domingo, julio 23, 2006

Paisajes

Regreso de un largo paseo nocturno (¿dos, tres de la madrugada?) pensando en los párrafos que interrumpí por la tarde, cretinizado, exhausto a causa del calor. Pienso en el estudio con cierta sensación de culpabilidad donde me esperan la máquina encendida, los apuntes que garabateé con un lápiz sin punta, una jarra de agua. A pesar del café y de mis buenas intenciones fui derrotado sobre las cinco de la tarde. Esa derrota me punza en las sienes, y, como suele sucederme, una ansiedad conocida no me deja ni parpadear, enfocando con un ligero ardor en los ojos las imágenes [visiones] que pienso concluir antes de que amanezca.

En la entrada, me quito los zapatos y los calcetines (en casa, descalzo, herencia oriental que no discuto). Me refresco la cara y los brazos, el cuello, la nuca. Atravieso el salón con un aplomo que ya comenzaba a crecer en el cuarto de baño, y cambio la ropa de calle por el mono de trabajo. Estoy listo. Me apresuro al estudio. Había dejado la puerta del balcón abierta, y, antes de prender la lámpara, me quedo mirando los papeles que están regados por el suelo. Olvidé apresarlos con la piedra de Rosental que uso como pisapapeles. La luz de la lámpara da de lleno en la mesa, pero los libreros y las paredes se quedan en penumbra (la habitación no es pequeña, la mesa está en el centro). Me siento incómodo. Es irracional, pero siento que no estoy solo, que alguien me acecha. Súbitamente inmóvil, haciendo equilibrio con los brazos abiertos, observo el estudio: mis ojos recorren los muros y los libros, los botes de lápices y plumas, las hojas de las plantas. El aire tibio que entra por el balcón mece los apuntes que aún siguen en la mesa. Algo rasca el techo. Desvío la mirada sin prisa, como se prepara uno para las malas noticias. Un enorme grillo —enorme, no sabía que los hubiera de ese tamaño—, un hermoso grillo verde esmeralda camina, contumaz, alrededor de la escayola donde nace la lámpara.

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La irrupción de lo extraño en un escenario cuya escenografía es tan conocida se percibe de inmediato, aunque no se tenga claro de qué se trata. De la misma manera, pienso, pueden adivinarse la infidelidad, el desamor, los cambios de planes. Encuentra uno que hay algo en el paisaje que perturba, que de acuerdo al hábito y la estética, no debería estar ahí. ¿Demasiada risa? ¿Dedos que se estrujan? ¿Pasmo? No se sabe qué es, pero hay algo que no encaja, como dicen los maestros de dibujo, que no se ajusta a la percepción que se tiene del pasado.

Sin previo aviso, los tramoyistas cambian la disposición de la utilería, la canción comienza antes de lo esperado, el reflector te abandona en tu mejor parlamento, el teatro está vacío. La realidad se obstina en no concordar con la costumbre, tan anquilosada, que apenas ahora descubres que no se trataba de una ley natural: lanzas la bolita, pero en vez de rebotar contra pared, se queda en el aire, flecha de Zenón, o se aleja indiferente hacia los vestuarios.

El azoro y la incomodidad están muy cerca, tanto, que con frecuencia no podría distinguirlos. Sí, sin duda el ideal sería una apertura al cosmos como proponen los taoístas, pero —también para eso— soy incapaz: Un camello, cargado de bultos, después de una jornada sin alimentos ni descanso, flaquea en medio del glaciar. Imagen imposible y facilona, pero veraz. La armonía del paisaje es disonante. La disonancia, que en principio es ruido, se resuelve [disuelve] en la totalidad de la pieza creando atmósferas, apoyando las melodías. Pero si uno se ha perdido de algo no lo entiende, sólo ve una mancha, oye un ruido. La disonancia adquiere sentido a través de la memoria, gracias a la imaginación.

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Se trataba de un ademán, de una inflexión en la voz al tocar ese tema, de un arqueo de cejas absolutamente invisible, pero estentóreamente elocuente. No podemos olvidar que en las ciudades ya no hay paisajes naturales, quiero decir, donde no haya intervenido nuestra desidia, de los que no seamos cómplices de alguna manera. Estamos rodeados de paisajes azarosos, involuntarios. Surge de ellos, incluso, un esteticismo escarpado que venera el salitre de los puentes, la lasitud de los árboles de la avenida. Así que en ese cuerpo, en la tesitura de la voz se advierte algo conocido y artificial. Un gesto que ya has visto aunque justo en ese rostro no sabrías entresacarlo, separarlo de los otros trazos que lo traman. ¿Qué diablos hace una foca sentada en un vagón del metro? —¡¿Y qué diablos hace yendo a Usera?!

El turista, tomando fotos en algún callejón de Venecia, carece del deseo de mimetizarse con el entorno, su manera de pasar desapercibido es ser un turista. Vamos paseando por Toledo y decimos: ay, cuántos turistas. No decimos: cuántos extranjeros, ni: cuántos desconocidos, fuereños, extraños… El turista, tomando fotos en París, ya es parte del paisaje. Pero la ciudad es hostil para aquellos que llegan guiados por un ánimo diverso. Y aún más hostil si no se sabe exactamente por qué y a qué se vino. En el bar se bebe, se conversa, se liga, se deprime… Pero si vas al bar y no bebes y no hablas, y no sabes por qué se te ocurrió encallar ahí, es como si todo el mundo lo notara —aunque nadie te haya visto. Sin embargo, la figura del contrariado, como la del flâneur, forma parte de la escenografía.

Somos incorporados, aun a nuestro pesar, en la enarmonía del paisaje, pero bajo el ojo discriminatorio que jerarquiza y acomoda las cosas en su sitio. Y es precisamente ese sitio donde acomoda las cosas el ojo discriminatorio lo que no tiene lugar. Somos ese ojo. Voy al Candela y conozco a Irene, profesora de matemáticas cuya mirada incendiaria causaba desconcierto; pero aún más su estado etílico, y para acabar de disuadirte estaban sus hombros encogidos, echados hacia delante. De golpe hermosa, exótica, pero de actitud temerosa y agobiada. Qué distinta Noelia, fisioterapeuta, que te miraba fijamente a los ojos, que no necesitaba sonreír para ser amable y simpática, que sabía hablar y moverse con gracia pero sin afectación. Julio, mi amigo poeta, y yo, tuvimos que transcribir, in situ, nuestras emociones. Pero me estoy desviando del tema.

Paisajes siempre vistos se tornan de pronto inabarcables, insólitos. Un objeto, un rasgo pueden hacer al mundo intolerable. Pero ¿no es esa la queja del racista bien educado que acepta la diversidad pero que, al mismo tiempo, sugiere que los morenitos se encuentran mucho mejor un poco más al sur? En otras palabras, si algo falla en el paisaje, tal vez lo más sano sería preguntarse enseguida si lo que está fuera de lugar no es uno mismo. El panorama es indiferente a nuestras disposiciones espirituales. La incomodidad —como la dicha— es nuestra, si las grietas nos parecen desfavorables, si esas manos amadas se resisten a tocarnos, más bien uno ya se estaba tardando en reconocer que se ha vuelto the black stain on the landscape, como escribía Sir Thomas Browne.

La semana que viene viajo a Hannover. No sé con qué voy a encontrarme, Alemania siempre sorprende. Pero Hannover no es Berlín, donde da la impresión de que todo el mundo puede encontrarse a gusto, en casa —o encontrarse un hogar, aunque la policía me haya detenido en el aeropuerto. Tengo a mi favor que he sido extranjero toda mi vida, incluso en el país en que he nacido, condición ontológica, no meramente una consideración política.

De viaje uno se ve obligado a encarar las cosas como vienen, con la inmediatez de un asalto. Poco tiempo se tiene para preguntarse si el entorno puede disponerse de modos diversos. Es como entrar a una casa ajena, con seguridad uno cambiaría o prescindiría de determinados objetos, pero no va a cometer el agravio de tirar los angelitos de porcelana a la basura, aunque luego los critique. Pero una vez instalado crece la ficción de que la vida no carece de una apaciguadora uniformidad, y uno está dispuesto para lo que venga, no expuesto. Es por eso que si de pronto te editan de la peli, te recortan de la foto, los paisajes cotidianos se vuelven tan ajenos, y no dejas de sentirte como un intruso.

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3 comentarios:

At 8:58 p.m., Anonymous Anónimo said...

Ya ves que el mundo está lleno de "ellas", sean profesoras de matemáticas, astronautas o fisioterapeutas... Es algo maravilloso (por la promesa del infinito en ciernes) y deprimente a la vez (por no poder asirlo nunca)...
Sí, "flanear" es como flirtear con las ciudades, demorarse en paseos eternos que nos sueñan por fuera y nos configuran por dentro, aunque al final nos tengamos que ir a otro sitio, o simplemente la ciudad nos abandone... En el tránsito está la vida. El paisaje del tren...

 
At 2:45 p.m., Anonymous Anónimo said...

H: un reto de lectura, como siempre, con un vocabulario que sobrepuja el mio. Que haras a Hannover?

Una pregunta (de un debate con mi padre en mayo): Lo artificial puede ser 'hermoso'? O solo lo natural? Un ejemplo es el edificio - algunos edificios son hermosos? O solo merecen una palabra con menos influencia (como 'bonitos', quiza)? Un paisaje natural puede ser hermoso, sin duda, pero mucha gente describe una ciudad por la noche, con sus luces artificiales, como 'hermoso'...Que opinas/opinan?

 
At 10:19 a.m., Blogger Unknown said...

+:

la posible belleza de lo artificial o de la artificialidad es indiscutible. En ello, de hecho, se fundan la industria de los afeites, el diseño, la arquitectura, el arte en general.
Era Wilde quien sugería que sólo lo artificial posee dignidad.
Por otro lado, hay un dato que llama la atención. Se sabe que los homo sapiens convivieron hace milenios con los nerdentales. No tenemos noticia de que ninguno de los dos grupos hubieran desarrollado alguna habilidad discursiva, pero la gran diferencia entre unos y otros era su capacidad simbólica y conceptual: en los yacimientos nerdentales se encuentran vasijas, armas, artefactos, todos ellos con un sentido meramente instrumental. Mientras que en los yacimientos humanos, las vasijas tienen adornos, se encuentran pulseras y collares, brazaletes, afeites. El sentido de la belleza asociada a la artificialidad ha implicado siempre una inteligencia representativa, simbólica, muy interesante.
En ese sentido, la moda, como fenómeno social, tampoco tiene desperdicio.
Inquietante, ¿no? Un rasgo de la evolución humana es precisamente el uso sostenido de los adornos y el aprecio por la coquetería.

 

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