martes, diciembre 21, 2004

Una vida mejor

Lanza del Vasto nos daba tres consejos para mejorar la vida cuya aparente sencillez los torna casi inalcanzables: caminar erguido, respirar bien y sonreír. Como se ve, sus recomendaciones se encuentran alejadas de cualquier misticismo a menos que se piense que lo más místico que tenemos a la mano es nuestra propia vida —la vida y la literatura, aseguraba Stevenson, es lo único sagrado que nos queda. A esa lista podríamos seguir añadiendo nuestras exhortaciones (tomar tanta agua de tal suerte que la orina nunca salga turbia, coger mucho, fumar mariguana, rodearse de belleza, hacer ejercicio…) que se tornarían interminables y hasta contradictorias si tenemos la paciencia de atender la variedad de propuestas que nos vende nuestra sociedad de consumo. Desfilan de esta forma ante nosotros religiones, chamanismos, swingers, manuales de autoayuda, lacanianos, masajistas, vegetarianos y santones. Entonces, el deseo de cambiar de vida —ese ansia de dejar de ser uno mismo—, la desesperación o el tedio, podrían extraviarnos en ritos embarazosos y acciones irremediables. Quizá por eso nuestra alma escéptica y confundida desconfía, de golpe, casi como una reacción instintiva, de aquellas propuestas que pretenden reconducir nuestros pasos; años enteros de hábitos corruptos han menguado nuestro espíritu, y a cierta altura del camino uno ya no está seguro de que cualquier cambio no termine por empeorar nuestra ciudad, aunque hace tiempo ya se encuentre en ruinas.

Sin embargo, la Vanidad, la Cobardía y la Pereza son más poderosas que nuestro recelo y somos víctimas fáciles de la moda y el qué dirán, de la sumisión a los estereotipos y a la imagen, que —tanto se insiste que termina uno por creerlo— tiene más valor que las palabras; con este escenario nuestra sensibilidad se reconduce y comienza uno a valorar los barnices y los estampados aunque la madera esté apolillada y el tejido nos recuerde al plástico. Y es que —me da la impresión— con frecuencia no alcanzamos a persuadirnos de que el problema está en nosotros mismos, en nuestra obcecación, y no en el desodorante o la pasta que blanquea nuestra sonrisa amarillenta.

Hoy nos venden, por ejemplo, que la gordura es execrable, y quizá lo es, pero no por las razones que nos dicen, no porque la belleza consista en un cuerpo desmedrado, anoréxico, sino porque representa dejadez, ansiedad, porque los gordos suelen ser personas que no quieren escuchar a su cuerpo y se retacan para ver si así acallan las voces que les gritan y les piden una vida mejor precisamente porque no la tienen. Pero el remedio que compramos no trastorna los hábitos, los solapa: fajas, vendas, pastillas, tónicos, ungüentos… Conozco quien deja de comer 2 ó 3 días antes de la fiesta para lograr entallar en su vestido; por nuestra parte festejamos el escote, el modo como se ciñen las caderas, volviéndonos cómplices impensados de la mentira común. Desde nuestra ofuscación perdemos de vista que las denominaciones extrínsecas también son intrínsecas, que no hay nada de nosotros que no nos con-forme de manera sustancial; todo en nosotros resulta revelador, nuestra manera de andar, nuestra palidez y nuestras lonjas. ¿Quieres conocer a una persona?, preguntaba Balzac, pues observa cómo camina, cómo vive y con quién se acuesta. Connolly era más directo: fíjate en la salud de su pareja, en el estado de su dentadura y de su vientre.

Lao Tse detectaba tres hábitos corpo-orales que, según él, revelan cierto infantilismo: fumar, beber y comer en exceso. No moralizaba, simplemente sugería que el mal se combate con bien, que no se pueden extirpar unos hábitos arraigados si no los cambiamos por otros. Es más fácil hacerse de un nuevo hábito —enseñaba— que terminar con las costumbres perniciosas, por eso habría que buscar prácticas propicias para concentrar nuestra Atención, para no distraernos, y no dejar que se pierda en los asuntos vacuos, por más urgentes que parezcan, de la vida cotidiana.

Newton creía que el mundo era el sensorio de Dios como el cuerpo lo es de nuestro espíritu; en ese sentido, tendería uno a pensar que entre mejor se mantenga el sensorio mayores placeres nos puede ofrecer. Más o menos en esto consistiría el Hedonismo, en cuidar el cuerpo —y la mente—, lo cual no tiene otro significado que preservarse de los desechos y la estupidez; no dejarse envolver por la chatarra, pues en la balanza no deben pesar más los malestares que nos causan nuestros excesos: al contrario, se trata de buscar placeres duraderos que no nos hundan en la consunción o la vergüenza. Lo demás es cobardía enmascarada de libertinaje. Un libertinaje empobrecido y pusilánime:

—¡Arrrgggg! ¡Mira cómo me atasco! ¡Mira cómo me hago daño!

La Autodestrucción que practicaron los malditos y los decadentistas es seductora porque con ella se tientan los fondos de la vida, pero se convierte en un signo de necedad si se prolonga demasiado. Es cierto, sin embargo, que cualquier persona que se respete debiera cultivar un vicio —en la medida que pueda pagárselo—, pero un vicio sincero, ya que, como apuntaba hace un momento, puede ayudarnos a descender sin miedo hasta nuestras zonas escabrosas. Sí, admiramos a los malditos porque se entregaron con deleite y devoción a su propia ruina, pero de ellos debiéramos tomar el deleite y la devoción, no la ruina.

Stevenson apuntaba que la única norma vital que debe prevalecer es la alegría; yo añadiría con Baudelaire que también hace falta llevar a cabo las tareas que nos gustan porque la actividad nos engrandece. Apenas dichas estas sílabas reconozco de súbito que el deleite permanece al acecho, tan a la mano; que las cosas que en verdad me agradan son más pedestres de lo que quisiera reconocer, y que en estos placeres ordinarios se cifra mi fortuna y mi porvenir: el modo de andar de las muchachas, la risa, el agua simple, la fatiga que causa el ejercicio, no usar gafas, cantar, conversar con los amigos, caminar descalzo, cocinar, mear en la calle, afeitarme, mirar a los árboles…

6 comentarios:

At 7:32 p.m., Anonymous Anónimo said...

Yo creo que de haber nacido en el XIX nos habrían encerrado en un manicomio.

L.

 
At 10:38 p.m., Anonymous Anónimo said...

La teoría es que el ser humano tiene un instinto de supervivencia...en verdad así es, y se ve claramente ante un peligro; pero hay una parte de los humanos que por el contrario su instinto es el del abandono (entendiendo ésto como el abandonarse o dejarse llevar sin oponer resistencia, incluso... buscando la pérdida) Qué no es natural... puede ser, ya que como animal vivo, desde luego es antinatural, pero "es" Algo debe estar estropeado en alguna parte. O tal vez es un límite extremo de la pereza más absurda, de la comodidad de espíritu en la lucha ante cualquier adversidad (no digo adversidades físicas, sino de las emocionales, espirítuales y del bienestar psíquico) total... quería decir algo así como... que es más facil para algunos humanos abandonarse y desear acabar pronto y sin dolor, que enfrentar "una vida" incluso con las maravillas que ésta ofrece. No sé si expreso lo que quiero decir pero es que el temita se las trae y hay para rato.
Salud:

Paula.

 
At 10:49 p.m., Anonymous Anónimo said...

Uhmmmm.... es que me quedó en el teclado lo que en realidad me puse a comentar y es, que en lo referente al placer o disfrute... uno de los extremos sería quien no puede disfrutar apenas de cosas bastante simples; no sabe, no ha aprendido, o ha aprendido justamente lo contrario. Probablemente éstos pueden ser también los mismos de los que hablaba antes.

Paula

 
At 9:17 a.m., Anonymous Anónimo said...

¿que es eso que decia Gombrowicz en Pornografia sobre el deseo de meterse a la boca del lobo? ¿Un arrojo adolescente para medir las fuerzas, un pulso con la vida?

Un abrazo.

—otro punk.

 
At 9:49 p.m., Anonymous Anónimo said...

a mi, simplemente me gusto...

 
At 12:39 a.m., Anonymous Anónimo said...

No olvides antes de dormirte mañana por la noche tu carta a los reyes magos...

 

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