiscencia —aunque confieso que a veces he llegado a sentir repulsión por la facilidad con que han reptado descaradamente por mi cuerpo.)

La náusea o la desilusión pueden ser signos de un espíritu poco educado. Sin embargo, nótese que la ignorancia o la falta de refinamiento, la necia incomprensión de un mundo que parece resquebrajarse, lejos de ser un atenuante para el sufrimiento con frecuencia lo aumenta hasta la postración, el asesinato o el suicidio. Y acusar al flemático o al indiferente de tibieza y de una emotividad poco elaborada, sería como llagarnos el cuerpo tan sólo porque el masoquista insiste en que, de no hacerlo, nos estamos perdiendo voluptuosas sensaciones frenéticas. Por otra parte, ya se escucha siniestramente: “Simios de emotividad rupestre. Con garrote en mano quieren hacer frente a sus desilusiones amorosas. ¿Por qué les duele que la diosa se haya alejado torvamente con un zurcidor de calcetines? ¿Dónde les duele exactamente?” Aunque algunos lamentos son hermosos, quien se queja de la pérdida de su amante, con sus lloriqueos empequeñece la imagen de la humanidad, tan empobrecida ya por otras miserias cotidianas.
Si yo fuera mujer sería putísima. Los reclamos por haber avecindado entre las piernas cualquier pluma de ganso son ridículos. Reverberan a manoseado amor propio. No se trata de sopesar si la grosera agresión de quien se queja es tan humana o animal como el comportamiento concupiscente y solitario de los rodaballos; tampoco de apoyar un criterio moral que se funda en los deseos reprimidos del populacho; mucho menos de establecer un criterio estético que determine cuánto semen le es dado succionar a Rebequita una madrugada antes de que podamos afirmar que “de plano eso sí ya es de mal gusto”, sino de dar la bienvenida al ánimo que favorece el desprecio por la humanidad y por uno mismo.

miércoles, abril 02, 2003

La moral es un remolino. El centro está hueco, pero los costados nos arrastran.


Una mujer que se acerca a los pordioseros, en especial a los lisiados y enfermos para escuchar su historia. Pero una vez que la sabe, se regocija de su bonanza frente al desgraciado, y se marcha sin dejar limosna. Se marcha sonriendo.


Hablar de una memoria del cuerpo al margen del alma. El cuerpo establece preferencias, inclinaciones por sí solo. Si cambiara nuestra alma de cuerpo tendría que acostumbrarse a las preferencias del nuevo cuerpo que habita. Así, el alma que habitara súbitamente el cuerpo de un cojo tendría que acostumbrarse a andar sin pierna.


Consideramos que la humanidad merece la pena, y no hay motivo.


Dios no existe.
Un personaje que busca desesperadamente un argumento que demuestre la existencia de Dios, pues, según él, sería la única forma de demostrar su inexistencia a través de una perfecta refutación.


Ergástula.
Desde esta jaula de estrechos barrotes irrompibles admiro una dicha que no tengo. Ese mundo inasible —lo presiento— es el único, el verídico, el cierto. Pero en la falsedad cumplo mi condena.

El onanista que advirtió en Descartes a su maestro.


Representarse a sí mismo como uno recuerda su rostro distraído en una fotografía de grupo.


Sólo tres cosas deben pedirse a una mujer: limpieza, voluptuosidad y sentido del humor.


Resignación.
Si hubiera estado sobrio la noche habría sido otra.

Cazador de placeres. No hedonista.

Mundo externo.
¿No te parece elocuente que para saber de ti tengas que recurrir a un espejo?


Hans Bellmer, La silla violada.
Un par de sillas en primer plano; una encima de la otra pero de tal modo que ambos asientos coincidan. Atrás se distinguen los cuerpos de tres o cuatro mujeres (muchos miembros, piernas, brazos, difícil distinguir) violando, desde una lascivia frenética, a la silla. Una mujer chupa una pata, otra muestra un exquisito culo, con el deseo de que sea penetrado. Más atrás otros cuerpos se retuercen concupiscentes, extraviados; voluptuosas caderas, cabellos femeninos. Atrás un muro, el piso como de cemento. Algunas mujeres desnudas aún poseen zapatos, tacones muy altos. ¿Una calle? ¿Una bodega? ¿Un sótano? ¿Un restaurante? Lascivas se crispan violando la silla. La mujer que fela tiene los brazos en la espalda, fela impulsivamente, y, a la vez, su postura hace que se muestre en toda su fragilidad femenina. Otra se abre las nalgas con la mano. Cuadro violento y febril. Descubro de pronto muchos más miembros femeninos que se retuercen detrás de las sillas. Deseo maravillosamente vil.

El papel de Bufón

Si eso piensan de sí mismos, qué pensarán de nosotros…
San Agustín, La ciudad de Dios

Es probable que no sean exactamente las circunstancias las que nos compelen a actuar de una manera o de otra, sino alguna disposición espiritual —quién sabe si congénita o aprendida— que nos arroja a la voluptuosidad o a la virtud, que nos hace proclives al placer que se encuentra en realizar actos abyectos a pesar de que, al mismo tiempo, nos sintamos tristes y deshonestos al hacerlos. Pareciera, entonces, que lo que llamamos voluntad poco se diferencia de los estados del alma desde que son ellos los que nos inclinan al vicio o a la virtud. Se objetará, sin embargo, que seguir las huellas de un leopardo no es lo mismo que ser arrastrado por la bestia, y que cuando hablamos de la voluntad pensamos en una fuerza que nos guía o nos lleva previo nuestro asentimiento (pues sin nuestra anuencia, no podría hablarse verdaderamente de nuestra voluntad), y que los diversos estados de ánimo, al contrario, nos poseen sin previo aviso, así podemos encontrarnos lascivos u ofuscados sin que haya nada en nosotros que hubiera deseado esos estados del alma. Pero no necesariamente la persona que es arrastrada es una víctima: hay quien avanza entre las calles buscando un castigo sin siquiera saber realmente cuál ni por qué. La imagen que usaban algunos estoicos de la Stoa tardía para referirse al destino era la de un perro arrastrado del cuello por una soga atada a un carro en interminable fuga: da igual que la bestia corra junto al carro o se resista con todas sus fuerzas, de cualquier forma será conducida al mismo sitio. Es por eso que las palabras de Sartre sobre Baudelaire inspiran vértigo, porque lejos de probarnos que el poeta es responsable de cada una de las consecuencias de sus actos, como él quería desde su dogma libertario, nos hace ver cómo Baudelaire actuó de cierta manera y no de otra dada su disposición espiritual, y nosotros tenemos la sensación de que esos estados parecen ser producto del azar que nos lleva y nunca de nuestras decisiones mezquinamente individuales.

Pero ya se ha visto que la voluntad nos guía independientemente de nuestro explícito asentimiento, como cuando supuestamente somos vencidos por nuestras pasiones. El incontinente —el ácrata— no es sino un hedonista, pues seguir nuestras pulsiones más grotescas puede producirnos gran placer, y aún un placer más grande saber que se actúa en contra de la imagen que uno tiene de sí mismo. La famosa frase de Ovidio veo lo mejor, y lo apruebo, pero sigo lo peor, que se interpreta habitualmente como un problema moral, en realidad apela a la búsqueda de un placer escarpado: el que produce ofenderse a uno mismo (como te es indigno sentir vergüenza, te lanzas ávido a cometer acciones que, sabes, han de avergonzarte.) Quien asume el papel de bufón y a partir de la cruda exposición de las propias miserias provoca hilaridad, no goza con el aplauso de su público, sino con el escarnio que hace de su emotividad y de sus defectos:

—No se avergüence de usted mismo, pues de ahí viene todo el mal.
—Usted me ha comprendido. Cuando estoy entre la gente me parece que yo soy el más vil de todos y que todo el mundo me toma por un bufón; entonces me digo: “hagámonos el bufón, no temo en absoluto qué piensen de mí, porque todos, hasta el último, son más viles que yo.” He aquí por qué yo soy bufón…

Quizá el misántropo odia a los hombres porque siente que son reflejo de sí o porque se da cuenta de que él no es más que un reflejo de los otros. Pero la degradación de uno mismo y de los demás causa placer, la misma fruición atormentada que producen el vértigo, el fracaso y la equivocación. Yo creo que las palabras de Papini sobre el pesimista, valen también para el misántropo: Los pesimistas, como Shopenhauer, experimentan un verdadero placer en demostrar a los hombres el cuadro de su miserable vida… Niegan prácticamente su pesimismo con la alegría de calumniar al mundo…

Asentir a deleites escabrosos o no hacerlo no es en realidad una disyuntiva porque la voluntad es la que se impone finalmente y nuestras consideraciones, por más que tengan la esperanza de evadir nuestros estados de ánimo, son igualmente arrastradas como el perro del que hablaba. Tanto en la virtud como en el vicio es nuestra propia voluntad la que prevalece. Leibniz se burlaba de aquellos que aun reconociendo que los seres humanos se distinguen de otras bestias por su capacidad de asentimiento, dudaban de la libertad, pues, según él, quien tiene voluntad necesariamente es libre; pero la experiencia nos muestra que esa consideración leibniziana es falsa, porque la voluntad no es una mera aquiescencia. Asentir a las pulsiones y decir que nos guía la voluntad, o no asentir a ellas y afirmar que nos arrastra el vicio, no dice nada a favor o en contra de la libertad; los estados de ánimo nos poseen si aviso, y nos inclinan a actuar de manera virtuosa o disoluta. Adherirnos a las pulsiones o no hacerlo sólo indica bajo qué código hemos de recriminarnos o engrandecer después nuestras acciones.

—Se experimenta a veces placer en ofenderse. ¿Verdad? Un individuo que sabe que nadie lo ha ofendido, pero se ha forjado él mismo una ofensa, oscureciendo así, por gusto, su vida, una persona que se ha obstinado en una palabra, y ha hecho una montaña de un grano de arena, lo sabe, pero no obstante es la primera en ofenderse e incluso experimenta en ello una gran satisfacción…
—Usted lo ha dicho, causa placer ofenderse. Toda mi vida me han proporcionado placer las ofensas, por estética, pues ser ofendido no solamente causa placer, sino que a veces resulta hermoso…

Como en la Filosofía de la alcoba, los personajes de Dostoievski que han dialogado en este escrito, llegan a la conclusión de que la vergüenza que produce haber cometido actos facinerosos no nos impide volver a cometerlos, más bien podría orillarnos a seguir haciéndolos por un desprecio hacia nosotros mismos (y por tanto hacia los demás), o por el placer que puede llegar a producir la degradación. Pero este torvo hedonismo no busca ni se sigue solamente de actos aviesos; si el mal seduce, si el ansia de cometer errores o la delectación por el fracaso son inevitables, no se debe únicamente a los placeres que el autoescarnio nos promete. Ya Séneca vislumbraba que cuando el rostro de la fortuna nos sonríe no debemos envanecernos por ello, porque nunca podremos estar seguros de que fue gracias a nuestros propios méritos por lo que alcanzamos tal o cual objetivo; al contrario, la vida nos muestra que la notoriedad o el prestigio dependen mucho más de los otros que de nosotros mismos; son los demás quienes te reconocen o te premian —o quienes te confinan al anonimato y a la sombra—; además, las circunstancias pueden ser tan propicias que un mero oportunismo puede llevarte a la cima sin que tu éxito pueda verdaderamente justificarse a través de tus actos. Pero con el error ocurre algo distinto; la afirmación de nuestros estados de ánimo —que no es otra cosa que la afirmación de la voluntad misma— también produce placer, y el yerro nos muestra nítidamente que hemos sido nosotros, y no las circunstancias, quienes hemos incidido verdaderamente en lo real; la buena voluntad de una persona, los actos virtuosos de un individuo apenas y alcanzan a transformar el mundo; en cambio, es suficiente la maldad de un solo hombre para arruinar pueblos enteros; el mal como el error traen consigo la sensación de objetividad —al contrario del bien, que siempre parece lejano, subjetivo e inaprensible.

Tanto el bufón como el ácrata, no son víctimas de sus pasiones, como han querido juzgar los moralistas, sino que son devotos del hedonismo escarpado que encuentra placer en la vileza; no se es vencido por las pasiones, sino por la voluntad que se inclina a un lado o a otro (el estado de ánimo que nos guía hacia la gula o la indiferencia.) El hecho de desaprobar las cosas que se hacen, sin dejar de hacerlas —“no debería acceder en este momento a la lujuria”, mientras se está entre unas piernas exquisitas, por ejemplo—, no tiene nada qué ver con que la voluntad sea vencida: la voluntad nos orilla siempre a hacer lo que hacemos, y los reproches no son sino adornos al placer que se encuentra con la degradación de los demás a partir de uno mismo. La carcajada que nos provoca el bufón con sus pasmarotas, no procede del deseo de hacernos pasar un rato agradable, sino de la convicción de que los demás somos su espejo —o él el nuestro—; es por eso que afirmo que el verdadero bufón necesariamente es hedonista y misántropo.

Libros de autoayuda

El vicio de la lectura, a diferencia de la voracidad de la lujuria y de la gula, nunca es tan obsceno como para orillarnos a leer cualquier cosa. Yo sigo a Montaigne en el inmediato abandono de las páginas que no logran atraerme en las primeras líneas, así hayan llegado a mis manos por personas cuyo buen gusto literario me haga dudar de mi juicio caprichoso, o bien estén firmadas por escritores que aprecio. No puedo evitar contraponerles el filtro de mis estados de ánimo. Si bien la prolongada abstinencia de lectura me produce abatimiento y ansiedad, nunca alcanza el furor que me despierta la ausencia excesiva de otras inclinaciones naturales. Sin embargo, precisamente a causa de mi ánimo oscilante, suelo desestimar el esnobismo que a ciegas sólo reconoce a los autores célebres, y asumir con recelo e ironía la volubilidad de mis juicios habitualmente dogmáticos.

Caminaba hace unas semanas por la feria de libro viejo del Paseo de los Recoletos cuando, en una caja de cartón donde promiscuamente yacían libros de texto, ediciones cubanas que explicaban el marxismo, antiguos autores españoles que nadie lee, novelas rosas, manuales de los años setenta sobre la menopausia y la educación de las niñas, creí reconocer el apellido de uno de mis autores favoritos. Como otras veces (aunque nunca en Recoletos) he tenido la suerte de encontrarme con volúmenes codiciados que han pasado desapercibidos entre montones de basura paginada, no dudé en abalanzarme hacia esas letras amarillo canario a pesar de las quejas de un anciano que ya me acusaba de grosero inmigrante: Giovanni Papini, Loada sea la vida.

No hay que decir que el libelo me quemó las manos y que lo arrojé nuevamente a la caja infernal huyendo hacia Cibeles, como si hubiera visto al Maligno. Se trataba de un libro de autoayuda, de un catequismo donde se consignaban oraciones y bienaventuranzas. Escribir la historia de Cristo, reconstruir la vida de San Francisco o San Agustín, incluso argüir a favor de la ortodoxia —como hizo Chesterton— es tolerable; aceptamos torciendo los labios al Papa ficticio de Papini y su Juicio Universal, pero un panfleto como ese me causó horror.

Atravesaba entonces unos días de turbulencia, de acritud y desbordamiento; no encontraba la llave o la cifra, el aforismo o la muchacha que pudiera rescatarme de la melancólica ciénega que devoraba mis pasos; pero no hubiera podido refugiarme, aunque mi masoquismo hubiera sido tan grande para flagelarme con esas palabras, en aquel volumen. Es probable que si alguien alberga el deseo de cambiar su vida se deba a que ha reconocido el displacer del yerro, o el acoso del hastío y la insatisfacción; pero también es probable que no subyazca a su deseo de transformación ningún misticismo.

Tres consejos prácticos nos daba Lanza del Basto para mejorar nuestra vida que a causa de su sencillez parecen ridículos e imposibles de llevar a cabo: caminar erguido, respirar bien y sonreír (a los que yo añadiría: beber tanta agua de tal forma que nuestra orina nunca sea espumosa ni amarillenta, trotar todos los días al menos cuarenta minutos, y fumar mucha mariguana; pero ya se ve en la abundancia de palabras que se necesitan para sugerir esto que mi propuesta no lleva a ninguna parte).

—Muy hermosa ha de ser tu vida para que no quieras cambiarla —amonesta el moralista.
—No, al contrario —contesta el aprendiz de filósofo—, no quiero que empeore, por eso no propicio ningún cambio.

El joven tienta su propia destrucción —y algunos lo consiguen—, por eso con frecuencia los vemos hacer justo lo que no desean: llamar al lobo precisamente porque se le teme, escribía Gombrowicz. Pero hay que reconocer que las circunstancias rara vez nos dominan, y que en realidad somos siervos de nuestro propio carácter. No reflejamos el universo, sino que proyectamos en él nuestra sombra, y buscamos la sombra de otros que han sufrido para que nos cobije. Al menos así explico mi fascinación por la literatura de los desesperados; en los momentos de dolor y grieta siempre he encontrado un gran consuelo en los escritos de los cofrades del abatimiento y la soledad.

A diferencia de la dicha, que suele provocar en nuestro entorno envidia o indignación y que rara vez eleva la creatividad, el infortunio tiene el poder de acercar las almas y los cuerpos; por eso creemos encontrar tantas cosas en esa literatura. Claro que para ser Nerval, hay que ahogarse en el Sena a los 34 años; para ser Stevenson hay que vomitar sangre todas las mañanas; para ser Rimbaud o Baudelaire…

Por otra parte, puede ser que en realidad nunca lleguemos a creerle a Leibniz, a Schopenhauer, a Pascal o a Séneca, y que la amargura de Cioran y de Adorno terminen por movernos a la risa; pero a pesar de ello, o justo por eso, considero vanas las buenas intenciones de Papini, porque creo que todo buen libro, en el fondo, no es sino un libro de autoayuda.