miércoles, abril 02, 2003

El papel de Bufón

Si eso piensan de sí mismos, qué pensarán de nosotros…
San Agustín, La ciudad de Dios

Es probable que no sean exactamente las circunstancias las que nos compelen a actuar de una manera o de otra, sino alguna disposición espiritual —quién sabe si congénita o aprendida— que nos arroja a la voluptuosidad o a la virtud, que nos hace proclives al placer que se encuentra en realizar actos abyectos a pesar de que, al mismo tiempo, nos sintamos tristes y deshonestos al hacerlos. Pareciera, entonces, que lo que llamamos voluntad poco se diferencia de los estados del alma desde que son ellos los que nos inclinan al vicio o a la virtud. Se objetará, sin embargo, que seguir las huellas de un leopardo no es lo mismo que ser arrastrado por la bestia, y que cuando hablamos de la voluntad pensamos en una fuerza que nos guía o nos lleva previo nuestro asentimiento (pues sin nuestra anuencia, no podría hablarse verdaderamente de nuestra voluntad), y que los diversos estados de ánimo, al contrario, nos poseen sin previo aviso, así podemos encontrarnos lascivos u ofuscados sin que haya nada en nosotros que hubiera deseado esos estados del alma. Pero no necesariamente la persona que es arrastrada es una víctima: hay quien avanza entre las calles buscando un castigo sin siquiera saber realmente cuál ni por qué. La imagen que usaban algunos estoicos de la Stoa tardía para referirse al destino era la de un perro arrastrado del cuello por una soga atada a un carro en interminable fuga: da igual que la bestia corra junto al carro o se resista con todas sus fuerzas, de cualquier forma será conducida al mismo sitio. Es por eso que las palabras de Sartre sobre Baudelaire inspiran vértigo, porque lejos de probarnos que el poeta es responsable de cada una de las consecuencias de sus actos, como él quería desde su dogma libertario, nos hace ver cómo Baudelaire actuó de cierta manera y no de otra dada su disposición espiritual, y nosotros tenemos la sensación de que esos estados parecen ser producto del azar que nos lleva y nunca de nuestras decisiones mezquinamente individuales.

Pero ya se ha visto que la voluntad nos guía independientemente de nuestro explícito asentimiento, como cuando supuestamente somos vencidos por nuestras pasiones. El incontinente —el ácrata— no es sino un hedonista, pues seguir nuestras pulsiones más grotescas puede producirnos gran placer, y aún un placer más grande saber que se actúa en contra de la imagen que uno tiene de sí mismo. La famosa frase de Ovidio veo lo mejor, y lo apruebo, pero sigo lo peor, que se interpreta habitualmente como un problema moral, en realidad apela a la búsqueda de un placer escarpado: el que produce ofenderse a uno mismo (como te es indigno sentir vergüenza, te lanzas ávido a cometer acciones que, sabes, han de avergonzarte.) Quien asume el papel de bufón y a partir de la cruda exposición de las propias miserias provoca hilaridad, no goza con el aplauso de su público, sino con el escarnio que hace de su emotividad y de sus defectos:

—No se avergüence de usted mismo, pues de ahí viene todo el mal.
—Usted me ha comprendido. Cuando estoy entre la gente me parece que yo soy el más vil de todos y que todo el mundo me toma por un bufón; entonces me digo: “hagámonos el bufón, no temo en absoluto qué piensen de mí, porque todos, hasta el último, son más viles que yo.” He aquí por qué yo soy bufón…

Quizá el misántropo odia a los hombres porque siente que son reflejo de sí o porque se da cuenta de que él no es más que un reflejo de los otros. Pero la degradación de uno mismo y de los demás causa placer, la misma fruición atormentada que producen el vértigo, el fracaso y la equivocación. Yo creo que las palabras de Papini sobre el pesimista, valen también para el misántropo: Los pesimistas, como Shopenhauer, experimentan un verdadero placer en demostrar a los hombres el cuadro de su miserable vida… Niegan prácticamente su pesimismo con la alegría de calumniar al mundo…

Asentir a deleites escabrosos o no hacerlo no es en realidad una disyuntiva porque la voluntad es la que se impone finalmente y nuestras consideraciones, por más que tengan la esperanza de evadir nuestros estados de ánimo, son igualmente arrastradas como el perro del que hablaba. Tanto en la virtud como en el vicio es nuestra propia voluntad la que prevalece. Leibniz se burlaba de aquellos que aun reconociendo que los seres humanos se distinguen de otras bestias por su capacidad de asentimiento, dudaban de la libertad, pues, según él, quien tiene voluntad necesariamente es libre; pero la experiencia nos muestra que esa consideración leibniziana es falsa, porque la voluntad no es una mera aquiescencia. Asentir a las pulsiones y decir que nos guía la voluntad, o no asentir a ellas y afirmar que nos arrastra el vicio, no dice nada a favor o en contra de la libertad; los estados de ánimo nos poseen si aviso, y nos inclinan a actuar de manera virtuosa o disoluta. Adherirnos a las pulsiones o no hacerlo sólo indica bajo qué código hemos de recriminarnos o engrandecer después nuestras acciones.

—Se experimenta a veces placer en ofenderse. ¿Verdad? Un individuo que sabe que nadie lo ha ofendido, pero se ha forjado él mismo una ofensa, oscureciendo así, por gusto, su vida, una persona que se ha obstinado en una palabra, y ha hecho una montaña de un grano de arena, lo sabe, pero no obstante es la primera en ofenderse e incluso experimenta en ello una gran satisfacción…
—Usted lo ha dicho, causa placer ofenderse. Toda mi vida me han proporcionado placer las ofensas, por estética, pues ser ofendido no solamente causa placer, sino que a veces resulta hermoso…

Como en la Filosofía de la alcoba, los personajes de Dostoievski que han dialogado en este escrito, llegan a la conclusión de que la vergüenza que produce haber cometido actos facinerosos no nos impide volver a cometerlos, más bien podría orillarnos a seguir haciéndolos por un desprecio hacia nosotros mismos (y por tanto hacia los demás), o por el placer que puede llegar a producir la degradación. Pero este torvo hedonismo no busca ni se sigue solamente de actos aviesos; si el mal seduce, si el ansia de cometer errores o la delectación por el fracaso son inevitables, no se debe únicamente a los placeres que el autoescarnio nos promete. Ya Séneca vislumbraba que cuando el rostro de la fortuna nos sonríe no debemos envanecernos por ello, porque nunca podremos estar seguros de que fue gracias a nuestros propios méritos por lo que alcanzamos tal o cual objetivo; al contrario, la vida nos muestra que la notoriedad o el prestigio dependen mucho más de los otros que de nosotros mismos; son los demás quienes te reconocen o te premian —o quienes te confinan al anonimato y a la sombra—; además, las circunstancias pueden ser tan propicias que un mero oportunismo puede llevarte a la cima sin que tu éxito pueda verdaderamente justificarse a través de tus actos. Pero con el error ocurre algo distinto; la afirmación de nuestros estados de ánimo —que no es otra cosa que la afirmación de la voluntad misma— también produce placer, y el yerro nos muestra nítidamente que hemos sido nosotros, y no las circunstancias, quienes hemos incidido verdaderamente en lo real; la buena voluntad de una persona, los actos virtuosos de un individuo apenas y alcanzan a transformar el mundo; en cambio, es suficiente la maldad de un solo hombre para arruinar pueblos enteros; el mal como el error traen consigo la sensación de objetividad —al contrario del bien, que siempre parece lejano, subjetivo e inaprensible.

Tanto el bufón como el ácrata, no son víctimas de sus pasiones, como han querido juzgar los moralistas, sino que son devotos del hedonismo escarpado que encuentra placer en la vileza; no se es vencido por las pasiones, sino por la voluntad que se inclina a un lado o a otro (el estado de ánimo que nos guía hacia la gula o la indiferencia.) El hecho de desaprobar las cosas que se hacen, sin dejar de hacerlas —“no debería acceder en este momento a la lujuria”, mientras se está entre unas piernas exquisitas, por ejemplo—, no tiene nada qué ver con que la voluntad sea vencida: la voluntad nos orilla siempre a hacer lo que hacemos, y los reproches no son sino adornos al placer que se encuentra con la degradación de los demás a partir de uno mismo. La carcajada que nos provoca el bufón con sus pasmarotas, no procede del deseo de hacernos pasar un rato agradable, sino de la convicción de que los demás somos su espejo —o él el nuestro—; es por eso que afirmo que el verdadero bufón necesariamente es hedonista y misántropo.