domingo, septiembre 05, 2004

Otra de taxis

Cuando terminó la presentación del primero de mis libros, todos estábamos borrachos. Yo me tambaleaba en los brazos de mi novia, que, celosa como era, se encargaba de espantarme las moscas; brindaba y sonreía con un vaso de alcohol en la mano. Pero ya para irnos a la fiesta, nos detuvimos en un corrillo donde una joven poetisa, que recientemente había ganado un premio connotado, se me acercó demasiado balbuceando que quería regalarme su libro.

—Mira Ayala, leí el tuyo y me gustó, por eso justifico que haya salido primero.

Y comenzó a escribir una dedicatoria que duró página y media. Su libro, publicado en la misma editorial, había sido programado para salir antes que el mío, porque cuando el editor se interesó por el manuscrito ya habían cerrado, según me dijo, el número de volúmenes que editarían ese año. Sin embargo, por motivos que desconozco, no fue así.

Tomé el librito, y sin leer el título lo eché en la bolsa de mi saco, agradeciendo efusivamente su regalo. Seguimos bebiendo un rato más, y a la salida paramos un taxi. Mi novia me pidió que le dejara ver la dedicatoria, pero era tan larga, la letra tan pequeña y nuestra cercanía tan propicia, que comenzamos a tocarnos haciendo a un lado esos poemas.

En la fiesta pasaron cosas que después de tantos años aún me perturban. Recuerdo a una muchacha altísima cuyo peinado afro casi rozaba las lámparas; que alguien encontró el kilo de marihuana que guardaba debajo de la cama; recuerdo una falda corta de pana azul cielo; que toqué la guitarra; que el Gordo Figueroa habló con vehemencia de la belleza de la variedad; recuerdo a mi novia en un pasillo oscuro.

Dos o tres semanas después tomé un taxi en Insurgentes rumbo a Portales.

(—¿Y cómo va el día?

—Ps, flojo…

—¿Es tuyo el taxi o lo chambeas?

—No, lo trabajo…)

Como siempre sucede, me dispuse a adoptar el primer personaje que se me viniera a la mente; pero el taxista no me dio oportunidad, pues casi de inmediato me comenzó a hablar de libros —a su manera. Habló de Poe (pronunciando todas sus letras); refirió a Vargas Llosa; se detuvo largamente en algún poema de Benedetti. Me sorprendió que hablara con agrado de la lectura, y le pregunté si escribía. Le dio risa. Entonces me confesó que de vez en cuando hacía poemas, pero que prefería leerlos, porque los había muy buenos.

—Ahí —señaló la guantera del coche—, hay un libro que me dejó encantado. Y no lo va a creer, lo olvidaron el otro día.

En el primer semáforo que se puso en rojo, abrió la guantera y me extendió el libelo.

—¡Y está dedicado!

—Ya lo veo: página y media.

Se acercaba mi destino y saqué el dinero. Salí del coche sin contar el cambio.