miércoles, abril 02, 2003

Libros de autoayuda

El vicio de la lectura, a diferencia de la voracidad de la lujuria y de la gula, nunca es tan obsceno como para orillarnos a leer cualquier cosa. Yo sigo a Montaigne en el inmediato abandono de las páginas que no logran atraerme en las primeras líneas, así hayan llegado a mis manos por personas cuyo buen gusto literario me haga dudar de mi juicio caprichoso, o bien estén firmadas por escritores que aprecio. No puedo evitar contraponerles el filtro de mis estados de ánimo. Si bien la prolongada abstinencia de lectura me produce abatimiento y ansiedad, nunca alcanza el furor que me despierta la ausencia excesiva de otras inclinaciones naturales. Sin embargo, precisamente a causa de mi ánimo oscilante, suelo desestimar el esnobismo que a ciegas sólo reconoce a los autores célebres, y asumir con recelo e ironía la volubilidad de mis juicios habitualmente dogmáticos.

Caminaba hace unas semanas por la feria de libro viejo del Paseo de los Recoletos cuando, en una caja de cartón donde promiscuamente yacían libros de texto, ediciones cubanas que explicaban el marxismo, antiguos autores españoles que nadie lee, novelas rosas, manuales de los años setenta sobre la menopausia y la educación de las niñas, creí reconocer el apellido de uno de mis autores favoritos. Como otras veces (aunque nunca en Recoletos) he tenido la suerte de encontrarme con volúmenes codiciados que han pasado desapercibidos entre montones de basura paginada, no dudé en abalanzarme hacia esas letras amarillo canario a pesar de las quejas de un anciano que ya me acusaba de grosero inmigrante: Giovanni Papini, Loada sea la vida.

No hay que decir que el libelo me quemó las manos y que lo arrojé nuevamente a la caja infernal huyendo hacia Cibeles, como si hubiera visto al Maligno. Se trataba de un libro de autoayuda, de un catequismo donde se consignaban oraciones y bienaventuranzas. Escribir la historia de Cristo, reconstruir la vida de San Francisco o San Agustín, incluso argüir a favor de la ortodoxia —como hizo Chesterton— es tolerable; aceptamos torciendo los labios al Papa ficticio de Papini y su Juicio Universal, pero un panfleto como ese me causó horror.

Atravesaba entonces unos días de turbulencia, de acritud y desbordamiento; no encontraba la llave o la cifra, el aforismo o la muchacha que pudiera rescatarme de la melancólica ciénega que devoraba mis pasos; pero no hubiera podido refugiarme, aunque mi masoquismo hubiera sido tan grande para flagelarme con esas palabras, en aquel volumen. Es probable que si alguien alberga el deseo de cambiar su vida se deba a que ha reconocido el displacer del yerro, o el acoso del hastío y la insatisfacción; pero también es probable que no subyazca a su deseo de transformación ningún misticismo.

Tres consejos prácticos nos daba Lanza del Basto para mejorar nuestra vida que a causa de su sencillez parecen ridículos e imposibles de llevar a cabo: caminar erguido, respirar bien y sonreír (a los que yo añadiría: beber tanta agua de tal forma que nuestra orina nunca sea espumosa ni amarillenta, trotar todos los días al menos cuarenta minutos, y fumar mucha mariguana; pero ya se ve en la abundancia de palabras que se necesitan para sugerir esto que mi propuesta no lleva a ninguna parte).

—Muy hermosa ha de ser tu vida para que no quieras cambiarla —amonesta el moralista.
—No, al contrario —contesta el aprendiz de filósofo—, no quiero que empeore, por eso no propicio ningún cambio.

El joven tienta su propia destrucción —y algunos lo consiguen—, por eso con frecuencia los vemos hacer justo lo que no desean: llamar al lobo precisamente porque se le teme, escribía Gombrowicz. Pero hay que reconocer que las circunstancias rara vez nos dominan, y que en realidad somos siervos de nuestro propio carácter. No reflejamos el universo, sino que proyectamos en él nuestra sombra, y buscamos la sombra de otros que han sufrido para que nos cobije. Al menos así explico mi fascinación por la literatura de los desesperados; en los momentos de dolor y grieta siempre he encontrado un gran consuelo en los escritos de los cofrades del abatimiento y la soledad.

A diferencia de la dicha, que suele provocar en nuestro entorno envidia o indignación y que rara vez eleva la creatividad, el infortunio tiene el poder de acercar las almas y los cuerpos; por eso creemos encontrar tantas cosas en esa literatura. Claro que para ser Nerval, hay que ahogarse en el Sena a los 34 años; para ser Stevenson hay que vomitar sangre todas las mañanas; para ser Rimbaud o Baudelaire…

Por otra parte, puede ser que en realidad nunca lleguemos a creerle a Leibniz, a Schopenhauer, a Pascal o a Séneca, y que la amargura de Cioran y de Adorno terminen por movernos a la risa; pero a pesar de ello, o justo por eso, considero vanas las buenas intenciones de Papini, porque creo que todo buen libro, en el fondo, no es sino un libro de autoayuda.