paciencia de araña
Siempre digo que la realidad es inferior a nuestros anhelos —aunque uno no deje de sorprenderse, claro. Pero ya es bastante continuar con vida después de los años psicodélicos, donde el vértigo cotidiano hacía pensar cada fin de semana que la fosa estaba reservada antes de los 28; no, no es poca cosa desarrollarse cada día con el mayor esteticismo posible, y pensar en las cosas que se dicen y se hacen. Un verdadero lujo. Tener tiempo, y poder detenerse a saborear los contrastes y las desavenencias, las armonías y los hallazgos. Entonces, la realidad parece inferior a los deseos porque se exige demasiado, simpre falta más y uno intenta ir más lejos. Tan lejos como se pueda en cada momento.
Un pulso con la vida, con los límites. Pero no se trata de una búsqueda caprichosa. Tal vez tenga que ver más con un misticismo civil, con una apertura panteísta hacia la anulación de uno mismo, la destrucción de la individualidad.
La semana pasada fuimos a casa de Amélie. Me sorprendió que habitara en un descuido que no le pertenece (que si la prisa, que si mucho trabajo, que no se encuentra el momento...) Ahora que vive sola parace no darle importancia a nada de lo que antes tenía y había conseguido. Sugiere un desprecio al pasado a partir de su nueva libertad. (Me extraña, quiero decir, me desconcierta que la sensación de libertad con frecuencia produzca tanta destrucción.) Imposible hablar de los proyectos que dejamos pendientes: ahora ya no baila, se interesa por el maquillaje de las películas gore. Vestida de gris con su sonrisa espléndida y su cabello negrísimo, se mordía los labios con nerviosismo y uno no podía creer que la leona que había bailado en nuestra boda, el incendio que se movía al ritmo de la música se dedicara mejor a maquillar a los periodistas del telediario de Alsacia.
Tampoco se interesa más por su novio —ahí hace bien, quizá— pero comienza a enredarse en relaciones de dificultad y desvío.
Digo desvío porque pienso que hay un camino, aunque no se sepa ni cuál es ni a dónde se va.
Eso: no se puede saber a dónde vamos a parar, esencialmente porque ni siquiera sabemos dónde estamos parados. No hay ojo externo que pueda obsequiarnos ninguna coordenada. Y no creemos en el rumbo de las instituciones, y su entramado nos ayuda solo a darle una buena apariencia a nuestro CV, en el mejor de los casos.
Pero tampoco hay devío, hay una ruta sinuosa y escarpada, sólo eso: claros, bordes, precipicios, llanos. Y la alegría o la tristeza, el encono, la desidia son topónimos de la geografía de nuestros días.
Hoy con Philippe, cada uno uno ocupaba su sitio, se respiraba la comodidad de no tener que justificarse. Contamos historias de terror, planeamos viajes, y soñamos con la música de Django Reinhardt.
Por la tarde fui a Sélestat a tocar con Mathilde. Otra vez su voz y su viola como una conversación lúcida e interminable.
Eléna había organizado una cena en casa. Mi regreso fue cálido. Esa palabra aquí tiene un sentido que no conocía.
Después nevó toda la noche. Eléna me despertó para que viera los copos brillando como una lluvia de luciérnagas.
Hay dicha, hay luz en medio de este ruido, de la incertidumbre que nos guía.