lunes, julio 31, 2006

Hannover (Hangover)

Ya desde el avión que me llevaría a Ámsterdam adiviné que este viaje se convertiría en una aventura. Emparedado entre María Teresa, enfermera alegre y de conversación fluida e impactante, y un joven filipino, cuya obesidad le impedía desplegar la mesita, pasé las primeras dos horas. La chica se extendía sin pudor en los detalles macabros de su profesión (también era veterinaria), y hacía comparaciones exquisitas entre los animales y los humanos, mientras sus palabras eran decoradas y fundamentadas con los bufidos del obeso que no dejaba de gruñir a la azafata y que señalando reiteradamente su abdomen se negó a moverse para que yo pudiera alcanzar el baño.

A Holanda llegamos con algún retraso, poco significativo si no hubiera sido porque mi conexión a Hannover debía realizarse con la mayor celeridad. Apenas tuve tiempo de ir al servicio (donde noté con simpatía que los mingitorios del aeropuerto siguen teniendo una mosca dibujada en el fondo, como invitando a afinar la puntería), y despedirme afectuosamente de mi acompañante de vuelo.

El trayecto a Hannover resultó parecido a un viaje en la montaña rusa. La avioneta, de cuatro hélices, se debatía con las nubes, y a la hora del aterrizaje no faltó quien levantara las manos como si descendiera de un tobogam.

Algo tienen las ciudades alemanas que resultan familiares, quiero decir, agradables y sencillas; da la impresión de que te estaban esperando y que las cosas se han configurado con el fin de que las habites lo más cómodamente posible. Tal vez el único contratiempo fue mi escasa pericia en el manejo de las máquinas expendedoras de billetes, cuya lógica me rebasa: la hoja de instrucciones en los tres idiomas que puedo leer y comprender me resultó ininteligible, así que mientras trataba de hablarle a la máquina con voz seductora con la esperanza de que se volviera más flexible, perdí el tren. Finalmente adquirí el billete más barato (que de chiripa resultó ser el correcto) y, media hora más tarde, ya estaba camino a Hannover Hauptbahnhof. Afuera de la estación, en una plaza que lleva su nombre, una gallarda escultura de Ernst August montando un caballo igualmente soberbio, el Duque que se encargó de bloquear los trabajos intelectuales de Leibniz, señala amenazante el centro de la ciudad.

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Me detuve unos momentos para mirar su efigie. Pensé en las horas que Leibniz tuvo que dilapidar escribiendo la historia de su estirpe, en las innumerables veces que le pidió más tiempo, ayudantes, dinero…, sin respuesta. He visto en Postdam los enormes —en todo sentido— volúmenes que Leibniz dedicó a la historia de la Casa de los Guelfs. Horas incalculables de trabajo, viajes por toda Europa en una época donde para llegar a París desde Hannover tardabas seis semanas.

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Instintivamente me encaminé hacia el Hotel Orient, que había reservado por Internet y que se sitúa en la Odeonstrasse, muy cerca de la estación principal y al lado del centro. La calle Odeón, eso lo supe después, es famosa a causa de una discoteca dedicada al desenfreno y un bar algo lúgubre que no cierra nunca. Arribé al Hotel Orient sobre las cuatro de la tarde, un lugar limpio y agradable, decorado a lo turco, de aire decadente y mágico al mismo tiempo —escenografía ideal para filmar una película de época. La habitación era cómoda y sencilla con ducha y retrete, cosa difícil de encontrar en estas zonas por un precio tan bajo.

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Dejé mi equipaje, me refresqué la cara y la espalda (hacía un calor veracruzano), y me dirigí a la Universidad. El VIII Internationaler Leibniz-Kongress había comenzado ya. En el recibidor del edificio principal me encontré a la Profesora Roldán, que me dio la bienvenida con efusividad, y me llevó a la mesa de registro. Recibí el gafete, las publicaciones, la inapreciable bolsa Leibniz (esta vez de color azul marino) de manos de una chica que tenía los brazos y las piernas cubiertos de tatuajes que representaban con inquietante realismo arañas, cucarachas, hormigas, lagartijas… Enseguida encontré viejos leibnizianos conocidos, y entre bromas monadológicas que sólo a los leibnizianos nos mueven a la risa pasamos una tarde sudorosa y divertida. Las horas de sol que le restaban al día (oscurece sobre las diez y media), me dediqué a caminar sin rumbo por el centro, entretenido con pequeños hallazgos: el rostro de Neptuno en las profundidades del río, Hanna Arendt convertida en vereda de un parque, gárgolas contemporáneas en las esquinas de alguna biblioteca, las fachadas ahumadas de los edificios que no fueron destruidos en la guerra, ropa tradicional (nunca la había visto), punks antinazis, calles sinuosas, sin coches ni gente, el olor de los dönnerteller y el páprika…

Desperté al día siguiente a las seis y media de la mañana. La delicadeza de los obreros que frente al hotel terminaban la construcción de un edificio, me obsequió la posibilidad de presenciar el movimiento de la ciudad cuando despierta. Desayuné en un café cercano un bocadillo de queso y vegetales y un cafe mit milch. Di un paseo por el cementerio judío y volví a la universidad. Por la mañana un par de conferencias sobre la corporeidad de las sustancias y el llamado vinculum substantiale. Tomé un descanso, y, mientras cavilaba si Leibniz verdaderamente creía en la unión metafísica del Cristo con la Hostia, asunto dudoso, porque era protestante, y miraba las hermosas ediciones de George Olms, sin darme cuenta comencé a charlar con la señorita Winter, editora afable encargada de la línea jurídica de Olms, que se movía con un francés impecable. A través de ella tuve acceso a un universo más local, ya que esa tarde y la siguiente tuvo la gentileza de mostrarme ciertos recovecos de la ciudad invisibles para un viajero sin conocidos ni tiempo.

Por la noche cené con algunos colegas latinoamericanos. Fue curiosa esa velada, porque sin que ninguna de las ocho personas que estábamos sentadas en la terraza pudiera percatarse, desvalijaron a un profesor argentino. Desplumado frente a nuestros ojos sin que nadie hubiera sido capaz de darse cuenta. De regreso me separé del grupo porque a la mañana siguiente daría mi conferencia y me apetecía la soledad en la ciudad donde Leibniz había invertido tanto esfuerzo. Así que caminando al buen tuntún entre callejones y luminosos almacenes, desemboqué a una plaza en cuyo centro había una kiosco con un hombre en una especie de jaula. Pero lo que me llamó la atención fue el edificio que se encontraba justo detrás. Nunca lo había visto, pero lo supe de inmediato: la casa de Leibniz. Luego de quedarme un buen rato recorriendo la fachada, rica en relieves y figuras míticas, regresé al hotel pleno de buenas sensaciones.

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Nuevamente los obreros de enfrente tuvieron a bien despertarme muy temprano, y repetí el ritual del café con leche y el bocadillo de queso de cabra mientras releía mi conferencia: Harmonic Dissonances, páginas dedicadas a las tensiones que surgen entre la armonía universal, preestablecida, y la mónada sans fenêtres, enfermé, aislada, donde me valía de ejemplos musicales y de una analogía entre las notas y las mónadas, al fin y al cabo, puntos metafísicos.

Sucedió que el orador que me antecedía faltó al congreso y me tocó hablar antes de lo previsto, asunto algo engorroso porque algunas personas que querían asistir a mi conferencia llegaron tarde, es decir, a tiempo, nada más que yo había comenzado veinte minutos antes. Sin embargo, el salón, que tenía unas dimensiones exageradas, casi se llenó. Entre los asistentes pude reconocer a Daniel Garber, Gregory Brown, Concha Roldán, Pauline Phemister y Mark Kulstand, que presidía la mesa. Leí el texto despacio, y tropecé un par de veces con las palabras domingueras con las que suelo caracterizar la monadología, pero terminé a tiempo. En la ronda de preguntas hubo dardos afilados, y planteamientos capciosos. Tuve la suerte, sin embargo, de que la tarde anterior, a la hora de la comida, la joven y erudita profesora Jeanne Roland me pidió que le contara algo sobre mi conferencia. Se detuvo en algunos puntos escarpados de mi interpretación y traté de resolverlos a bote pronto recurriendo a la música, de donde, de hecho, Leibniz extrae el concepto de Armonía. No la convencí, hay que decirlo, porque, entre otras cosas, no tuvimos tiempo de terminar la conversación. Así que conecté las preguntas con aquella respuesta improvisada que no pudo ser más propicia. Se oyeron los nudillos sobre la madera y nos fuimos a tomar un café.

Por la tarde, Siemens pagaba la cena, manjares insólitos iban y venían, champaña, tintos, blancos, rosados, agua con gas, zumos. Y cayó un diluvio como el telón del teatro, llevándose el calor y sellando entre risas el final de un viaje fabuloso.

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domingo, julio 23, 2006

Paisajes

Regreso de un largo paseo nocturno (¿dos, tres de la madrugada?) pensando en los párrafos que interrumpí por la tarde, cretinizado, exhausto a causa del calor. Pienso en el estudio con cierta sensación de culpabilidad donde me esperan la máquina encendida, los apuntes que garabateé con un lápiz sin punta, una jarra de agua. A pesar del café y de mis buenas intenciones fui derrotado sobre las cinco de la tarde. Esa derrota me punza en las sienes, y, como suele sucederme, una ansiedad conocida no me deja ni parpadear, enfocando con un ligero ardor en los ojos las imágenes [visiones] que pienso concluir antes de que amanezca.

En la entrada, me quito los zapatos y los calcetines (en casa, descalzo, herencia oriental que no discuto). Me refresco la cara y los brazos, el cuello, la nuca. Atravieso el salón con un aplomo que ya comenzaba a crecer en el cuarto de baño, y cambio la ropa de calle por el mono de trabajo. Estoy listo. Me apresuro al estudio. Había dejado la puerta del balcón abierta, y, antes de prender la lámpara, me quedo mirando los papeles que están regados por el suelo. Olvidé apresarlos con la piedra de Rosental que uso como pisapapeles. La luz de la lámpara da de lleno en la mesa, pero los libreros y las paredes se quedan en penumbra (la habitación no es pequeña, la mesa está en el centro). Me siento incómodo. Es irracional, pero siento que no estoy solo, que alguien me acecha. Súbitamente inmóvil, haciendo equilibrio con los brazos abiertos, observo el estudio: mis ojos recorren los muros y los libros, los botes de lápices y plumas, las hojas de las plantas. El aire tibio que entra por el balcón mece los apuntes que aún siguen en la mesa. Algo rasca el techo. Desvío la mirada sin prisa, como se prepara uno para las malas noticias. Un enorme grillo —enorme, no sabía que los hubiera de ese tamaño—, un hermoso grillo verde esmeralda camina, contumaz, alrededor de la escayola donde nace la lámpara.

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La irrupción de lo extraño en un escenario cuya escenografía es tan conocida se percibe de inmediato, aunque no se tenga claro de qué se trata. De la misma manera, pienso, pueden adivinarse la infidelidad, el desamor, los cambios de planes. Encuentra uno que hay algo en el paisaje que perturba, que de acuerdo al hábito y la estética, no debería estar ahí. ¿Demasiada risa? ¿Dedos que se estrujan? ¿Pasmo? No se sabe qué es, pero hay algo que no encaja, como dicen los maestros de dibujo, que no se ajusta a la percepción que se tiene del pasado.

Sin previo aviso, los tramoyistas cambian la disposición de la utilería, la canción comienza antes de lo esperado, el reflector te abandona en tu mejor parlamento, el teatro está vacío. La realidad se obstina en no concordar con la costumbre, tan anquilosada, que apenas ahora descubres que no se trataba de una ley natural: lanzas la bolita, pero en vez de rebotar contra pared, se queda en el aire, flecha de Zenón, o se aleja indiferente hacia los vestuarios.

El azoro y la incomodidad están muy cerca, tanto, que con frecuencia no podría distinguirlos. Sí, sin duda el ideal sería una apertura al cosmos como proponen los taoístas, pero —también para eso— soy incapaz: Un camello, cargado de bultos, después de una jornada sin alimentos ni descanso, flaquea en medio del glaciar. Imagen imposible y facilona, pero veraz. La armonía del paisaje es disonante. La disonancia, que en principio es ruido, se resuelve [disuelve] en la totalidad de la pieza creando atmósferas, apoyando las melodías. Pero si uno se ha perdido de algo no lo entiende, sólo ve una mancha, oye un ruido. La disonancia adquiere sentido a través de la memoria, gracias a la imaginación.

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Se trataba de un ademán, de una inflexión en la voz al tocar ese tema, de un arqueo de cejas absolutamente invisible, pero estentóreamente elocuente. No podemos olvidar que en las ciudades ya no hay paisajes naturales, quiero decir, donde no haya intervenido nuestra desidia, de los que no seamos cómplices de alguna manera. Estamos rodeados de paisajes azarosos, involuntarios. Surge de ellos, incluso, un esteticismo escarpado que venera el salitre de los puentes, la lasitud de los árboles de la avenida. Así que en ese cuerpo, en la tesitura de la voz se advierte algo conocido y artificial. Un gesto que ya has visto aunque justo en ese rostro no sabrías entresacarlo, separarlo de los otros trazos que lo traman. ¿Qué diablos hace una foca sentada en un vagón del metro? —¡¿Y qué diablos hace yendo a Usera?!

El turista, tomando fotos en algún callejón de Venecia, carece del deseo de mimetizarse con el entorno, su manera de pasar desapercibido es ser un turista. Vamos paseando por Toledo y decimos: ay, cuántos turistas. No decimos: cuántos extranjeros, ni: cuántos desconocidos, fuereños, extraños… El turista, tomando fotos en París, ya es parte del paisaje. Pero la ciudad es hostil para aquellos que llegan guiados por un ánimo diverso. Y aún más hostil si no se sabe exactamente por qué y a qué se vino. En el bar se bebe, se conversa, se liga, se deprime… Pero si vas al bar y no bebes y no hablas, y no sabes por qué se te ocurrió encallar ahí, es como si todo el mundo lo notara —aunque nadie te haya visto. Sin embargo, la figura del contrariado, como la del flâneur, forma parte de la escenografía.

Somos incorporados, aun a nuestro pesar, en la enarmonía del paisaje, pero bajo el ojo discriminatorio que jerarquiza y acomoda las cosas en su sitio. Y es precisamente ese sitio donde acomoda las cosas el ojo discriminatorio lo que no tiene lugar. Somos ese ojo. Voy al Candela y conozco a Irene, profesora de matemáticas cuya mirada incendiaria causaba desconcierto; pero aún más su estado etílico, y para acabar de disuadirte estaban sus hombros encogidos, echados hacia delante. De golpe hermosa, exótica, pero de actitud temerosa y agobiada. Qué distinta Noelia, fisioterapeuta, que te miraba fijamente a los ojos, que no necesitaba sonreír para ser amable y simpática, que sabía hablar y moverse con gracia pero sin afectación. Julio, mi amigo poeta, y yo, tuvimos que transcribir, in situ, nuestras emociones. Pero me estoy desviando del tema.

Paisajes siempre vistos se tornan de pronto inabarcables, insólitos. Un objeto, un rasgo pueden hacer al mundo intolerable. Pero ¿no es esa la queja del racista bien educado que acepta la diversidad pero que, al mismo tiempo, sugiere que los morenitos se encuentran mucho mejor un poco más al sur? En otras palabras, si algo falla en el paisaje, tal vez lo más sano sería preguntarse enseguida si lo que está fuera de lugar no es uno mismo. El panorama es indiferente a nuestras disposiciones espirituales. La incomodidad —como la dicha— es nuestra, si las grietas nos parecen desfavorables, si esas manos amadas se resisten a tocarnos, más bien uno ya se estaba tardando en reconocer que se ha vuelto the black stain on the landscape, como escribía Sir Thomas Browne.

La semana que viene viajo a Hannover. No sé con qué voy a encontrarme, Alemania siempre sorprende. Pero Hannover no es Berlín, donde da la impresión de que todo el mundo puede encontrarse a gusto, en casa —o encontrarse un hogar, aunque la policía me haya detenido en el aeropuerto. Tengo a mi favor que he sido extranjero toda mi vida, incluso en el país en que he nacido, condición ontológica, no meramente una consideración política.

De viaje uno se ve obligado a encarar las cosas como vienen, con la inmediatez de un asalto. Poco tiempo se tiene para preguntarse si el entorno puede disponerse de modos diversos. Es como entrar a una casa ajena, con seguridad uno cambiaría o prescindiría de determinados objetos, pero no va a cometer el agravio de tirar los angelitos de porcelana a la basura, aunque luego los critique. Pero una vez instalado crece la ficción de que la vida no carece de una apaciguadora uniformidad, y uno está dispuesto para lo que venga, no expuesto. Es por eso que si de pronto te editan de la peli, te recortan de la foto, los paisajes cotidianos se vuelven tan ajenos, y no dejas de sentirte como un intruso.

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miércoles, julio 12, 2006

Se van

Para Don Antonio Ortuño, por nuestras coincidencias inversamente desproporcionadas.


Ya no es mágico el mundo, te han dejado...
J.L.B.

Cada vez que una de ellas se va, duele. El estómago revuelto, agitado por una batidora, espasmos debajo del ombligo. Debilidad en los brazos y un hormigueo que se detiene en las palmas, a la altura de los codos. Hombros tensos. Nudo en la garganta. Ojos apretados, pero por detrás, como si tuvieran un torniquete. Inquietud. Una inquietud y una ansiedad inconmensurables. Si fumaras, encenderías cuatro cigarrillos de golpe.

Cada vez que una de ellas se va, duele, y es imposible acostumbrarse a esa impotencia. Ya no importa lo que se diga ni lo que se ha dicho. No quieren seguir contigo y se marchan. Así de fácil. Así de simple. Qué piensas, qué sientes, qué quieres ya no es asunto suyo. Han tomado una decisión, y es como si el universo se escindiera en un estallido. De pronto estás loco si sigues llamando, eres un macarra si sugieres cruzar unas palabras, estás pirado, chaval, si mandas unas flores o una carta o un saludo; cualquier cosa que provenga de ti apesta. De pronto los placeres del sexo, las conversaciones mágicas, las lágrimas compartidas, ese día que no podía desprenderse de tu cuerpo desaparecen: ahora eres un extraño. ¡Peor! Te conviertes, al pronunciar los mismos diálogos que la llevaron al éxtasis, en un acosador, un degenerado.

Y duele. ¿Dónde duele exactamente? ¿Dónde? No sé, pero duele un chingo. El pecho es un fuelle que se traba. Llegan las malas noticias y uno no está seguro de haber escuchado bien —si se tuvo la decencia de hablar y no meramente de huir—, aguza uno el oído y se percata de que se ha quedado sordo: uououououououo… en cada oreja, en estéreo. Lees la nota —si la hubo—, y uno descubre que nunca aprendió lo suficientemente bien su propio idioma, porque, de repente, una frase tan sencilla como: Me largo o Lo siento, pero ya no te quiero…, se tornan incomprensibles, crípticas, enmadejadas, barrocas.

Se van. Y todo parece tan fácil de ese lado. Como cerrar una ventana o una puerta. No, más fácil: esa misma noche ya están con sus amigas en la fiesta, ya están celebrando la ausencia de pasado, el súbito ensanchamiento del porvenir. Qué grises eran los días, ¿verdad? Desde hoy todo en Technicolor. Y, ay de ti si te asomas al bar o a la fiesta: esa mueca, esa mueca que nadie puede describir, esa expresión de agobio que te hunde al averno de la culpa, del qué coñio vine a hacer aquí.

Se van, y lo más divertido es que los amigos ni se lo piensan, a por su sonrisa, su ombligo, su espalda. La has perdido. Nadie te compadecerá. Nadie se preguntará por ti. Tal vez descubras que te has vuelto invisible, que tu voz no se escucha, que el mundo es un espejismo. Vagarás solitario por las calles preguntándote ¿por qué? Obsequiándote una infinidad de razones falsas, pero cada vez más dolorosas. Y hurgarás los bares, las plazas, los cines donde una vez fuiste feliz. Tal vez ocupes la misma butaca que solían, tal vez no puedas evitar sonreír cuando Rafa, el de la tienda, te pregunte por ella.

¿Por qué no te queda claro que se ha ido? ¿Por qué no es tan sencillo para ti? ¿Por qué no giras el rostro a otra parte y sigues con tu vida? Porque esta vez sí la querías, porque verdaderamente pensabas que era Ella, porque llegaste a sentir que al fin se había terminado la búsqueda, la guerra, la espera.

Se van. Así de fácil. Y, sentado en esa silla, te sientes el hombre más solo y más triste del mundo.

martes, julio 11, 2006

Fraude

"Por supuesto que ocurrió un fraude. Ese fraude tiene el nombre de tu familia, de tu religión, de tu modo de existencia, de cada una de tus ostentaciones, ese fraude es cada uno de tus pensamientos. No me salgas con que te hicieron un fraude, electoral o de la que clase que sea, si toda tu vida has participado del fraude, cuando haces trámites o cuando hablas, cuando dices que haces el amor o cuando trabajas, haces fraude toda la vida, así que el fraude del que ahora te quejas no es parte de las noticias, es parte de nuestra historia. El fraude, amigas y amigos, lleva siglos. El fraude no es esporádico, cometido por otros. El fraude ha sido ya, por mucho tiempo, permanente, secreto, tuyo, mío, el fraude somos nosotros, compadritos, comadritas. El fraude del que ahora se habla en las noticias, el llamado escándalo o crisis, no es más que un momento en que el fraude de todas nuestras mentiras muestra la puntita rota del iceberg...

"Los chinos y los mayas decían que cada acto o entidad del universo es el reflejo del universo en este instante, lo cual significa que cada mexicano, alrededor de estas fechas, está compuesto de una mitad de su ser de puro abstencionismo, mientras que la otra mitad está compuesta así: en tu ser se disputan el predominio (con 35.89% y 35.31% respectivamente) "Calderón" (es decir, la enana hipocresía) y "Obrador" (es decir, la paranoia autosaboteadora); el tercer elemento dominante de tu ser está formado por un 22.26% de "Madrazo" (es decir, mezquina corrupción), seguidos por un 2.7% de "Mercado" (es decir, las Buenas Intenciones Inútiles) y 0.96% de "Campa" (el sirviente insignificante). Esperemos que dentro de seis años nos representemos de mejor manera."

Heriberto Yepez

lunes, julio 03, 2006

Te oprimen, te humillan, y encima das las gracias...

Para G.

Se trata de una posición, no una postura:

El sufrimiento no es un valor (en sí mismo). Se acepta porque es irremediable, pero no porque detrás de él se escondan placeres que lo justifiquen. La queja, en la medida que no responda a la exposición de un problema, se vuelve quejumbre, y la quejumbre anquilosada nos hace infelices. Por tanto hay que evitar la queja y la autocompasión. El secreto de la felicidad se encuentra en aceptar que las cosas no son nunca (ni serán) perfectas. Simplemente son así, como se presentan. Si uno se detiene a pensar, son más las cosas que justifican la alegría y el deseo de estar vivos que aquellas que nos hunden en la ciénega. La ciénega, por otra parte, es paisaje de uno mismo, pero se trata de contemplarlo, no de arrojarse en el pantano y luego sufrir porque no se sabe salir.

En general, las peores cosas que pueden ocurrirnos dependen (y dependieron) de nosotros mismos: culpa, ansiedad, miedo, son atractores de la desgracia. La culpa desaparece si uno actúa rectamente, la ansiedad se diluye con el trabajo creativo (y el ejercicio y el sexo), y el miedo se evapora al enfrentar las cosas que tememos.

Estar contentos es más fácil de lo que se cree, pero el Sistema no nos dirije a eso. En la medida que estemos preocupados por los problemas, azacanados en nuestras tonterías, borrachos o drogados (incluyo el tabaco), nuestra energía se drena. Con poca energía tendemos al quietismo y la depresión. Pero la depresión es el estado de ánimo que busca esta Cultura de Consumo; la insatisfacción y la depresión son síntomas de una ambivalencia emocional que se puede superar haciendo simplemente lo que uno quiere.

Por otro lado, comemos más de lo que necesita nuestro cuerpo y padecemos una descompensación entre lo que consumimos y lo que podemos desechar. Esta situación causa angustia. Por eso es preferible evitar los excesos: no es una recomendación Moral, sino fisiológica.

La risa es más seductora que la melancolía. La tristeza roba la enegía a los demás y los aleja. La mayor parte de nuestros problemas son imaginarios, producto de la distorsión de la realidad. Hay que evitar las cosas que nos dañan, y nunca enzarzarse con ellas, dejarlas pasar aferrando lo que más queremos y nos gusta. El Amor es más poderoso que la locura y el mal. Ya cantaba John Lennon: happiness is a warm gun, yeah!

Faulkner escribe: “A través de la historia el hombre ha fomentado y creado circunstancias sobre las que no tiene control. Y lo único que podrá hacer es dar forma a las velas con las que capeará el temporal que él mismo ha provocado. Y recordad: la única cosa que no cambia es la risa. El hombre siembra, y recoge siempre tragedia; pone en la tierra semillas que valora en mucho, que son él mismo, ¿y cuál es su cosecha? Algo acerca de lo cual no ha podido aprender nada, algo que le supera. El hombre sabio es aquel que sabe retirarse del mundo, cualquiera que sea su vocación, y reír. Si tienes dinero, gástalo: ya no tienes dinero. Sólo la risa se renueva a sí misma como la copa de vino de la fábula.”

No son recomendaciones de autoayuda. La depresión, la frustración, la desgana, el sinsentido, la abulia, el quietismo, el desconsuelo, el desdén, la desesperanza son parte de la Escuela de la Dominación. Coerciones psicológicas, autocensuradoras, menguadoras del espíritu.

Y ese gusto no se lo voy a dar al Sistema de Podre y Atorón. ¡Ni madres!

domingo, julio 02, 2006

¿Eh? Lecciones

Desde el punto de vista histórico es importante que la alternancia política se cristalice como una posibilidad en la conciencia de la sociedad civil mexicana (que al parecer sigue en pañales). Tal vez esa es la razón más importante por la que creo que lo más beneficioso para México es que gane el PRD estas elecciones.

Pero desde el punto de vista del marasmo contemporáneo, es tristísimo que no hayamos superado la figura Presidencialista y que en vez de pensar en un Programa político, en la apuesta o el modo de proceder de un determinado partido, sigamos pensando en la magia de un señor AMLO, en la figura de un tal Calderón, en un Madrazo.

Es triste porque revela cierto infantilismo, el deseo de una cabeza de familia, de Alguien que velará por todos, de un Tata que va a traer las soluciones mágicas. No se piensa con esta figura del presidencialismo en que no hay soluciones personales, que los caudillos son leyendas, que sólo la sociedad civil organizada (no la organización partidista) puede incidir de manera más democrática y concreta en la realidad.

En suma, la estructura mental y política de México sigue siendo Piriísta. Este es el verdadero reto a superar.