jueves, julio 17, 2003

Sobre las circunstancias




La indiferencia y la cobardía
también nos llevan de algún modo a la resolución.

Montaigne, Sobre la vanidad.

En los momentos de insoportable hastío y desasosiego, cuando el mundo parece mostrarnos con descarada fatuidad todos sus agujeros y sus grietas, algunos leen al azar pasajes de la Biblia o del Quijote. Yo reviso —también al azar— los Pensamientos de Pascal o Marco Aurelio. Días atrás, envarado por una borrasca que no ha terminado de atravesarme todavía, aparecieron estas palabras frente a mis ojos:

“Abraza con amor lo que se presenta y está urdido en la trama de tu vida. ¿Qué otra cosa podría serte más adecuada? Nadie pierde al morir otra vida que ésta que vive, ni vive otra que la que pierde.”

Puede parecer, si habitamos unas circunstancias desvencijadas, que las palabras del estoico pretenden conducirnos más a la resignación pasiva y sumisa ante los embates de la Fortuna, que a hacer lo posible por resanar las grietas o simplemente ayudarnos a salir del edificio que nos aprisiona y ya comienza a derrumbarse. Sin embargo, al volver a abrir el volumen en otra parte, leí lo siguiente:

“Nadie puede sustraerse a su propio destino, sino mirar de qué manera vivirá lo mejor posible el tiempo que haya que vivir.”

No me pareció entonces que el consuelo que nos sugerían estas líneas encallara únicamente en la aceptación de la adversidad (¿la muerte como único e innegable destino?), sino que de alguna manera nos invitaban también a que por nuestra parte no nos abandonáramos a la corriente por más que nos arrastre y nunca podamos trastocar su cauce. Pero hay algo en este fatalismo que no deja de ser inquietante: la conciencia de que las circunstancias nos sobrepasan, de que nuestro esfuerzo y nuestra vitalidad no pueden oponerse a la violencia del devenir; que no importa con cuánta agitación o con cuántas pasmarotas recibamos la desgracia, pues lo que tiene que suceder acaecerá; que probablemente ni siquiera seamos capaces de desenredar los hilos con que estamos zurcidos a la vida, con que las circunstancias —ya ciegas e informes, ya preestablecidas y teleológicas— nos manejan:

Ducimur ut nervis mobile alienis lignum.

Tanto los deterministas han tenido problemas para explicar nuestros titubeos, nuestra caprichosa volubilidad, como los libertarios para minimizar el innegable peso de las circunstancias que cobija —constriñe— todos nuestros actos. Borges sugería que las personas no somos otra cosa excepto nuestras circunstancias; pero esta identidad entre el individuo y su entorno, puede entenderse cuando menos de dos maneras. En primer lugar, en el sentido de estar determinados por factores externos que nos compelen a desplegarnos; no se trata aquí de un destino predeterminado que haya que cumplirse irremisiblemente, sino que lo que llamamos carácter es el modo como somos sometidos por las circunstancias; la rebeldía con que podríamos responder a las cosas que suceden es tan sólo una expresión de ellas mismas. El individuo se diluye para no ser otra cosa que espejo de un momento; hebra del nudo; roca del escollo. Considerar que somos nuestras circunstancias, en ese sentido determinista (aunque no se apele, como dije, a ninguna necesidad teleológica), implicaría creer que actuamos siempre de acuerdo con ellas, no en consecuencia; que no sólo nos sobrepasan, sino que nos dirigen: somos inermes frente a un universo que se configura utilizándonos como sílabas o signos de puntuación de sus infinitas construcciones novelescas.

Las dificultades de una ética donde nuestros actos dependen exclusivamente de las circunstancias y donde toda responsabilidad que se nos pretenda atribuir ya no sólo parecerá injusta, sino artificiosa, fueron atisbadas por los estoicos de la Stoa temprana; Marco Aurelio, más ecléctico que sus predecesores, nos asegura que si bien la Fortuna nos sobrepasa (no depende de nosotros que uno solo de nuestros cabellos se torne blanco), y que si en el peor de los casos hemos sido arrojados a un mar tempestuoso que parece hundirnos, o a una calma chicha que nos asola con el tedio, no vagamos exactamente a la deriva —aunque tampoco haya ni plan ni camino trazado previamente—; desplegar el velamen se encuentra en nuestras manos aunque la fuerza del viento no dependa, no vaya a depender jamás de nuestras plegarias o deseos. Ese ánimo determinista, al que he confiado varios años atormentados de mi vida, que nos asegura que no tenemos más remedio que ser continuamente violados por las circunstancias, y que nuestra aquiescencia o nuestro encono en nada habrá de subvertir el cauce desbordado donde nuestra pequeñez representa quizá menos que una gota de agua, es probablemente falaz, pero no por eso nos hace menos desdichados; desde esta cara del quilógono, las palabras de Marco Aurelio producen más melancolía que consuelo. A fuerza de convivir fervorosamente con ciertas ideas, termina uno persuadiéndose de que son ciertas; al escepticismo lo sucede la confianza, y pronto las pruebas que uno hubiera querido encontrar se vuelven superfluas del mismo modo que comienza a desestimarse todo aquello que parece contravenir nuestro dogmatismo. Borges, en su poema Ajedrez describe la acechante posibilidad de ese ciego determinismo, sin plano ni brújula, abierto al futuro.

Pero que seamos nuestras circunstancias no refiere única, necesariamente, como apuntaba hace unos minutos, el aciago confinamiento de nuestra individualidad a los dictados de nuestro entorno; al contrario. No somos sino aquello que nosotros mismos hemos propiciado. Si podemos identificarnos con nuestras circunstancias, si nuestras circunstancias son la acendrada expresión de nuestra vida interior, se debe a que hemos sido nosotros mismos quienes las hemos constituido. No es gratuito el aburrimiento ni el frenesí; no pertenece al azar —al menos no del todo— dormir esta noche abrazando otro cuerpo o repasar insomne las rimas sacras de Lope de Vega. Tanto las zonas escabrosas como las cúspides de nuestro interior se desprenden involuntariamente —emanan— de nosotros; hemos dispuesto nuestro entorno como una vela irradia, sin desearlo, temblorosas fulguraciones. Proyectamos, aun a nuestro pesar, nuestra propia sombra (Jüng).

Nada dice esta otra cara del quilógono —para continuar con la metáfora leibniziana— a favor de nuestra libertad. Crisipo sostenía que no son tanto las circunstancias las que nos orillan a actuar de una manera o de otra, sino nuestro propio carácter. Sugería que el hecho de que dos personas actuaran de manera distinta bajo las mismas condiciones no demostraba en absoluto nuestro libre albedrío, sino la diversidad de nuestros temperamentos: tomemos un cubo y una esfera en cada una de nuestras manos; liberémoslas al mismo tiempo en una pendiente. La esfera corre; el cubo se detiene, pero no podríamos decir que ninguna de estas figuras actúa libremente, sino conforme a su naturaleza. No nos tienta la abyección de ciertos espíritus, ni nos llama la virtud de ciertos ascetas; sin embargo, nos vemos movidos al gozo de otros vicios y transportados en distintos raptos místicos. Había confesado mi antigua predisposición hacia el determinismo, y revelo ahora los vislumbres que han ocupado ese sitio. Cada vez creo menos en el peso de las circunstancias sobre nuestros actos, y más en nuestra capacidad para propiciar las circunstancias adversas que luego han de subsumirnos. Nuestras circunstancias no son otra cosa sino lo que hemos hecho de ellas, en ese sentido no somos sino lo que hacemos:

—Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro.

Sartre sugería atender los actos y el entorno (que no es otra cosa sino el modo como se ha venido configurando nuestro hacer) para inferir las verdaderas creencias de los individuos; y podemos añadir que escudriñar esas circunstancias también nos desvela todo aquello con lo que no se comulga:

—…y si ínsulas deseo —habla Sancho—, otros desean cosas peores; y cada uno es hijo de sus obras.

Conformamos, de alguna manera, nuestras circunstancias; pero no nos está dado transformar muchas cosas que también están al alcance de nuestra mano; la danza de la llama no sólo encubre de pronto la penumbra, sino que, con frecuencia, exagera las sombras transfigurando los objetos. A las circunstancias que hemos procreado, en las que se advierte indudablemente el sello de nuestro temperamento, se unen otras azarosas, adventicias o concurrentes. Nos encontramos envueltos, arrebujados, ceñidos, embalados por las circunstancias. A la violencia de ese entorno advenedizo, al que el estoicismo parece atribuirle todo el poder sobre nuestra persona, se multiplica el peso del que nosotros mismos hemos propiciado, aumentando los grilletes y constriñendo aún más las decisiones y los días.

Pero si bien hay una parte de nuestras circunstancias que depende enteramente de nosotros, el mundo contemporáneo parece dispuesto para facilitar la indolencia y aplaudir nuestra enajenación. De esta manera, con frecuencia nos volvemos esclavos de nuestra obcecación al dirigir nuestros esfuerzos al abismo o a la ciénaga; una vez desolados por nuestra propia voluntad ningún rostro de la Fortuna —es decir, lo que no depende de nosotros— nos parecerá suficientemente amable: la adversidad nos hundirá sin remedio en la desdicha, mientras la prosperidad, al tornarse inalcanzable, sólo menguará aún más nuestro espíritu.

Ridículo es que el hombre —escribe Marco Aurelio— no quiera huir de sus propios vicios, lo que es posible, y sí de los ajenos, lo que es imposible.


De las cosas que no están en nuestras manos, y que por consiguiente no podemos ni evitar ni prever, sólo podemos desear que no nos dañen; pero si aquello que con plena conciencia sabemos que depende de nosotros lo arrojamos de nuestras manos para que otros, o el torbellino que parece envolvernos disponga nuestra suerte, daremos cuenta tristemente de la cobardía con que hemos preferido habitar nuestra existencia. No nos basta con elegir y decidirnos —la frase es de Ortega—, sino que queremos acertar. La indiferencia y la indecisión, como reza el epígrafe de este escrito, es también una toma de postura. La tranquilidad que parece ofrecernos el contemporáneo orden consumista, donde la moral y los estilos de vida dependen de las fluctuaciones del mercado, también promete dejarnos continuamente insatisfechos. Se quiere una cosa e inmediatamente se desea otra; se trata de un infantilismo que se ha prolongado diez o veinte años en la vida de las personas; no hay manera de no presentir el fracaso al que puede orillarnos la enajenación de nuestro destino. Se argüirá, sin embargo, que la devoción —perseverancia en el llamado— por sí misma no necesariamente ha de llevarnos al acierto. Tanto nuestra posible ofuscación como las circunstancias que llamé adventicias podrían desviarnos. Sin embargo, preferimos ese riesgo; Henry Miller escribe: “Un hombre tiene su destino; cuando, de golpe, deja de seguirlo, sobreviene la mala suerte. Cuando deja de seguir su vocación se hunde.”