domingo, diciembre 07, 2008

meJico lindo

Cada quien tiene su México, como cada quien tiene su Platón, su Biblia o su Leibniz. Pero después de hablar con Poncho no cabe duda de que podemos ver mezclados dos países bien distintos: el que se escribe con x pero se pronuncia con j.

Breve exégesis de nuestros lugares comunes.

Invítame a pecar, invítame y te invito.
Paquita la del Barrio

Sin duda comparto con muchos mejicanos un amor profundo a la tierra del nopal y, al mismo tiempo, una aberración inconmensurable contra sus costumbres y proezas. Me explico: frases como “si no podemos cambiar de país, por lo menos cambiemos de tema”, o bien, “…es que esto sólo podía pasar en Méjico”, salpican las conversaciones con una cara de indignada aceptación. Pero ¿qué hay en el subsuelo de este Méjico Lindo que verdaderamente me remueve las entrañas? Se me ha pedido una suerte de análisis fenomenológico de nuestros lugares comunes más transitados, un esfuerzo desmitificador de los estereotipos que nos dieron el corpus existencial gracias al cual metemos la pata cada día. Luego de ya casi diez años de exilio elegido, no me ha quedado más remedio que aceptar.

El malinchismo. Es completamente falso que el mejicano prefiera siempre y en todo momento los productos que llegan del exterior; en muchas regiones aún persiste la pasión por las tortillas —aunque el maíz provenga de Estados Unidos. No se prefiere lo extranjero per se, es que no queda más remedio. Habiendo asumido un rol de periferia, todavía nos preguntamos si pertenecemos a occidente. Y la pregunta es legítima. Entre la lujuria del prójimo, el desprecio a lo autóctono y la admiración por lo extranjero (del norte) nos perdemos en consideraciones contradictorias que con frecuencia producen vergüenza. Decir abiertamente que sí, que a uno también le gustan los huaraches puede resultar todo un acto liberador. Póngalo en práctica, le hará mucho bien.

La buena educación. Méjico es el país del mandeusté. Diminutivos, afectadas gracias y porfavores ladinos se confunden con una educación de elite. Pero no hay que confundir educación y amaestramiento. La cultura de la sumisión, propia de un país conquistado e históricamente ultrajado hasta por sus propios líderes se expresa a través de un trato melifluo y, por que no decirlo, Cortés. Efectivamente, la cortesía vale como moneda de cambio en las situaciones de una realidad bastante escarpada. Pero esta suavidad de trato también revela a la bestia salvaje y apasionada que reventaría la cara del taxista si no pide disculpas quince veces por no traer cambio. Todos sabemos exactamente qué pasaría si se nos ocurre dejar de pedir las cosas por favor. Pero la educación no tiene mucho que ver con esta domesticación: ¡Mirad a los niños! ¡Observad los cuidados de las madres! ¡Apreciad en qué consiste la diversión de los adultos! Barbarie, gritos, sombrerazos, excesos. Y después silencio, un silencio sombrío y avergonzado. Disculpas y porfavores se revelan como el ritual de una sensibilidad que no distingue límites entre lo sutil y lo grotesco. Eso sí, el mejicano es amable, hasta que te das cuenta de lo que te va a pedir. Estamos adiestrados para la sumisión; el dependiente te saluda no con un “qué se le ofrece”, sino con un “en qué le puedo servir”. Pero la costumbre de tragar sin discriminación también causa malestar. Por eso, el mejicano entre la masa, desde el anonimato, es verdaderamente peligroso, pues conserva en sus entrañas la violencia y el resentimiento de una humillación antigua, genealógica.

La unión familiar. Una tradición conocida: los abuelos o los padres tienen un terreno que se va reedificando generación tras generación hasta que las diversas progenies cohabitan en una promiscuidad cuya sordidez pocas veces sale a la luz. Si no se tiene la suerte la suerte de un terreno familiar con frecuencia entre varios arreglan un alquiler con los mismos resultados de higiene. Y vienen hijos y niños y niñas de doce o trece años aprenden que el sexo es para darle gusto a sus parientes. La suerte y mi ánimo baudeleriano me llevaron a vivir en los últimos años del siglo pasado a una ilustre vecindad del sur de la Ciudad de Méjico. Muchas fueron las cosas extrañas que pude observar y que me llevaron a tener la opinión de Buñuel o de Chesterton sobre el desarrollo de la civilización en condiciones extremas: que hay, a pesar de todo, civilización, un entramado de justificaciones, mentiras, supuestos, discursos, creencias baldías, necesidades jamás cubiertas… Creo que Rosa tenía trece años cuando tocó a mi puerta aquella tarde, temblando. Yo estaba a punto de salir, y me preparaba fumando un cigarrillo de mi cosecha especial. Supe que era ella —de vez en cuando le ayudaba a hacer la tarea— y me avergonzó el aroma que, bruma espesa, no salía de casa ni con todas las ventanas abiertas. Pero Rosa insistía, y, como de cualquier manera tenía que salir, abrí la puerta. Temblaba con un sollozo y una agitación que parecían mentirosos. Su palidez habitual me confundió y pensé que estaba bromeando. Me pidió quedarse en casa porque su cuñado la había forzado esa misma tarde. ¡Cómo va a ser! ¿Y por qué no le dices a tu madre? No le dijo porque la señora los había pescado en coito profundo y la llamó puta y la acusó de seducir ni más ni menos que al inocente esposo de su hermana. Lo que pasó después siempre me ha resultado extraordinario. No pasó, señoras y amiguitos, absolutamente nada. La familia se une, eso sí, en complicidad abusiva y delirante, de la misma manera que la televisión une y preside las cenas y comidas, los días de la madre, los fines de año, los fines de semana. Y la evasión y el disimulo cohesionan la familia. Es fascinante.

La religión. No cabe duda de que frente a nuestra extravagante cultura de los detritos, la religión ha colaborado a hacer al pueblo mejicano más pulcro y responsable. Permítaseme que hable de mi Ciudad como centro y universo por unos instantes, aunque tal vez mis palabras no reflejen la realidad de otros lugares. En los años que siguieron a la finalización de los Ejes Viales, contribución estética inestimable que eliminó las plazas, el gusto por el paseo y volvió invisible al peatón, había botes de basura en cada esquina. Pero fueron desapareciendo poco a poco porque algunas personas con urgencias domésticas especiales se tomaron la molestia de arrancarlos de la vía pública y llevarlos a sus casas. Sin embargo, no desapareció con ellos la costumbre de arrojar en las mismas esquinas los detritos hasta configurar extravagantes orografías a la espera incierta del camión de la basura. La tradición de arrojar la basura en las esquinas de la Ciudad se extendió. Eran las noches el momento propicio para alimentar las colinas de basura, de tal manera que a la mañana siguiente el mobiliario urbano se veía transformado de manera dramática. Es imposible aburrirse en la Ciudad de Méjico. Las ratas y los perros callejeros contribuían a dispersar los deshechos y a crear, como hacen los niños de otras latitudes con la nieve, figuras inconcebibles, portentosas. Pero algún devoto tuvo suficiente ingenio para comprender que si en la misma esquina que tradicionalmente servía de basurero ocurría un milagro, todo cambiaría. Iluminada con luces de feria y adornada con flores, la Virgencita de Guadalupe ha hecho resurgir el espíritu religioso del mejicano que diligentemente colabora para mantener impecable la imagen y su entorno. De esta suerte, el milagro se ha venido multiplicando, y podemos encontrar en numerosísimas esquinas un estandarte que recuerda aquel que usara Don Miguel Hidalgo para proclamar nuestra Independencia.

La moralina. Se dice que el pueblo mejicano es mojigato, conservador y machista. ¡Cómo argumentar en contra de estos lugares comunes, si refulgen cada día con luz propia! Es verdad que el mejicano es moralino, pero eso no ilumina demasiado el panorama, pues su moralina es bastante compleja. Otros dicen que se trata de una doble moral: se dice una cosa y se hace otra. Pero eso es como pensar que el mejicano es hipócrita, y, yo, personalmente no lo creo. El mejicano es cobarde y quiere gustar, quedar bien con todos, y hace un esfuerzo grande por morderse la lengua, pero no es hipócrita, es congruente con su entorno y con su cultura, al grado de que cuando ve la ocasión y siente la confianza, normalmente dice abiertamente lo que siente. Yo no creo que haya una doble moral; pienso más bien que se suponen unos preceptos ideales y después, como Cantinflas, se hace humanamente lo posible para seguirlos —que es bien poco. Todos sabemos que se exige con rigor un estilo de vida imposible de seguir, y, por eso, todos conocemos también los escondrijos e intersticios para evitarlo. Además, si hubiera una doble moral no se explicaría la culpa, y el control y dominio se basan en el miedo al qué dirán y en la culpa. El mejicano no es un sinvergüenza, hace las cosas más vergonzosas y luego lo lamenta. Este continuado acto de contrición habla de la elevada calidad moral de nuestro pueblo.

La fiesta. Las fiestas mejicanas rara vez son alegres a pesar del baile, la lujuria y las carcajadas; siempre subyace una oscuridad inaprensible, una melancolía que no desaparece. El alcohol (y cada vez más otro tipo de sustancias) contribuye a la catarsis. Pero si estuviéramos contentos, verdaderamente alegres, no haría falta ninguna catarsis, porque cada día trascurriría con la tranquilidad y el bienestar de quien sabe lo que quiere y lo lleva a acabo. Pero esto es muy complicado en Méjico. Las perspectivas de futuro son escasas y es muy difícil construir sobre un terreno tan frágil, así que sobrevienen la frustración y la desidia. Entonces normalizamos la bacanal del fin de semana, las escapaditas y las canitas al aire. Es elocuente cómo han proliferado las diversiones escabrosas bajo la idea de una supuesta liberación. Pero ¿de qué queremos liberarnos? ¿De nosotros mismos?

La generosidad. Exagerar las virtudes también es un defecto, enseñaba nuestro querido mentor el Doctor Gastón Murillo: mucho amor al prójimo lleva a la concupiscencia, demasiada honradez a pasar por pasguatos, un exceso de caridad a ser irresponsables… Y no cabe duda de que entre las virtudes más arraigadas del mejicano encontramos un afán de dar, de obsequiar, de entregar sin tregua ni límite. Ahí tienes al escritorcillo obligándote a cargar sus cuatro libros ilegibles en plena fiesta, recomendándote mucho que no dejes capítulo sin leer; al marchante que te embute sin preguntar un insípido trozo de queso Oaxaca en el mercadillo; a tu amiga Mariana que te repite cien veces que no hay problema, que de verdad te puedes quedar a dormir. Y no es de extrañar que esta costumbre haya traspasado a las altas esferas de la política y los asuntos exteriores. Nunca las des antes de que te las pidan, escribía en otros términos y para otros propósitos José Ortega y Gasset, si toca darlas, pues nada, pero no sin que las pidan. Sordos al consejo del filósofo conservador, en mejicano, gustoso, parece urgido por deshacerse de todo lo que tiene. Y si no quiere, entonces pasa por avaro y egoísta. Marx suponía que la entrada del capital deslavaría las morales estrechas y produciría un progreso en las costumbres. Hoy sabemos que en parte se cumplieron sus profecías, pero a la manera del que le crecen los enanos. Entregarlo todo y tomar sin pedir a veces es la misma cosa, y una vez perdido el norte, sólo queda refugiarse entre la turba.

Las letras. En general, el pueblo mejicano es un pueblo infantil que carece de perspectiva y de memoria. Y para perpetuar el aniñamiento de nuestra mentalidad, las escasas veces que en la historia contemporánea han surgido pensadores que hubieran podido incidir en la transformación de nuestras costumbres, han terminado, a pesar de sus críticas, acomodándose en el seno del estado-gobierno. Y es que hay mucha confusión. En otros países los escritores no poseen esa aura de estrella inalcanzable y romántica que gusta tanto en Méjico. En otros lugares un poeta, es simplemente como un saxofonista, como un pintor, como un cantante, un artista con la capacidad de un discurso estético bien articulado. Pero en Méjico, país de analfabetas e ignorantes a los que hay que ilustrar, quien sugiere que posee la episteme, el logos, se ubica tres o cuatro escalones por encima. Y de ahí nuestra cultura de reyecillos y cortesanos. País clasista de base, cuyo racismo deudor de los años más crueles de la conquista española no se ha disipado nunca, desarrolló un eficaz entramado de exclusionismo letrado. No cabe duda de que Méjico sigue siendo un país de castas.

El patriotismo. Una de las cosas más bochornosas en mis largos años de exilio ha sido encontrarme con mexicanos de todas latitudes. Casi todos añoran la patria que no está, las costumbres perdidas, la comida. Mejicanos que no toleran, aquí, desde la lejanía, ninguna crítica, ningún comentario que ponga en conflicto las costumbres arraigadas, ninguna mordacidad. ¡Qué grande es México, con sus ríos, sus playas, la sierra, sus maras, sus enromes contrastes, los niños de la calle, sus gobernantes corruptos, sus opositores ineptos, sus sagaces narcotraficantes…! Pero después de tantos años de proscripción yo ya no sé lo que quiere decir ser mexicano fuera de una circunstancia administrativa que yo no elegí. La gente me sigue preguntando que idioma se habla en Méjico, pero no por ignorancia, sino porque no entienden por qué hablamos español y no mejor zapoteco o náhuatl: en Austria se habla alemán, me dicen, pero también estirio, y otras tantas lenguas; en Francia, bretón, alsaciano, euskera… Y sigue la lista. No sé lo que significa ser mexicano, sólo puedo decir que salí de mi país como si se tratara de un incendio, que cada vez que he ido a Méjico he lamentado muchísimo no poder marcharme más pronto de lo que había planeado. No cabe duda de que contribuyen elementos psicológicos, familiares, y lo que ustedes digan, pero desde que me fui he hecho un esfuerzo muy grande por acostumbrarme a este sentimiento sin herir a los que no pueden soportarlo. Sí, el mejicano es patriota y malinchista, moralino y libertino, ignorante y educado, romántico y cursi, inconsecuente, cruel, incontinente, silencioso y locuaz ¡y todo al mismo tiempo y bajo las mismas circunstancias!

En París, a Martín Luís Guzmán le preguntaban qué parte de Méjico le gustaba más. El Puerto de Veracruz, respondía sin dilación. ¿Y por qué, Monsieur Guzmán? Porque de ahí se sale, señores, bromeaba.