lunes, abril 07, 2003

Influir

La importancia de las personas no depende tanto del número de objetos o amistades que posean, aunque a partir de ellos hayan podido escalar con menor dificultad ciertas pendientes; ni de su habilidad para florecer, como la cizaña, a la orilla de plantas benignas; sino de las cosas que realizan y de la influencia que hayan sido capaces de ejercer con su trabajo —aunque sea inconscientemente— sobre los demás. Esto último, sin embargo, es demasiado general como para no producir equívocos.

Cualquiera que haya presenciado desinteresadamente o de manera adventicia el sofocado frenesí de un grupo de personas que se divierte, se habrá percatado del poder que las sensaciones ejercen sobre la imaginación; si la estética de la baratija y de la porcelana de feria hace tiempo se ha extendido de manera universal, quizás no se deba tanto a la imposición maliciosa de valores desastrados como a nuestra vaciedad congénita de la que la consunción de las sociedades contemporáneas es tan sólo reflejo o síntoma. La fragilidad con la que parece haberse constituido nuestro espíritu imposibilita fortalecimientos ulteriores desde que sus vértebras raquíticas día a día sólo dan paso a un mayor número de flaquezas, al grado que no es infrecuente encontrar signos cotidianos de nuestra debilidad y ofuscación, al contrario, pues todo aquello que se les opone parece una insensata extravagancia que debe censurarse.

El valor de la madera está cifrado en el brillo de los barnices sin importar que se encuentre apolillada o enmohecida; los ornamentos y los afeites, que pretendían imprimir un rasgo sobrenatural a la belleza, han terminado por naturalizar la fealdad desde que —así como la afectación y el disimulo— tienen el propósito explícito de encubrir nuestra corrupción y sordidez primigenias. Entonces nos vemos subyugados por una pálida languidez artificial, o bien, por los aromas de una animalidad prefabricada; y terminamos el rito arrodillándonos procaz y felizmente ante esa faramalla que nos obnubila y nos encierra.

De este modo, aquellos que cifran su éxito en la sempiterna obscenidad de la sumisión o de los inciensos laudatorios, tanto como quienes creen que por el hecho de que sus gritos y aspavientos producen a la muchedumbre un inocuo silencio adquirirán el lucimiento que su alma pusilánime no es capaz de irradiar por sí sola, perseveran alegremente. Y como los necios —a quienes su turbia visión de la realidad los hace arrastrarse hacia el abismo—, al notar que el desencadenamiento de los sucesos del mundo no sólo no parece sumirlos en la adversidad, sino que con frecuencia colma sus vanidosos caprichos, concluyen que las circunstancias siguen un orden deteriorado y envilecido que justifica sus acciones, en vez de percatarse de su yerro.

Es verdad que no hay que esperar mucho tiempo para verlos convertidos en celebridades cuyos aplaudidos triunfos parecen reforzar la idea de que el camino retorcido siempre es el mejor y el más rápido. Pero basta detenerse unos instantes para percatarse de que a través de esos medios, con una obra que tiene como fin la complacencia y unas tibias ganas de disturbar y subvertir el cómodo entorno en que se regocija, únicamente se es capaz de ejercer una influencia mezquina a espíritus aún más desbaratados y empobrecidos. Se dirá que precisamente de eso se trataba, pues al encontrase la mayoría, la muchedumbre anónima proclive a la risa y al llanto fáciles, tan comprometida con la moda y la televisión, útil será acudir a la democracia y recabar de esta manera un consenso prácticamente unánime. Sin embargo, apelando a un no sé qué que algunos espíritus conservamos para discernir de manera emotiva los sucesos del mundo, el poder sobre los imbéciles, aunque puede ser útil para obtener algunos placeres, no deja de parecernos vacuo y rastrero.

Por otra parte, la realidad se compone de enormes minucias, y, como enseñaba Pascal, una mosca verduzca puede hacernos tomar una decisión equivocada; una indisposición estomacal puede alejarnos de la única mujer necesaria; una comezón en la espalda podría hacernos quedar en ridículo. Sólo las almas ramplonas gustan del chantaje, la insistencia y la obviedad para alcanzar sus metas; y sólo tienen éxito con espíritus igualmente insípidos y demasiado preocupados por las miradas de la gente tonta que avanza por la calle.

Flaubert cerraba las ventanas y echaba cerrojos a sus puertas cada vez que sus criados le avisaban que el carruaje de su lacrimosa y desdichada amante venía en camino; la bella se postraba durante horas a pesar de la nieve o la lluvia golpeando aquella obesa puerta de madera sin otra respuesta que la desaliñada cortesía de un plato caliente antes de persuadirla del lamentable ridículo que hacía y de la necesidad de que se ciñera aunque fuera por unos momentos a la serenidad, al menos hasta que llegara a su casa.

Dicen que Flaubert se admiraba del tiempo que la preciosa adúltera estaba dispuesta a dilapidar en la humillación, y que gozaba haciendo apuestas con su lacayo sobre el número de páginas que podía escribir mientras la poco astuta facinerosa se arrastraba frente a su vivienda. Cuando le preguntaron a Carver cuál de todos aquellos escritores que había leído y admiraba influyeron de manera determinante en su escritura (Durell, Chejov, Hawthorne, Céline…) contestó que los tres hijos que tuvo antes de llegar a los veinte años, el hastío y la podredumbre que trae consigo la miseria, la desesperación de su mujer encolerizada y nauseabunda, el sol de Arizona y el penetrante aroma a caño que destilaba su vivienda (una casa rodante).

Las influencias impensadas suelen ser las más importantes, y no es extraño que momentos despreciables o yermos de nuestros días sean a la larga los que terminan por conformar nuestro carácter. Y es éste, precisamente, uno de los equívocos más recurrentes cuando se habla de influir. Aunque somos guiados por nuestros estados de ánimo, y los vientos de las circunstancias no son los que nos arrojan a los acantilados, sino nuestra habilidad para sacar partido de la trama de nuestra vida, la fuerza de la corriente puede precipitar nuestra caída. Las personas y las cosas que estimamos pueden haber influido menos que aquellas que propiciaron nuestra pérdida o nuestra ruptura. Estos aires, sin embargo, ya enrarecidos, ya tan perfumados que terminen por enervarnos, inevitablemente habrán de respirarse.