lunes, abril 18, 2005

Imagenes del Centro

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Una de las tardes desmedradas que drogado y aturdido paseaba por el centro, vestido casi como un pordiosero, con aquel pantalón de lona café del que no me desprendía nunca y una camiseta amarilla, agujerada y remendada, con el cabello largo y enmarañado; una de esas tardes en que me sentía culpable de todas las faltas del mundo, y, a pesar de mis deseos, intuía que me estaba vedada la belleza de ciertos lugares y mujeres, que no merecía —y por eso permanecía lejano, ajeno, distante— las tonalidades apetecibles, trémulas, que, como destellos se quedaban marcadas en mis ojos, visiones anaranjadas y cobrizas, cabelleras negras, espesas, cuyas ondulaciones imitan a un lago turbio y agitado, mujeres tribales, excluidas de la castidad y por eso más bellas, faldas de telas orientales, casi translúcidas, mujeres sin sostén y sin prejuicios abriendo los brazos y las piernas en una tarde tibia que la ventisca refresca, incienso de sándalo, flores marchitas que exhalan sus últimos aromas, luz anaranjada y amarilla que incendia mi memoria. Vagaba contrito, degustando mi ordalía, tratando de descifrar en el cielo la ruta de mis pasos tan acostumbrados al rodeo, a caminar en círculo, a trastabillar sin caer como los cómicos. Pero en el cielo velado las nubes sordas únicamente aumentaban su espesura, maleza de espuma inalcanzable, bosque de nieve, playa de dunas atroces. ¿A qué hora de la tarde avanzaban mis piernas mientras mi cabellera, revuelta por el aire, me cubría los ojos, danzaba una música agreste, estentórea? ¿Qué día? ¿Qué año? ¿Qué mes? ¿Un jueves del que sólo se recordaría la lluvia? Las nubes comenzaban a librar su batalla y la luz se tornó más blanca y al mismo tiempo más oscura. En las banquetas peatones y vendedores ambulantes transfiguraban su inquietud en vórtice; elotes quemados, empujones, griterío, túnicas de plástico azul cielo, una mariposa negra se refugia en una grieta. Atravieso la calle arrebujado en la solemnidad que me inocula la liturgia del agua. Atravieso la calle, y presiento que algo inminente, inexorable, ha tenido lugar sin haber podido darme cuenta. No es una calle, es el Río Bravo. Yo soy un escollo en medio de un lote baldío. Espero, allí, justo en el medio. Las luces no cambian su rojo desteñido, pero los coches avanzan ciegos como las piedras de un derrumbe. Yo soy translúcido, casi invisible, un espíritu imperturbable que no se detiene; pero a cada paso arranco el pavimento y la carga se vuelve más pesada. En el cielo una bengala, luego un trueno que me erizaría la piel si tuviera piel en vez de escamas. Arribo exhausto al otro extremo de la calle que es el otro lado del mundo. Hay un palacio afrancesado en cuya dorada cúpula un águila bate sus alas incesante. Enmarcada por unos gruesos colmillos que parecen columnas, una boca vomita la distinguida multitud que tuvo ocasión de deleitarse con la ópera: ¡qué elegantes!, ¡qué limpios!, ¡qué delicioso olerán esas mujeres!, ¡qué rostros más insulsos y aburridos!, ¡qué logradas las mascarillas y los tintes!,¡qué perfecta la curvatura de los vientres! ¡Cuánto denuedo, cuánta finura! Un organillero —que es el diablo, estoy seguro de que es el diablo— nos aturde con su música desafinada y melancólica. Me quedo inmóvil, escoltando la puerta como un paje que espera contento las órdenes del amo. La caravana no pierde tiempo para subir a los coches. No vienen juntos pero están juntos, como los malos pensamientos. Quiero que llueva, que caiga de una vez por todas esa tormenta y que nos haga justicia. Quiero ver esos rostros deslavarse, a esos cuerpos perdiendo la compostura. Quiero…

La belleza esa tarde había elegido vestirse de negro, iba del brazo de su amante, sonreía y dejaba caer el chal para desnudar su espalda con inverosímil coquetería. ¿Está lloviendo?, preguntó con una afectación que la hizo más divina; sin mirar el cielo, sin prestar atención al universo, porque el universo está en sus manos, extendió su palma esperando alguna gota de agua. Nos faltó odio, un escalofrío me arañó la espalda. Vago por elección atravesé la Alameda y me dejé llevar por la calle de Dolores; atravesé el Barrio Chino, flotando, dentro de una burbuja de jabón que se pinchó en Degollado, y me arrojé al abismo del Salón Orizaba.

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