jueves, abril 03, 2003

¡Eres una puta!

¿Cuántas veces no hemos escuchado esas palabras en boca de algún energúmeno que, apelando lastimosamente a la moral o al tan vilipendiado buen gusto, reprueba los promiscuos intercambios de fluidos de aquella a quien llamara la “mujer de sus días”, o bien emanando de los desdichados labios de una mujer que ha extraviado a su hombre en los brazos de alguna de sus amigas? Se escuchan con frecuencia esas sílabas, lo que no impide, a fuerza de casi estar acostumbrados a ellas, dejar de consternarse un poco. No podría asegurar si esa frase, alejada de la situación en que se enuncia, desasociada de la violencia del tono en que habitualmente la escuchamos, deje de producir el mismo bochorno; es probable. Pero abstraerse de las circunstancias en que se profiere no es tan sencillo, porque no sólo es el tamaño del insulto el que nos hace detenernos, sino un morbo malsano que nos obliga a averiguar la trama que trajo como consecuencia ese elocuente parlamento —casi únicamente para descubrir que la historia se parece tanto a otras que ya hemos presenciado varias veces.

Claudio Eliano, en su compendio sobre los animales, escribe: “Siempre se afirma que el elefante se enamora muy pocas veces dada su continencia…, pero no escapa a mi conocimiento la emoción amorosa del elefante, que es digna de alabanza. Al respecto, pude saber lo siguiente; un cazador experto de estos animales narra que el emperador romano le acordó una autorización y lo mandó a participar de una cacería, que se iba a llevar a cabo según los métodos corrientes de los mauritanos. Una hembra joven y con un aspecto considerado agradable por los cazadores se aproximó a un elefante también joven y bello; de inmediato, otro macho de más edad, ignoro si compañero o simple amante de la hembra, se sintió despreciado y reaccionó con furia; lleno de una ira agresiva se lanzó sobre el elefante joven y bello para entablar una lucha, tal como si estuviera afligido por una prometida o una amante. La batalla entre los dos fue tal que ambos terminaron con los colmillos dañados. No hubo vencedor, porque los cazadores los separaron arrojándoles diversos proyectiles, ya que los animales no les servirían, una vez desprovistos de sus defensas… De tal modo llegó a su fin la contienda de ambos elefantes enamorados…”

Y aunque llamarle puta a alguien no necesariamente implica un insulto, sino una simple descripción o hasta un halago, cuando adquiere las connotaciones semánticas del oprobio —justo porque el término pretende agrupar una serie de enunciados reconocidos como aviesos por la mayoría anónima e hipócrita—, nunca queda claro por qué se apela a la moralidad como criterio para censurar determinadas acciones y no más bien al malestar físico, a la náusea o excitación que puede producir encontrar a tu deliciosa amante felando a alguno de tus vecinos, como si la moral fuera un criterio surgido de conveniencias racionales, y no una serie de nombres que se le adjudican a sensaciones rotundamente instintivas, animales.

Ahora bien, el amante despechado, que ha descubierto a su bella en brazos de otro, no necesariamente actúa como el paquidermo celebrado por Claudio Eliano, sino que, instigado por el temor al ridículo, por las burlas de los siniestros gaznápiros que se regocijan con su pérdida —a quienes aún llama amigos— o apelando a una enorme civilidad, podría despreciar esa conducta ordinaria y desdeñar a aquellos que invierten más de diez minutos de un día en asuntos de esa naturaleza. Y, ciertamente, podríamos por unos momentos creer que dominar calambres de ese tipo nos aleja de la animalidad y nos acerca al ideal del hombre contemporáneo, cuyas pasiones están tan bien filtradas por la razón y al que ya no le es posible albergar sentimientos tan groseros como el odio, la desesperanza o los celos. Empero, la necesidad o preferencia por otro y la contrariedad y el enojo ante su pérdida son emociones que compartimos con otros animales tanto como la indiferencia con que algunos peces —como el rodaballo— actúan después de haber copulado varias veces.

Se acusa de puta a una persona que gusta de meterse en diversas camas y con diversas vergas, pero todavía no alcanzo a apreciar por qué esa conducta se considera una abyección, si el simple deseo callejero por una mujer desconocida puede llevarnos a onanismos interminables. “¡Ché —me comentó muy festivo Bioy Casares una tarde de otoño de 1994—, pero si los hombres y las mujeres queremos lo mismo!”

Como nunca he poseído ningún atributo físico que pueda azuzarme en la conquista de las mujeres que me gustan, celebro a aquellas que sienten ínsito en el alma el deber de seducir o sencillamente irse a la cama con varios de nosotros. (Ha habido noches en que me ha parecido exquisitamente insólito que alguna de esas mujeres acceda a mi concupiscencia —aunque confieso que a veces he llegado a sentir repulsión por la facilidad con que han reptado descaradamente por mi cuerpo.)

La náusea o la desilusión pueden ser signos de un espíritu poco educado. Sin embargo, nótese que la ignorancia o la falta de refinamiento, la necia incomprensión de un mundo que parece resquebrajarse, lejos de ser un atenuante para el sufrimiento con frecuencia lo aumenta hasta la postración, el asesinato o el suicidio. Y acusar al flemático o al indiferente de tibieza y de una emotividad poco elaborada, sería como llagarnos el cuerpo tan sólo porque el masoquista insiste en que, de no hacerlo, nos estamos perdiendo voluptuosas sensaciones frenéticas. Por otra parte, ya se escucha siniestramente: “Simios de emotividad rupestre. Con garrote en mano quieren hacer frente a sus desilusiones amorosas. ¿Por qué les duele que la diosa se haya alejado torvamente con un zurcidor de calcetines? ¿Dónde les duele exactamente?” Aunque algunos lamentos son hermosos, quien se queja de la pérdida de su amante, con sus lloriqueos empequeñece la imagen de la humanidad, tan empobrecida ya por otras miserias cotidianas.
Si yo fuera mujer sería putísima. Los reclamos por haber avecindado entre las piernas cualquier pluma de ganso son ridículos. Reverberan a manoseado amor propio. No se trata de sopesar si la grosera agresión de quien se queja es tan humana o animal como el comportamiento concupiscente y solitario de los rodaballos; tampoco de apoyar un criterio moral que se funda en los deseos reprimidos del populacho; mucho menos de establecer un criterio estético que determine cuánto semen le es dado succionar a Rebequita una madrugada antes de que podamos afirmar que “de plano eso sí ya es de mal gusto”, sino de dar la bienvenida al ánimo que favorece el desprecio por la humanidad y por uno mismo.