martes, abril 11, 2006

F

F me invitó a tomar un café. Un viejo con enfisema que no para de fumar y cuyo aspecto de papel estraza arrugado recuerda a los pordioseros de Buñuel. Me contó fragmentos de su historia, vaguismos sin rumbo, de Uruguay a Argentina, de Argentina a Barcelona, de ahí a Suiza, y de vuelta a Madrid. Miseria claustrofóbica, islamismo incoherente, matrimonios fallidos, victimismo, autocompasión, tristeza. Pobreza. Ahora a sus sesenta y… (o tal vez cincuenta y… destruidos, ya que es imposible saber su edad dado el deterioro en que se encuentra), hablaba con orgullo de una oficina en la Puerta del Sol. Como nos fuimos caminando hasta el centro —estábamos en la Plaza de España—, me invitó a subir. La verdad es que su compañía ya comenzaba a resultarme un poco incómoda, no sólo por el modo como nos miraba la gente, sino por los mohines con los que F pretendía caerme simpático. Eran las once y veinte y acepté por cortesía. F es de esas personas cuya soledad enferma les impide separarse tranquilamente de cualquier compañía, necesitan prolongar los momentos llegando a la artificialidad, al patetismo. Cuando accedí repitiendo como el eco que sólo podría estar unos minutos, dijo que tenía paella congelada y que podía compartirla conmigo. No sólo no tenía hambre, sino que encontraba cada vez más desagrado en sus palabras y su presencia. Cuando entramos al edificio que, en efecto, está en la Puerta del Sol, al lado del kilómetro cero, y llegamos al ascensor, descubrimos que una pareja de adolescentes había elegido ese lugar siniestro y apartado para frotar sus cuerpos sin pudor. F los miró con una insistencia rabiosa, como queriendo que yo adivinara sus perturbadas fantasías. Las puertas del ascensor se abrieron y de ellas salió un individuo sin edad y sin rostro que me pasó desapercibido. Pero una vez dentro, F me preguntó: ¿notaste su olor? Esta pregunta proferida por esa boca sucia y seca, con una entonación aflautada a través de la cual se adivinaba cierta excitación depravada, me produjo náuseas. Apretó el botón del primer piso, y me pregunté por qué había permitido que una forzada y estúpida cortesía me llevara a realizar acciones tan temerarias. Intenté darle un nuevo curso a la situación recordando en voz alta el olor a carne podrida de un sujeto junto al que tuve la poca fortuna de sentarme en el metro el lunes pasado. Se abrieron las puertas. Frente a nosotros un vestíbulo en penumbras, las escaleras señoriales y devastadas a la derecha, una reja blanca, carcelaria, a la izquierda. Abrió la reja con alegría y me invitó a pasar. La primera puerta del oscuro y desaseado pasillo era la suya. Podía leerse su nombre y sus supuestas dotes laborales en una hoja marchita pegada malamente en la madera sucia y lastimada —en español y en búlgaro, según me explicó. El cuarto, de unos 9 metros cuadrados, era un escondrijo propio de algún personaje dostoievskiano sumido en una desdichada miseria. Hoy, se disculpó, tengo la oficina más desordenada que de costumbre. En el centro de la habitación, un escritorio revuelto; frente a la puerta, una cortina deshilachada detrás de la cual, dijo, estaba el patio; había una pila de aparatos electrodomésticos aparentemente inservibles junto a la ventana y un archivero empotrado en uno de los muros, donde cajas de cartón ocultaban más papeles y carpetas; enfrente, arrojado como por un gigante, se tambaleaba un mueble informe de cuyas magulladuras se infería un uso abyecto; al lado, un ordenador y, dominando la pared, una frase en búlgaro que, me explicó, se trataba de una oración; dos sillas viejas cuyos asientos estaban manchados con una sustancia melaginosa entorpecían el paso. Miré a mis espaldas y descubrí que otras cortinas roídas, cenicientas, pretendían esconder sus (d)efectos personales. Entendí enseguida que esa era igualmente su vivienda. El espeso olor a encierro me hizo abrir la puerta maquinalmente y despedirme con deseada serenidad y elegancia. Qué bien te lo has montado, dije sin embargo antes de salir, pero la frase sonó a burla, cosa que no fue mi intención, un sarcasmo que nació solo, espontáneamente, una vez que mis palabras dejaron de pertenecerme. Yo te acompaño, dijo con presteza, y así lo hizo, abriendo nuevamente la reja con alegría y nerviosismo. El elevador aún aguardaba mi regreso, y me metí agradeciendo que la visita hubiera terminado; sin dilación apreté el botón que había de liberarme. Entonces, F se despidió abrupta y fraternalmente de mí extendiendo su mano, y justo en esos momentos las puertas se cerraron atrapando su brazo. Finalmente pudo liberarlo entre quejidos e insultos. Respiré aliviado cuando llegué a la calle Mayor. Atravesé Lavapiés y tomé el nocturno junto al Reina Sofía. Eran las 12:04 de la madrugada.