martes, enero 18, 2005

El arte de la queja

Del mismo modo que el súbito arrojo de los tímidos, nuestra manera de disentir aparece como estallido (quema de coches, tomas violentas del congreso, linchamientos), procaz, repentina, efímera; momentos catárticos que aligeran la opresión que nos acompaña, pero que mantienen el estado de las cosas: aún guardamos las costumbres de la autocensura y el temor con las que hemos crecido. Por lo pronto ha ganado el talk show que azuza el morbo, pero no invita a sopesar las contrariedades que desfilan ante nosotros. Más bien adormece y embota. Cultivamos la protesta, la descalificación y la diatriba, pero no estamos tan habituados a polemizar, a gritarnos acaloradamente para defender nuestras posturas sin llegar a los golpes. La polémica, que implica un elevado grado de tolerancia, resignación y audacia, depende de que los ánimos coercitivos se diluyan; no solamente que desaparezca el temor a decir lo que se piensa, sino que, una vez envueltos en la controversia, sus consecuencias no sean funestas. Por otra parte, atravesamos un momento de artificialidad comercial donde, bajo la máscara de la democracia, se arrojan tópicos mediáticos siempre políticamente correctos, inofensivos, una parcela limitada y específica, mientras otros debates de la vida pública se libran soterradamente, como si no fueran relevantes; bajo esta ruta, la supuesta libertad de expresión, aunque suene paradójico, sirve de mordaza.

El placer de discutir es tan grande como el de imprecar, por eso con frecuencia se confunde la injuria con la denuncia de las obscenidades, y molesta. La costumbre de asumir que haya otros cuyo pensamiento y estilo de vida sea diferente al nuestro y hasta contradictorio, pero que, a pesar de ello, puedan cohabitar con nosotros, depende de un aprendizaje. Esta pluralidad ha existido siempre, pero no la costumbre de hacerla explícita. La descalificación, el victimismo, los argumentos ad hominem revelan esa falta de hábito. La polémica representa madurez; la protesta y la diatriba son elocuentes, pero ineficaces: a la queja sobreviene la conmiseración, las caricias que intentan apaciguar el lamento del niño, no un ánimo que confronte y debata las raíces del desasosiego.

Debajo del Monumento a la Revolución, en esa suerte de fosa que cubre su bóveda en forma de teta, pueden leerse tres palabras: Libertad, Democracia, Justicia. A partir de un recorrido análogo al de Pierre Menard, los insurgentes del EZLN, asombraron al mundo hace once años al anotar en su pliego petitorio otras tres palabras intrépidas y reveladoras: Libertad, Democracia, Justicia. Y del mismo modo que Menard en su Quijote, los zapatistas mostraron una sutileza superior; conceptualmente idéntica, esa tríada connota un proceso infinitamente más complejo: al final de la lucha revolucionaria esas condiciones representaban una consecuencia inevitable, necesaria; exigirlas a finales del siglo XX parece monstruoso. Pero eso ni se discute ni se negocia. ¿Qué es exactamente lo que ni se discute ni se negocia? Que cientos de miles de mexicanos no tengan escuelas, hospitales, drenaje, agua potable, ni los mínimos derechos y condiciones y lleven una vida hundida en la miseria. Del mismo modo, la insólita exculpación de Echeverría apenas y agita las aguas, mientras el ultrajante entreguismo del país que ha venido llevando a cabo el desgobierno de Fox parece estar sólo en la agenda de los alucinados, y, en vez de producir polémica nos mueve más a la tristeza y la desesperanza. A veces tengo la impresión de que permanecemos frente a una puerta que no nos atrevemos a abrir, como en el relato de Kafka. Nos tiembla la mano, cada vez que tomamos el picaporte se nos revuelve el estómago. No somos los mexicanos un pueblo aguerrido, aún seguimos encorsetados y sumisos bajo el influjo de un cristianismo mal entendido, y, al mismo tiempo, provechoso para mantener la mansedumbre.

No estoy diciendo que el ánimo polemista nos saque del atolladero, pero aun cuando a la larga ciertas polémicas mostraran su futilidad, al menos habrían hecho circular el aire enrarecido que nos aletarga. Ya es bastante que los temas escabrosos estén sobre la mesa si atendemos nuestra historia. El caso de España es interesante en este sentido. Con la entrada del nuevo gobierno han vuelto a discutirse asuntos que el partido conservador dejaba de lado: la legalización de inmigrantes, la enseñanza obligatoria de religión en la primaria, la violencia de género, el matrimonio entre homosexuales, los nacionalismos. Estos dos últimos en el punto de mira los días recientes. Una vez aprobada la ley que permite la unión de parejas homosexuales, las facciones reaccionarias se niegan a llamarle “matrimonio”, y aún discuten su derecho a la adopción, porque, según dicen, producirá más homosexuales. ¿Y qué?, nos preguntamos ante su falacia, porque de lo que se trata es de normalizar la homosexualidad, borrar su estigma —como los bororos normalizaron la poligamia. El problema de los nacionalismos es más complicado, pues no se trata de un problema multirracial. Madrid exige unidad, una unidad acorde con su historia de expansión y conquista que desde la provincia se escucha como un rumor lastimoso y obcecado; Euskadi sueña con una nación que ha tenido que inventar su pasado para justificar el presente; Catalunya hace mucho tiempo no es España. Tal vez estos nacionalismos son incomprensibles para nosotros que hemos exiliado de la vida política y cultural a los indígenas, quienes suelen ser percibidos como un lastre vergonzoso de nuestra civilización, al grado que palabras como naco (de totonaca) e indio forman parte de nuestro lenguaje ofensivo, insultos que refieren una condición de inferioridad (tez morena y pobreza incluidas). El centro (Madrid) arguye que los partidos y no la gente son quienes desean la separación; los partidos, por su parte, proponen un referéndum que al centro le aterra. La polémica continúa con exigencias que avanzan varias calles por detrás de los afanes de la muchedumbre. Pero continúa, y tanto va el cántaro al agua…

No basta el deseo transformación para cambiar las cosas; sin embargo, discutir, verbalizar los problemas ya comienza a producir cambios psicológicos que tal vez nos lleven a vislumbrar alguna solución; esa es la experiencia que podemos recoger de otros pueblos. Pero primero, habríamos de abandonar nuestro talante mojigato, escupir la brida, y comenzar a discutir sin compostura.

1 comentarios:

At 1:19 a.m., Blogger Roberto Iza Valdés said...

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