sábado, diciembre 10, 2005

El llanto es la apriencia del dolor. Pero las lágrimas tienen un origen más difuso, cavernoso. Vemos el dolor con las lágrimas, pero no la herida.

Nos abandonamos al llanto como nos abandonamos al placer o a la risa, sin vergüenza. Que ese agua salada oculte nuestras cicatrices.

Para estar contento se pueden encontrar muchas razones; pero es mejor estar contento sin razón. En ambos casos la culpa de ser feliz empaña poco a poco la sonrisa.

Un acto de valentía diariamente.

jueves, diciembre 01, 2005

Berlin

Entre las cuatro y media y las cinco de la tarde, Berlín se sumerge en una noche espesa y helada. Las orillas de las calles acumulan irregulares estolas de hojas muertas, y el alambrado público arroja una tenue luz amarillenta que no parece iluminar de veras. Las casonas de piedra se ocultan bajo la bruma como pesadas manchas negras, inmensas sombras de la sombra. Muy poca gente camina por las calles —no están hechas para ir a pie—, y las que se atreven parecen avanzar hipnotizadas, sin percatarse del entorno, sonámbulas, perdidas en su seriedad y abstracción.

Bloques de piedra ayuntados con una sobriedad lujosa que evade la ostentación, enormes chimeneas que le dan un aire de crematorio, de cementerio viviente, calles larguísimas, aceras como patios, puentes egregios, rieles que serpentean entre la grava y la nieve. Un lujoso decaimiento donde la muerte, la violencia de la destrucción no acaban de difuminarse, y aparecen en forma de terrenos baldíos con torres de vigilancia destrozadas, podridas, en fragmentos pintarrajeados y carcomidos de las planchas de cemento que años atrás dividían la ciudad.

Entre los sauces y los muros, atravesando los canales y los ríos, tengo la sensación de habitar una metrópolis rotunda, construida para el futuro pero abandonada apenas conseguida su suntuosa edificación. La tramoya, la utilería (el servicio de limpia, de riego, de vigilancia) es fantasmagórica; a horas inhóspitas y de manera subrepticia Berlín sufre su remodelación cotidiana. No hay niños. No hay ancianos. Gente sin edad ni sonrisa; no hay ceños fruncidos, pero tampoco miradas inquietas, de flâneur, de vigía.

Aquí he estado sin ti, dando por sentado que a través de mis ojos todo lo ves, que a través de mi cuerpo todo lo percibes. Los ventanales que reflejan mis libros, las huellas falsas del anciano Leibniz en su calle, el color de la nieve en el crepúsculo, los pollos acuáticos, los adoquines, las arañas del parque, la bóveda cenicienta que cada día nos cubre, las gárgolas, la casa de Lessing, el jazz de mi memoria (que se canta con tu voz), las pequeñas derrotas —ay, perdí unos ensayos de Stevenson—, los accidentes inesperados —fui arrollado por un autobús en Friedrichstrasse, el gordo de al lado, el que se ducha con la puerta de su habitación abierta, ayer hurtó mis patatas y mi fruta—; hemos visto un zorro callejero en pleno Mitte, me crucé con un conejo en Liesenstrasse, encontramos las huellas de nuestro pasado en ese café de la Kantstrasse, junto un piano mudo de sorpresa. Te he visto a través de mis antiguas gafas, las que logramos recuperar en el rastro del Tiergarden. Tazas de té (verde y oolong), rebanadas de pan negro con mantequilla y mermelada oscura, gordas salchichas y mostaza dulce, este frío que adormece el rostro, algunos vasos de glühwine, las ruedas imparables de tu bici, la cama que parece cuna, porque ahí, echados, volvimos a nacer. En la mesa ya escarbé tu nombre: letras góticas revelarán a los desconocidos que nos hemos amado sin vergüenza.

Estás aquí, y me ha llegado este día por sorpresa, en forma de jueves oscuro y silencioso (si no fuera por Duquende y Tomatito) que viene a recordarme uno de los momentos más felices de mi vida, cuando al fin volviste del Canadá con tanta desesperación, con tantas ilusiones.

Mientras regreso, mientras sigo prisionero de esta ciudad de piedra, mi valija se va llenando de piezas invaluables para el Museo de los dos. Lápices, libretas de apuntes, tinta en las manos, una pelota verde, la estatua de Neptuno, los hongos alucinógenos que te alucinaron, el aire que bebimos en Alexanderplatz, los escondites del pajarraco gordo y receloso, nuestro último beso.

Hoy me he vestido con la ropa más elegante que tengo, he avanzado con garbo entre las multitudes, sonrío con una autosuficiencia desquiciante, y sigo festejando.