miércoles, octubre 17, 2007

Wien

Siete treinta y cinco de la mañana. Un cielo adolorido de nubes que vertiginosas se desgarran. Buscaba tus ojos en los muros, las calles impecables de ti, las ruedas de los coches. Buscaba tu vaivén engreído y poderoso en los pasos de cebra; me asomé a las ventanas, entreabrí portales malagradecidos, escruté las oficinas donde la gente de idéntico semblante se cruza civilizada y autómata. Sin simpatía. Sin amor. Y fui a ese bar del que una vez me hablaste, y no bebí, pero escuche tu risa: Scheisse! Pudiste estar ahí arqueando las cejas, preocupada por el cigarrillo que no disfrutas, escuchando gente que no tiene nada que decirte, y pensando, inevitablemente, que estarías mejor en otra parte.
Y sentí que esta ciudad tampoco es para ti. Y supe que este no era mi camino y que los dioses —sí los hay— no habían querido abandonarme en medio de estas aceras, de estas calles tan perfectamente pavimentadas. Pero reconozco que Viena es un lugar luminoso, que mis gritos y mis pantalones viejos desentonan (bastante) con el beige de las paredes, con los coches y las señoritas que caminan aprisa. Y sentí que mi pobreza es un alarde, una burla, una falta de cortesía. Te busqué con insistencia en cierta calle, a cierta hora, y no te vi; creo que te confundí con el paisaje.
Visité a los Grandes Maestros, sin placer, sin tedio. No voy a negar el cosquilleo estomacal que me produjo el perfil de una azafata; tampoco el rubor de no entender tu idioma. Dormí poco, comí mal. Caminé demasiado. Té negro, aceite de calabaza, ajo, ensalada, comino.
En estos momentos que estoy a punto de marcharme, y que sé que no te encontré, que no me viste aunque nuestros cuerpos hubieran chocado entre la turba, estoy contento, agradecido de que la vida no hubiera cambiado nuestros rumbos.

lunes, octubre 15, 2007

Un viaje

Lessingsrasse

Paseo en bicicleta por la rivera del Spree. Caen unas gotas minúsculas que son más brisa que lluvia. Atravieso el camino de piedra y silencio. Frente a mí una pareja avanza con el ritmo de los antiguos bailes de salón, como una balsa que se esfuerza en romper las olas. Tal vez pudiera adivinarse una sonrisa cómplice, tal vez podría inferirse el amor, las noches de genitalidad y alegre tortura en los breves, casi invisibles momentos que cruzan la mirada. No hablan. No se toman de la mano. Respetan su espacio vital de metro y medio de diámetro. Es muy temprano. Es julio. Pero el cielo parece una rata que suda y se sacude. Cada uno con su paraguas contra el cielo: bóveda, cápsula, carpa protectora. Y avanzan con el rostro tranquilo, sin prisa, sin pasión, elegantemente, asépticamente.

***

Papel alle.
No hay ruido. No hay música. No hay carcajadas ni besos ni gritos. En los coches un autómata solitario sujeta el volante. Los peatones, atados a sí mismos, fijan la mirada en los rostros que se cruzan, sin preocupación, sin interés hormonal o antropológico (una mirada limpia, desnuda, fugaz).

Mi bicicleta salpica a los paseantes. ¿Se habrán dado cuenta?

***

Episodios de rabia contenida
Mi bicicleta carece de timbre, lo que me ha orillado a emitir un agudo silbido cada vez que lo he creído conveniente. Sin embargo, nadie ha parecido percatarse de mis avisos de peligro (comenzaré a frenar de golpe: las llantas de la bici rechinan de una forma insoportable). Ahí estaba yo, chiflando por la Karl-Marx Alle a una familia cuya inocente determinación parecía asentarse en la acera. Disminuí la velocidad y aumenté el vago sonido de mi boca. Vislumbré una brecha e intenté la escapada. Pero justo en esos momentos, la pequeña, que había permanecido en una especie de trance anclada al pavimento, dio un paso en falso. ¡Scheisse! Rocé ligeramente a la nena (que ni siquiera se inmutó), y apreté el freno.

Este suceso insignificante se vio seguido por una avalancha de pasmarotas, injurias —imagino— y gritos proferidos por el buen marido que de súbito se transformó en bestia. Increíblemente yo estaba tranquilo, y, al ver esa mandíbula desencajada, esos ojos saltones, las venas en el cuello, pensé: "¿De verdad te vas a atrever a pegarme?" Cuanto más se me acercaba, inexplicablemente me sentía más tranquilo. Que levantara el puño y fuera sujetado por un chaval rubio y altísimo fue la misma cosa. Pero el monstruo, que seguía gritando cosas que nunca sabré, consiguió zafarse y vino a la carga de nuevo.

La escena era curiosa, porque estábamos al pie de una terraza, de la que nos separaban únicamente tres o cuatro maceteros. Yo me encontraba entre la bicicleta y las matas. Ahora pensé: “Basta con que suelte el primer golpe y toda esta historia va a cambiar”. (Se llama Opinel, mide 8 centímetros y habitaba mi bolsillo junto a un diapasón.) Me disculpé en francés, en inglés, en español y en ruso (ruso no hablo, pero sé pedir disculpas por cierta historia que me ocurrió en Chicago). Io non parlo l’Almand —dije—, escusi, signiori. Y en ese momento, en el que ya podía oler la transpiración de mi adversario y hurgaba en el bolsillo buscando la Opinel, un turco o paquistaní o indio que emergió detrás de un árbol, le gritó unos fonemas que le redujeron la talla. Luego me tomó del hombro y me invitó a que me marchara con un inglés británico de elegante pronunciación.

En Friedrischstrasse.
Si me pagan por ello les prometo que no volvería a realizar mis labores cotidianas y me quedaría aquí, entre la turba, admirando el espectáculo que incesantemente se repite, siempre distinto como los paisajes del calidoscopio. La vocación de flâneur, de paseante-mirón se me ha agudizado en mis años de exilio.

Yo diría que la ciudad es silenciosa pero no tranquila. No parece haber ninguna preocupación que justifique el ceño fruncido, y tal vez por eso la gente (a diferencia de Madrid) las gentes no lo fruncen. De hecho no parece haber ninguna preocupación, y el culto a la queja, tan arraigado en nuestros hábitos hispanos, parece no tener lugar: las personas no muestran sus debilidades, se ocupan en seguir el rumbo de las costumbres civiles, y parecen confortados al ver que los niños y los extranjeros les imitan; no muestran sus estados de ánimo y parecen sintonizarse en una frecuencia de ecuanimidad despierta, abierta. Pero basta que el orden, tan frágil, se trastoque, y no son capaces de tolerarlo. Parecen tener tan clara la diferencia entre las cosas que se deben hacer que les causa temor hacer algo indebido.

Un hombre atraviesa la calle con su perro (uno de esos que en México llamamos boxer). A punto de alcanzar la acera el perro se detiene a olfatear el asfalto. El hombre no presta importancia a la bestia y sigue su marcha, pero cuando llega a la esquina advierte que el animal se ha relegado. En vez de llamarlo, lo espera pacientemente [hay mucho silencio y poca expresividad gestual en todo esto]. El perro no viene, el rastro lo desvía unos instantes. Pero los perros son bestias dependientes, así que, apenas advirtió la ausencia del amo fue en su búsqueda. Los coches se acercaban y el semáforo había cambiado las luces. Un despreocupado lanzó el automóvil contra el animal, que salvó el pellejo de un salto. El hombre explotó. ¿Dónde estaba la serenidad y la paciencia? ¿Dónde el buen ánimo? Estalló de forma grotesca, era como si una rabia antigua se diera a la fuga, desinflando su pecho, manchando la avenida.

En un café de la Griefwalderstrasse
De desayuno, un café y un bollo de azúcar y trocitos re rubarbo. No hablo alemán y me aprovecho de la condescendencia de la dependienta. Señalo el bollo y me devuelve con señas, como si fuéramos mudos, sus amabilidades. NO, el bollo no es para llevar, al fin me entiende y me extiende el café. Ya en la esquina, junto a una pecera sin peces y una vietnamita que duerme con la boca abierta, observo a la los comensales. Tranquilidad. Alegría. Tabaco. Son las 8:20 de la mañana.

Un hombre entra con su hija en los hombros (como un tótem de dos cabezas) seguido por una carriola y su mujer. Pide un café para llevar. Parecen tener prisa y buen humor. Nadie, ni siquiera la dependienta ha visto a una anciano que exige un chocolate caliente. Canapés de huevo, salami, ensalada; vasos de leche, más café; bollería y sonrisas. El anciano aferra su chocolate caliente como los niños de pecho sus sonajas. Quiere volver a su sitio. El tótem ya se retira, y en busca de equilibrio da un paso hacia atrás. Ni con las dos cabezas pudo ver al viejo a quien inevitablemente se le derrama la bebida en las manos.

Fútiles, pequeños, insignificantes situaciones que en Madrid, por ejemplo, habrían terminado con un amable “no pasa nada”, desatan, sin embargo, una furia extraña y ridícula, subrepticia, aguijoneada. La molestia del viejo se justifica, como la prisa del que llega tarde. Pero ni los insultos ni las pasmarotas ni las quejas cambian el devenir irremediable.

Potsdam
Las esfinges de la plaza Otto me causaron desde la primera vez que la vi, revestidas de niebla, una excitación incomprensible. Musculosas hembras de pechos macizos, muslos de bestia, rostro de inocencia. Apunta cada mirada como flecha al norte, al sur, resguardando fieramente su sexo entre las patas felinas. Sonríen como brujas, carnívoras, caníbales.

Quisiera ser devorado entre sus garras pétreas, saborear su lengua de sangre y abrazarsu pecho agitado y abrasarme en el placer de verme extinto en su belleza.

Hoy no hay niebla. Hoy un cielo gris y obreros que se afanan en retocar el pasado.