sábado, julio 26, 2008

Tras-lado

Pido una disculpa a los lectores del blog por las escasas entradas que he venido publicando los últimos meses. Entre otras cosas que dificultaron mi presencia puedo referir que la beca doctoral que tenía terminó y con ella mucho tiempo libre desapareció súbitamente, también tuve que preparar el cambio de una nueva vida, pues me he marchado de Madrid para venir a radicar a las tierras francesas. Esas y otras cosas que abajo refiero han venido a alejarme de este lugar tan querido por mí, ya que es una especie de refugio, como los cafés cantante de otra época, donde siempre encontramos y reencontramos a los amigos.

Los últimos mese madrileños han sido vertiginosos. Trama hilvanada por un viaje a México (del que me traje astillas de los vidrios rotos en la juventud), diversos cambios de trabajo y los planes de la boda.

Filósofo de profesión, no he sabido hacer otra cosa que pensar, hablar y dialogar con la gente. Y así he venido ganándome la vida, la nueva, la vida sin becas ni apoyos del estado —sí, se acabó la Teta, a Dios gracias—, incluso sin papeles de trabajo, como cajero de una tienda de bisutería, dibujante de tatuajes, encargado de una peluquería, profesor de inglés, de español para extranjeros, guitarrista, conferenciante, jefe de personal, periodista y actor.

Imposible frecuentar esta página o el diario íntimo, o las libretas que me han acompañado estos ocho años ibéricos como única familia. Ni tiempo, ni energía, pues todo el aliento vital se ha ido en la construcción del presente, en la invención de un porvenir. Escribir para mí siempre ha sido un ritual de distanciamiento (físico, mental), y ahora me percato de que lamentablemente de mis viajes, de las cimas y los acantilados sólo tengo aire y polvo, ningún deseo, ninguna duda consignados, ningún papel del que pueda recuperar las huellas que no se quedaron.

No he dejado de escribir, sin embargo, porque he vivido con palabras en los ojos, con una conjuntivitis de palabras. Por otra parte, en el último año y medio la música volvió a adquirir relevancia cotidiana. Hace muchos años, tantos que no sé, conocí el flamenco a través de un escocés que daba clases semisecretas en los antiguos Estudios Churubusco. Un personaje generoso, que combinaba el deseo de transmitir su pasión flamenca con el cansancio y la ansiedad. Nunca nos hablaba directamente ni nos miraba a los ojos (jugaba al golf, me acuerdo, y daba clases de inglés en un colegio bilingüe), nos miraba las manos, nos hablaba con su guitarra. Aprendí algunas cosas que nunca olvidé, y en España, desde mi llegada perseguí el flamenco sin pausa, pero sin verdadera disciplina. Por eso, pienso, se me negó como hubiera hecho cualquier persona sensata que se sabe cortejada por un sinvergüenza (lo que pasa es que no somos sensatos). Pero la constancia es más fuerte que el destino, como dice el I Ching, y, al final, de manera extraña e inesperada, vi al Duende.

Conocí a los muchachos de Pedro de Miguel, tal vez los mejores constructores de guitarras de España en este momento (aprendices de Ramírez, padre), y, a través de ellos el verdadero mundo flamenco que subrepticio y silencioso transita las grutas madrileñas. Sí, hay grutas en Madrid, y el flamenco bueno, el de verdad, que ya no está en las casas de los señoritos ni en los teatros se oye en agujeros, en los sótanos, muy de madrugada. Tal vez el flamenco sea lo único verdaderamente underground que haya en Madrid, pues la vida nocturna sin fin, deja al descubierto hasta las obscenidades más terribles. Madrid está llena de zombis cada día, y el Duende, como es natural, huye de los zombis.

Rubén, un tatuador de profesión jardinero, músico apasionado y dueño de un estudio de grabación independiente, me hizo ver otra vez (cuando las negativas editoriales llegaban a mi puerta insistiendo en lo importante que era mi trabajo pero en lo impublicable que les parecía), me hizo recordar que los increíbles momentos que se obtienen al lado de la guitarra son invaluables.

Comencé con mi amigo Gabriel, que es portugués, pero que se siente más español que los andaluSes. Gran guitarrista, impaciente y magnánimo a un tiempo. De su padre, heredero del título de una familia rancia del corazón de Lisboa, aprendió el placer por el vino y la diletancia, de su madre, plebeya destinada a demostrar su valía, funcionaria de la Unión Europea en Bruselas, los idiomas (habla francés, inglés y español tan perfectamente como el portugués), su tenacidad desapasionada por el trabajo. Su enorme melancolía creo que nació con él, le habrá venido del aire de Lisboa, de las calles empedradas.

Pero la técnica flamenca la aprendí realmente del Entri, “profesor gitano de guitarra”, como le gusta llamarse. El Entri tal vez sea el mejor profesor de guitarra que haya en España en lo que se refiere al flamenco; entendamos que se trata de una música que se transmite de manera oral. Daba sus clases en la alcoba, como cuentan que hacían el Niño Ricardo y Ramón Montoya; ponía las sillas al pie de la cama, donde siempre había una o dos guitarras para elegir, si es que no llevabas guitarra, junto a una enorme Biblia evangelista, que citaba con frecuencia cuando comparaba el flamenco con la vida: el Flamenco era su vida —es la nuestra. Nos hicimos amigos al grado de planear un negocio juntos: la primera Academia de Guitarra Flamenca en Madrid. El sueño era difícil de cumplir, pues los socios (había otros dos amigos suyos) éramos pobres, y él sospechaba ingenuamente que colaboraríamos con dinero. Hicimos planes y nos dimos cuenta de que le negocio sólo obsequiaba números rojos. El Entri nos hacía soñar a todos. Cerraba los ojos y decía: “yo soy como un niño, déjenme soñar”, y entonces nos contaba sus proyectos descabellados pero hermosos.

En esa época comencé a trabajar de profesor para el Ejército Español como profesor de inglés, y tuve que dejar de frecuentarlo. Era un trabajo de locos, de un cuartel tenía que salir corriendo —literalmente— a otro, sin tiempo para comer casi siempre. Si había suerte podía engullir en el metro un bocadillo de tortilla y una barra de chocolate.

El Entri, un portento de profesor con las manos de un gigante, le temía a las moscas, quién sabe qué antiguo trauma arrastraba; cuando una de estas moscas verdosas que abundan en Madrid, especialmente en los barrios del sur entraba a su casa, en una danza de aspavientos infantiles nos pedía a mí y a su mujer que por favor la sacáramos. No se quedaba tranquilo hasta que su mujer le aseguraba que ya no había peligro.

Del Entri aprendí los palos más importantes del flamenco y la técnica básica, pero fue con el Viejo, o el Viejín, hijo del famoso bailarín el Tupé, como se le conoce mayormente, con quien comencé a perfeccionar la técnica. El Viejín también da clases en su casa, pero en un estudio que tiene preparado. Como guitarrista es de un virtuosismo asombroso, y como persona, su humildad y tranquilidad lo hacen un personaje excepcional. Supersticioso como casi todos los gitanos, eso sí, pero de gran corazón. Su mujer, que funge como su secretaria y confidente es una persona cariñosa y carismática, llena de vida y de luz, locuaz, a diferencia de su marido y alegre. Gente positiva que aporta a la vida mucha alegría, tal vez fruto de los padecimientos que como raza históricamente siempre han padecido, pero esa es otra historia que ocupará otro momento.

Guardo cada una de las clases tanto del Entri como del Viejín en forma de grabación. Horas magníficas donde se pueden escuchar su forma de tocar, sus consejos, sus apreciaciones sobre la vida y la historia del flamenco y de la música. Horas invaluables y dichosas. “¿Sabes cómo terminan siempre nuestras clases?” —le preguntaba orgulloso el Entri a sus amigos— .“Con un abrazo”.