Hannover (Hangover)
Ya desde el avión que me llevaría a Ámsterdam adiviné que este viaje se convertiría en una aventura. Emparedado entre María Teresa, enfermera alegre y de conversación fluida e impactante, y un joven filipino, cuya obesidad le impedía desplegar la mesita, pasé las primeras dos horas. La chica se extendía sin pudor en los detalles macabros de su profesión (también era veterinaria), y hacía comparaciones exquisitas entre los animales y los humanos, mientras sus palabras eran decoradas y fundamentadas con los bufidos del obeso que no dejaba de gruñir a la azafata y que señalando reiteradamente su abdomen se negó a moverse para que yo pudiera alcanzar el baño.
A Holanda llegamos con algún retraso, poco significativo si no hubiera sido porque mi conexión a Hannover debía realizarse con la mayor celeridad. Apenas tuve tiempo de ir al servicio (donde noté con simpatía que los mingitorios del aeropuerto siguen teniendo una mosca dibujada en el fondo, como invitando a afinar la puntería), y despedirme afectuosamente de mi acompañante de vuelo.
El trayecto a Hannover resultó parecido a un viaje en la montaña rusa. La avioneta, de cuatro hélices, se debatía con las nubes, y a la hora del aterrizaje no faltó quien levantara las manos como si descendiera de un tobogam.
Algo tienen las ciudades alemanas que resultan familiares, quiero decir, agradables y sencillas; da la impresión de que te estaban esperando y que las cosas se han configurado con el fin de que las habites lo más cómodamente posible. Tal vez el único contratiempo fue mi escasa pericia en el manejo de las máquinas expendedoras de billetes, cuya lógica me rebasa: la hoja de instrucciones en los tres idiomas que puedo leer y comprender me resultó ininteligible, así que mientras trataba de hablarle a la máquina con voz seductora con la esperanza de que se volviera más flexible, perdí el tren. Finalmente adquirí el billete más barato (que de chiripa resultó ser el correcto) y, media hora más tarde, ya estaba camino a Hannover Hauptbahnhof. Afuera de la estación, en una plaza que lleva su nombre, una gallarda escultura de Ernst August montando un caballo igualmente soberbio, el Duque que se encargó de bloquear los trabajos intelectuales de Leibniz, señala amenazante el centro de la ciudad.
Me detuve unos momentos para mirar su efigie. Pensé en las horas que Leibniz tuvo que dilapidar escribiendo la historia de su estirpe, en las innumerables veces que le pidió más tiempo, ayudantes, dinero…, sin respuesta. He visto en Postdam los enormes —en todo sentido— volúmenes que Leibniz dedicó a la historia de la Casa de los Guelfs. Horas incalculables de trabajo, viajes por toda Europa en una época donde para llegar a París desde Hannover tardabas seis semanas.
Instintivamente me encaminé hacia el Hotel Orient, que había reservado por Internet y que se sitúa en la Odeonstrasse, muy cerca de la estación principal y al lado del centro. La calle Odeón, eso lo supe después, es famosa a causa de una discoteca dedicada al desenfreno y un bar algo lúgubre que no cierra nunca. Arribé al Hotel Orient sobre las cuatro de la tarde, un lugar limpio y agradable, decorado a lo turco, de aire decadente y mágico al mismo tiempo —escenografía ideal para filmar una película de época. La habitación era cómoda y sencilla con ducha y retrete, cosa difícil de encontrar en estas zonas por un precio tan bajo.
Dejé mi equipaje, me refresqué la cara y la espalda (hacía un calor veracruzano), y me dirigí a la Universidad. El VIII Internationaler Leibniz-Kongress había comenzado ya. En el recibidor del edificio principal me encontré a la Profesora Roldán, que me dio la bienvenida con efusividad, y me llevó a la mesa de registro. Recibí el gafete, las publicaciones, la inapreciable bolsa Leibniz (esta vez de color azul marino) de manos de una chica que tenía los brazos y las piernas cubiertos de tatuajes que representaban con inquietante realismo arañas, cucarachas, hormigas, lagartijas… Enseguida encontré viejos leibnizianos conocidos, y entre bromas monadológicas que sólo a los leibnizianos nos mueven a la risa pasamos una tarde sudorosa y divertida. Las horas de sol que le restaban al día (oscurece sobre las diez y media), me dediqué a caminar sin rumbo por el centro, entretenido con pequeños hallazgos: el rostro de Neptuno en las profundidades del río, Hanna Arendt convertida en vereda de un parque, gárgolas contemporáneas en las esquinas de alguna biblioteca, las fachadas ahumadas de los edificios que no fueron destruidos en la guerra, ropa tradicional (nunca la había visto), punks antinazis, calles sinuosas, sin coches ni gente, el olor de los dönnerteller y el páprika…
Desperté al día siguiente a las seis y media de la mañana. La delicadeza de los obreros que frente al hotel terminaban la construcción de un edificio, me obsequió la posibilidad de presenciar el movimiento de la ciudad cuando despierta. Desayuné en un café cercano un bocadillo de queso y vegetales y un cafe mit milch. Di un paseo por el cementerio judío y volví a la universidad. Por la mañana un par de conferencias sobre la corporeidad de las sustancias y el llamado vinculum substantiale. Tomé un descanso, y, mientras cavilaba si Leibniz verdaderamente creía en la unión metafísica del Cristo con la Hostia, asunto dudoso, porque era protestante, y miraba las hermosas ediciones de George Olms, sin darme cuenta comencé a charlar con la señorita Winter, editora afable encargada de la línea jurídica de Olms, que se movía con un francés impecable. A través de ella tuve acceso a un universo más local, ya que esa tarde y la siguiente tuvo la gentileza de mostrarme ciertos recovecos de la ciudad invisibles para un viajero sin conocidos ni tiempo.
Por la noche cené con algunos colegas latinoamericanos. Fue curiosa esa velada, porque sin que ninguna de las ocho personas que estábamos sentadas en la terraza pudiera percatarse, desvalijaron a un profesor argentino. Desplumado frente a nuestros ojos sin que nadie hubiera sido capaz de darse cuenta. De regreso me separé del grupo porque a la mañana siguiente daría mi conferencia y me apetecía la soledad en la ciudad donde Leibniz había invertido tanto esfuerzo. Así que caminando al buen tuntún entre callejones y luminosos almacenes, desemboqué a una plaza en cuyo centro había una kiosco con un hombre en una especie de jaula. Pero lo que me llamó la atención fue el edificio que se encontraba justo detrás. Nunca lo había visto, pero lo supe de inmediato: la casa de Leibniz. Luego de quedarme un buen rato recorriendo la fachada, rica en relieves y figuras míticas, regresé al hotel pleno de buenas sensaciones.
Nuevamente los obreros de enfrente tuvieron a bien despertarme muy temprano, y repetí el ritual del café con leche y el bocadillo de queso de cabra mientras releía mi conferencia: Harmonic Dissonances, páginas dedicadas a las tensiones que surgen entre la armonía universal, preestablecida, y la mónada sans fenêtres, enfermé, aislada, donde me valía de ejemplos musicales y de una analogía entre las notas y las mónadas, al fin y al cabo, puntos metafísicos.
Sucedió que el orador que me antecedía faltó al congreso y me tocó hablar antes de lo previsto, asunto algo engorroso porque algunas personas que querían asistir a mi conferencia llegaron tarde, es decir, a tiempo, nada más que yo había comenzado veinte minutos antes. Sin embargo, el salón, que tenía unas dimensiones exageradas, casi se llenó. Entre los asistentes pude reconocer a Daniel Garber, Gregory Brown, Concha Roldán, Pauline Phemister y Mark Kulstand, que presidía la mesa. Leí el texto despacio, y tropecé un par de veces con las palabras domingueras con las que suelo caracterizar la monadología, pero terminé a tiempo. En la ronda de preguntas hubo dardos afilados, y planteamientos capciosos. Tuve la suerte, sin embargo, de que la tarde anterior, a la hora de la comida, la joven y erudita profesora Jeanne Roland me pidió que le contara algo sobre mi conferencia. Se detuvo en algunos puntos escarpados de mi interpretación y traté de resolverlos a bote pronto recurriendo a la música, de donde, de hecho, Leibniz extrae el concepto de Armonía. No la convencí, hay que decirlo, porque, entre otras cosas, no tuvimos tiempo de terminar la conversación. Así que conecté las preguntas con aquella respuesta improvisada que no pudo ser más propicia. Se oyeron los nudillos sobre la madera y nos fuimos a tomar un café.
Por la tarde, Siemens pagaba la cena, manjares insólitos iban y venían, champaña, tintos, blancos, rosados, agua con gas, zumos. Y cayó un diluvio como el telón del teatro, llevándose el calor y sellando entre risas el final de un viaje fabuloso.