viernes, septiembre 12, 2003

Ética de la Disolución
Entrevista con Héctor J. Ayala



Por: José Israel Carranza



JIC: Si se viera forzado a formular el fundamento ético que —si lo hay— corresponde a su decisión de dar a la imprenta lo que escribe, ¿a qué términos se resistiría a recurrir para que dicho fundamento fuera tolerable sin dejar de ser convincente y defendible?

HJA: La escritura es una labor onanista, y al arrojar nuestras palabras al público actuamos como Diógenes, el cínico, que en los días de fiesta solía masturbarse frente a la turba. No quiero dar a entender que la complicidad voyeurista de los lectores diluya este onanismo, sino que le imprime otros sentidos. Escribir y publicar son dos cosas muy diferentes. Yo creo que precisamente porque el sentido y el destino de las cosas que uno escribe depende de quien las lea, escribir sin publicar es una labor incompleta. Una vez que terminas un libro ya no te pertenece; uno ha de acostumbrarse a verlo como si hubiera sido escrito por otra persona, entender qué hubiera hecho mejor o qué nunca hubiera pergeñado, justo como uno hace con las cosas de los demás. Pero usted me pregunta por un “fundamento” —risas nerviosas—, yo creo en la fragilidad, en la volubilidad… Si uno escribiera únicamente lo que piensa que le ha de gustar dentro de diez años a lo mejor no escribía nada, como dice Connolly… Si uno sólo escribiera para desfogarse, aunque las cosas que anotara en las libretas fueran excelentes, creo que nos daría igual compartir esas palabras. Imagínese cuántas vidas, cuántas historias se han perdido porque nadie quiso narrarlas, o si las narró no tuvo el deseo o no encontró la ocasión de publicarlas. Muchas personas piensan que uno da a la imprenta sus textos por excesivo amor propio; no dudo que la finalidad de algunos consista en alimentar su vanidad, pero han de ser pocos, porque la crítica suele ser mordaz; en mi caso es todo lo contrario, sólo cuando los textos se publican puedo deshacerme de ellos, quiero decir, darles verdadera vida. Yo escribo por placer, un placer, al inicio, muy privado; pero me gustan la risa y los ojos traviesos de las muchachas cuando les dedico mis libros. Mayor placer que escribir proporciona compartir lo que uno ha hecho, tanto con la gente que aprecias como con los desconocidos.

JIC: Diga si ha sufrido más su sistema nervioso o su tracto intestinal (o su hígado, o sus pulmones o su esqueleto, o lo que sea) con el trabajo invertido en la escritura. ¿O va a resultar que todo le sale del corazoncito?

HJA: Se mire como se mire escribir es algo antinatural. Una de las cosas que más me asombraba en mi adolescencia cuando leía a Chesterton, a Gide o a Baudelaire era que hubieran escrito tanto y que, al mismo tiempo, aparentaran no haber renunciado a los placeres mundanos, a la disipación, a todo aquello que en principio nos aleja del escritorio y la soledad. ¿En qué momentos, bajo qué estados de ánimo se ponen a escribir estos señores?, me preguntaba. Un poeta amigo mío, que usted también conoce, quizá un poco contrariado por las escasas páginas de todos sus libros, nos confesó una noche de fiesta, después de que hubiéramos fracasado con las muchachas y nos resignáramos a presenciar la agonía de la noche viéndonos las caras; nos confesó que había realizado ciertos cálculos que lo llenaron de contrariedad: si durante cinco años, nos dijo, escribiéramos diez líneas diarias, ¡sólo diez líneas!, insistió, al cabo de ese tiempo, habríamos escrito tres tomos más voluminosos que los Ensayos de Montaigne. ¿Me sigue usted? Estos datos revelan que la mayor parte de los que se dicen escritores en realidad escriben bien poco (escritores que no escriben, como decía Reyes), aunque paseando o incrustado en los bares uno se pase mucho tiempo pensando en lo que va a escribir el año que entra. Pero la única forma de terminar un libro es sentarse a escribirlo (o dictarlo); habrá virtuosos que escriban, como Henry Miller, cincuenta páginas diarias; otros, como Yeats, apenas tres o cuatro líneas; otros, un solo libro de cien hojas en toda su vida. En cualquier caso, creo que las horas frente al escritorio son menos dañinas para el cuerpo, a pesar de las extrañas posturas a las que uno se somete, que los meses de cortejo, los insomnes preludios o las infinitas diatribas alcohólicas y mariguanas que a veces se esgrimen contra el universo a la hora de parir; menos dañinas, y probablemente mucho más felices. No me reproche usted, Carranza, voy al grano: los ojos, los ojos y la moral es lo que más ha sufrido y zozobrado los últimos años…

JIC: Respecto a su escritura, responda sinceramente: ¿cuál es la pregunta que más terror le daría que le plantearan? Y contéstela inmediatamente.

HJA:¡Uy!, creo que hay varias…, pero entre ellas: “¿Está usted seguro que el modo como expresó las cosas que nos dice ha sido el más acertado?” Casi siempre sí, al menos en el momento de escribir, pero... —silencio, HJA se queda mirando un pino a través de la ventana—. Gautier contaba que Balzac, de quien fue secretario hasta su muerte, podía rescribir la misma frase treinta veces, que tachonaba y corregía al grado de rehacer sus novelas hasta el cansancio, y que si después de sus modificaciones y componendas no le gustaban, las arrojaba al fuego sin miramientos. Gautier, en cambio, casi nunca corregía sus páginas. Balzac lo amonestaba porque lo creía indolente y le gritaba: “¡corrija, corrija usted!”, porque no creía que alguien pudiera expresar a la primera más o menos acertadamente sus ideas; incluso llegó a rechazarle artículos no porque fueran malos, sino porque Gautier no había querido corregirlos. Yo creo, como Poe, que con frecuencia es perfectible la primera formulación que uno plantea, pero no comparto la obsesión de corregir mil veces una frase; las cosas que no me gustan casi siempre las desecho. Balzac odiaba a Víctor Hugo porque aseguraba que prefería corregirse en otra obra. Si uno no corrige es porque cree en lo que ha escrito; lo malo es cuando sobreviene la duda y uno no corrige porque no sabe qué cambiar o cómo… Otro Hugo, Hiriart, nos decía que lo que pierde al escritor es la duda. Esa intuición, que a mí me parece tan certera, probablemente la sacó del teatro: no se puede escribir, ni actuar o dirigir, sin confianza; la duda nos pierde…

JIC: Piense en el personaje del que más ha abusado, con el que más se ha ensañado, el que más ha padecido la circunstancia —diga si no— malvada de tenerlo a usted por autor. ¿Qué le va a decir el día que, estando usted de lo más fresco en la barra de un bar piojoso, si quiere hasta tarareando una tonadita sonriente y despreocupada, feliz de la vida, descubre que lo tiene a una lado mirándolo con una mezcla de rencor, incomprensión y desdicha?

HJA: De lo publicado, el protagonista de mi libro Amanecimos títeres; pero creo que es tan apocado y cobarde que sería fácil quitármelo de encima. El que me preocupa es el señor Mondragón, personaje central de mi nueva novela. Seguro que si nos encontramos, porque es avieso y rencoroso, buscaría la venganza; y ¡pobre de mí si voy acompañado de alguna diosa!, porque es hábil para la sorna y, como dicen aquí, tiene mucha cara. No podría dejar de invitarle una botella, pero en la primera ocasión que se fuera a orinar al baño, me largaba sin pagar la cuenta —risas carrasposas—, o la pagaba pero me llevaba las sobras para el camino…

JIC: En los asuntos que se ocupa su escritura, el fracaso puede llegar a ser una aspiración que, de ser alcanzada, habría que tomar por victoria? O pongámoslo de este modo: ¿la resignación es el mejor de los atajos?

HJA: Era Cocteau el que sugería una ética del fracaso; yo, la verdad, no veo muy claro cuál no lo sea. Preferiría una ética del yerro, del extravío, en las dos acepciones que connotan estos términos: vagabundeo y equivocación. Al fracaso llegan los que intentaron algo y no lo cumplieron, pero también aquellos que no hacen lo que desean y sienten todo el tiempo que sus anhelos se les van de las manos. El hastío, el fracaso y la frustración son estados psicológicos, o, como prefiero decir, estados del alma (estados de ánimo): no corresponden a ninguna circunstancia externa a nosotros (aunque desencadenen desgracia o humillación); son sensaciones nefastas porque nos recuerdan que, en general, vivimos al 3% de nuestras posibilidades. Pero el fracaso, desde el punto de vista estético, puede llegar a ser muy hermoso… Si lo que queremos cuando nos determinamos a emprender algo es el naufragio, sería tonto quejarnos cuando el barco se hunde. Pero, ¿qué situación nos orilla a desear el naufragio? Me ha parecido encontrar en muchas personas solaz en el error y en la depresión. ¿Ciego afán autodestructivo o una vida destartalada que busca la elevación a través del flagelo del vicio? Usted me lo dirá. Pero no me gusta la resignación, ni creo que una persona resignada pueda evitar la violación que nos hace la vida cada día. Yo creo con Marco Aurelio que tenemos que amar lo que se presenta y está urdido en la trama de nuestra existencia precisamente porque no tenemos ni tendremos otra, pero esto no es resignación, sino un atajo para evitar la necedad.

JIC: Cuál sería la reacción más inesperada que podría tener un lector después de pasar por lo que usted ha hecho?

HJA: Que no sintiera agitación o azoro, o ganas de reír.

JIC: ¿Qué razones habrían hecho falta para disuadirlo de escribir lo que ha escrito?

HJA: Haber nacido en otro país, ser hijo de otros padres, haber sido mujer, tener otro rostro, otros recuerdos, costumbres y afinidades muy distintas; es decir, no ser yo mismo.