viernes, febrero 25, 2005

Opio

Je veux prouver que les chercheurs de paradis
font leur enfer, le préparent, le creusent
avec un succès dont la prévision
les épouvantterait peut-être.

Charles Baudelaire, Les Paradis artificels.

1. Arrojo la última bocanada de este humo espeso, dulzón, y mis labios adormecidos no se atreven a desprenderse de la pipa que los reseca y los corrompe. Como aquél adicto imaginario de D’Aurevilly, también he deseado una pipa que se cargue sola, que me permita envenenarme sin tener que interrumpir mi soñolencia. Son estos momentos pedestres, de abrir el cofrecito y retacar la cavidad con una nueva dosis los que inducen al hastío, esas pequeñeces cotidianas en las que los budistas encuentran enorme regocijo, porque atentos a las mezquindades de lo inmediato no tienen tiempo de pensar en su neurosis soterrada; buscan la calma, dicen, la ausencia de pensamiento. Pero nosotros no buscamos sosiego. (Hablo de mí, de los insectos, y de este gato narcotizado que viene a ronronear entre mis piernas.) Ni siquiera podría decir que vamos en busca del placer, a menos que se conciba uno tan escarpado como las pesadillas del culpable —si es que las tiene. Pero tiendo a creer que peores pesadillas padece quien quisiera ser culpable y no se atreve. El vicio nos da una sensación de liviandad, tal vez falaz, que nos permite algún grado superior de irreverencia. No transforma el espíritu en el sentido de hacernos cambiar de vestimenta, de máscara, sino que permite que aflore nuestra primigenia animalidad, y cada vez importe menos dar los buenos días, sonreír a la gente tonta que nos mira en las calles, agradar a los demás con una pulcritud y unos modales que no nos son afines porque molesta su hipocresía, porque causa displicencia tanta vanidad, tanto qué dirán. Quisiera carecer de compostura —por las cursivas habla Cocteau—. Es difícil. La falta de compostura es el signo del héroe.Pascal se angustiaba al considerar que si la gente supiera lo que en realidad piensan de ella quienes la rodean, no existirían en el mundo tres amigos, imagen que persuade a los díscolos y a los envidiosos; pero quizás si comprendiéramos cómo nos perciben los estimaríamos más porque sabríamos a qué atenernos. Chopin, Henry Miller, Rousseau, Cardano, Bloy, Poe, Seferis, carecieron de compostura.

2. Muchos adictos se quejan de su falta de fuerza de voluntad porque no son capaces de alejarse del vicio, pero no se detienen a pensar toda la que se necesita para perseverar en él —aun cuando en vez de placer sientan terror y el vértigo haya ocupado el lugar de la diversión. Ciertos organismos nacen para ser presa de las drogas. Requieren un correctivo sin el cual no pueden tener contacto con el exterior. Otros, en cambio, ya por curiosidad, ya por ofuscación se van enganchando al vicio poco a poco y luego, cuando se encuentran perdidos, comienzan a desear no haber traspasado esas puertas, no haber deambulado por ese laberinto; el arrojo que los impulsó a enredarse en el vicio es equiparable a su cobardía. Pero hay quienes le debemos nuestras horas perfectas a las sustancias; víctimas de un desequilibrio innato, hemos preferido una estabilidad artificial a la falta absoluta de equilibrio. Pero los excesos, como se sabe, a la larga no terminan por compensarse, y llega el día que ni siquiera aumentar la dosis nos produce la vieja fruición que hace tiempo nos ha abandonado; sobreviene el abatimiento, y el exceso, que en un inicio halagaba nuestros sentidos, comienza a hundirnos. Pero nosotros insistimos aunque hayamos entendido que el opio es realmente eficaz una vez de cada veinte. Perseveramos en el vicio, perseveramos en el error, como otros perseveran en la virtud, pero sin medianías: no somos diletantes. El vicio, como la virtud, exige devoción y compromiso; en cuanto al tesón y el esfuerzo que se necesitan para cultivarlos son idénticos, sólo se distinguen por sus fines y sus consecuencias. El virtuoso busca el bien, no la felicidad; el vicioso no busca el bien ni la felicidad y a veces, como he dicho, tampoco el placer.

Es cierto, sin embargo, que el gusto por el vicio entraña algo infantil, un furor adolescente. Tentar los límites, ponerse en peligro. Al mismo tiempo supone un deseo por la eternidad, por lo inabarcable. Es Tanático y Divino. Póngase usted de cabeza, nos pedía Chesterton, y verá el mundo como es: no andamos en él, pendemos como las esferas de un árbol navideño. Da la impresión de que nuestras empresas, nuestras pasmarotas y flirteos nos van enterrando en el légamo; el vicio o la virtud aligeran la carga, prometen una elevación que, si bien no llegará nunca, nos torna livianos. Se habla siempre de la esclavitud del opio. No sólo la regularidad de horas que impone es una disciplina, sino también una liberación. Es una lástima que en vez de perfeccionar el modo de desintoxicarnos, la medicina no intente hacerlo inofensivo.

3. Pero el vicio es un flagelo para las almas sutiles; si un fumador destrozado por la droga se interroga a sí mismo sinceramente, encontrará siempre una culpa que está purgando y que vuelve el opio contra él. Sin embargo, esta urgencia de ordalía tal vez sea parte del infantilismo que he referido, porque más parece producto de la ofuscación que del deseo de redimirse. Nos lanzamos a la calle en busca de un castigo, nos atormentamos con los demás y con frecuencia somos sus verdugos; hilamos un acto de contrición tras otro, ofendemos y somos ofendidos como parte de esa liturgia incompresible; sacrificamos nuestro tiempo despilfarrando las horas con pensamientos estériles, con temores ridículos, al lado de personas que en el mejor de los casos se contentan con succionar la poca vitalidad que aún nos queda. A la mañana siguiente, después de cuatro pipas, volvemos a la carga, a realizar una prueba que nadie nos pide, que nadie necesita, que ni siquiera a nosotros mismos nos importa. Adoramos el Fracaso como los nihilistas la Nada. Tropezamos con nosotros mismos: Mi cuarto de ahorcado, en la calle Bonaparte, se convirtió en un cuarto para ahorcarse. Había yo olvidado que el opio transforma el mundo y que, sin el opio, un cuarto siniestro sigue siendo un cuarto siniestro.

Las palabras engañan a medias, términos que hoy empleamos para referir adversidad, poseen un origen noble y hasta lejano de las actuales connotaciones peyorativas. Errar, que hoy es sinónimo de equivocarse, en un principio refería la vagancia, el vagabundeo —como aberrar tan sólo apartarse del camino—; derrota, literalmente quería decir sendero, rumbo; perder (per-dare), dar por completo, regalar; equivocar, una mera homofonía; fracaso, quebrar con ruido (del francés casser), una hermosa onomatopeya. Efectivamente me dejo llevar por este humo en mis apreciaciones —y por los esfuerzos de don Joan Corominas—, pero no era Cocteau sino Dostoievski quien demostraba la belleza del fracaso en Los hermanos Karamazov. La razón humana tiende a la paradoja, pensamos a partir de arquetipos y términos correlativos (Kant les llama categorías, Leibniz conceptos fundamentales, Aristóteles no me acuerdo). La univocidad y la linealidad son ofensivas a la inteligencia. El cristianismo está lleno de estas aporías que a cualquier racionalista le pone los pelos de punta (quien quiera salvar su alma, la perderá, etc.) No, Cocteau no sólo hablaba de la belleza del fracaso, sino de su importancia epistemológica, emancipadora. El error deliberado, la ruina voluntaria que para los modernos era inconcebible y para los románticos denotaba cretinismo, debilidad de carácter, puede interpretarse como un rasgo de rebeldía, aunque de golpe no le encontremos ningún sentido. Un burro avanza por una vereda, está cansado y se muere de hambre y de sed; a pocos pasos el camino se bifurca: a su derecha vislumbra forraje y un abrevadero, a su izquierda, más o menos a la misma distancia, otro montón de paja y un estanque. La bestia no se decide, y fallece de inanición. El asno de Buridán pretendía demostrar que la indiferencia no existe y que ante dos posibilidades parecidas se elegiría cualquier cosa con tal de evitar el naufragio; pero el siglo XX ha demostrado que se puede elegir no elegir, que entre todas las posibilidades somos capaces de escoger la peor, cosa que no necesariamente es una mala decisión. Existen Cristo y Napoleón. Imposible salir de ahí. La gloria afortunada de resultado limitado; la gloria desgraciada de resultado ilimitado. En el método de Napoleón, un traidor hace perder la batalla. En el de Cristo, un traidor hace ganar la batalla: La estética del fracaso es la única duradera. Quien no comprende el fracaso está perdido. La importancia del fracaso es capital. No hablo de lo que fracasa. Si no se ha comprendido este secreto, esta estética, esta ética del fracaso, no se ha comprendido nada, y la gloria es inútil.