jueves, enero 06, 2005

Cocaína

Festejaban —una vez más— a María Zambrano en el Ateneo de Madrid, acto al que asistí un poco por compromiso, un poco por desidia. Azuzado por la promesa de los vinos que algunos camareros ya comenzaban a acomodar sobre una mesa cuyo mantel presentaba el rastro de eventos ancestrales, decidí permanecer hasta el final del evento. Comentarios insulsos, agradecimientos, aplausos, manos que se estrechan, barullo, corrillos de ancianos, dolorosa ausencia femenina, vanidad ridícula, aduladores y adulados, una carcajada —¿de qué se ríen?—, palmaditas en la espalda, la desconcertante noticia de que aquellos canapés, aquellos vinos pertenecían a un evento posterior al que zambranistas y gorrones no estábamos invitados. Busqué instintivamente el chubi que había guardado en una de las bolsas del saco, y comencé a relajarme cuando escuché que la mayor parte de mis conocidos se apuntaba a una cena en uno de los restaurantes connotados de la zona. Es cierto que llevo una vida frugal y austera, que desprecio el consumismo y que los restaurantes donde sólo se puede comer en platos cuadrados me resultan invisibles; sin embargo, debo confesar que no ha sido únicamente un ánimo rebelde el que me ha orillado a llevar esta vida de perro callejero, sino que he tenido que aprender a adecuar mis deseos a las escasas posibilidades que ofrece mi cartera. Por eso también estoy acostumbrado a la elegancia de estas cenas y a mi falta de compostura cuando llega la cuenta. No me visita el bochorno, todo lo contrario, con frecuencia soy yo quien junta los billetes y exige de manera autoritaria a los comensales el dinero que falta. Ocupé una de las cabeceras y afablemente toleré y acoté la conversación insípida que, como una nubecilla de polvo, parecía obstinarse en contaminar los alimentos. No voy a referir con exactitud —en gran medida porque ni siquiera me acuerdo— quiénes eran los personajes que me rodeaban, pero recuerdo a un anciano que escupía pingajos cada vez que hablaba —¡y cómo hablaba el muy rabo verde!—, a un joven taciturno encadenado a su mujer, y a una colombiana de caderas voluptuosas pero de un rostro que exigía de inmediato seis o siete cervezas.

El alcohol es una droga poderosa. Entre los tintos y la absenta —cada ida al baño aprovechaba para beber de mi anforita—, presencié la transformación. Un falso vínculo me unió de manera alegre y efusiva a mis compañeros de mesa; viajes, idiomas, Suramérica, el color de las piedras, Teotihuacan, las calles de Madrid, vegetarianismo, los zapatos de gamuza, la tierra mojada, los Beatles, las plumas fuente, el maíz, el té verde, las canas. Cada uno de los temas era un pretexto para congeniar con la muchacha, para cumplir el rito de una desinteresada seducción, hasta que el joven carcelario tocó ese tema en el que los adictos nos sentimos comprometidos y eruditos, no importa la sustancia de nuestra preferencia, ni las cosas que hayamos perdido, ni los años que hemos perseverado en el vicio. Comenté en seguida, a manera de adulación, que mi dealer era colombiano, una persona estupenda que conseguía un bareto inigualable en su precio y calidad —para vivir en Madrid—, pero mis palabras deshicieron de golpe todo el camino que creí haber recorrido unos segundos atrás. Para aliviar los ánimos me permití narrar algunas anécdotas graciosas en las que me he visto envuelto gracias a la yerba, historias de confusión apasionada. Conseguí la risa de la suramericana, y todo pareció volver a su cauce, pero cuando se juntan más de tres personas lo único que parece que tienen en común es su imbecilidad. ¿Les decimos?, inquirió la mujer del acuartelado apretándole los dedos de la mano sobre la mesa. La hora de los postres había pasado ya; los camareros sólo se acercaban para servirnos más alcohol. Saqué mi anforita con desparpajo de la bolsa oculta en el forro de mi chaqueta, la vacié en un vaso, y, con una desvergüenza que parecía diplomática, le arranqué el orujo al camarero para rellenarla. Imitando mi tontería, con una cara de quien tiene mucho mundo y pocos escrúpulos, el preso puso sobre la mesa un papel rechoncho y satinado. No dijo nada, pero todos comprendimos. Es colombiana, susurró, y lo acercó a la metamorfoseada muchacha. La chica estiró los dedos sudorosos y lo palpó por encima con gran solemnidad. ¿Cómo cuánto pagaste por esto?, preguntó con mirada experta. Ciento cincuenta euros, se jactó el necio. La chica comenzó a abrirlo con cuidado; esperábamos ansiosos su veredicto. Un pequeño cerro de polvo apareció ante nuestros ojos. Y ¿en cuánto valoras una vida humana?, preguntó la muchacha rasgando el silencio sin inmutarse. No, pues cómo crees —volvió el tintineo de los vasos, el arrastrarse de las sillas, los bufidos y las risas—, la vida no tiene precio… ¿Tienes idea de cuántas muertes costó que esta MIERDA llegara a tus manos? Nuestra amiga tomó el papel con brusquedad; nadie teníamos ánimo para detenerla, para decirle que no hiciera una locura, y poniéndose de pié lo arrojó al suelo. Lágrimas de impotencia, de ebriedad, de alegría, de rabia —¿de qué eran sus lágrimas?— volvieron a deformarle el rostro. Yo la abracé, porque el contacto físico suele calmar a la mujeres, pero me hizo a un lado. ¡¿Tú eres gilipollas?!, le gritó entonces el castrado bufando como un toro. No me dio tiempo a meter las manos; alguien se golpeó la cabeza, otro desbarató la mesa, la colombiana sangraba intensamente. Yo me alejé sin prisa hacia la puerta antes de que me hicieran pagar los platos y la cuenta.



1 comentarios:

At 4:52 p.m., Anonymous Anónimo said...

Una intensa lluvia cae en el rio y éste desborda; ¿es el rio que no se contiene, o la lluvia muy intensa?

Paula

 

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