viernes, septiembre 24, 2004

Exilio: del latín exsilium, derivado de exsilere 'saltar fuera', y éste de salire 'saltar'.

Ayer me di cuenta mientras erraba por la calle, que justo esa noche cumplía cuatro años de haber arribado a Madrid. El tiempo mental y las fechas del calendario, como se sabe, con frecuencia son irreconciliables. Tal vez recuerdo con mayor nitidez mis últimas semanas mexicanas que los desmanes del año pasado; quizás aún tengo más presentes los días que viví en Londres, hace ya seis años, que los meses precedentes, donde he vuelto a ver —no sé cómo— las costuras de mi vida, dando de sí, desbordadas por la obesidad de un vórtice. No siento, sin embargo, que estos años se hayan esfumado rápidamente, aunque han sido inasibles y vertiginosos. Pero quizás desde el año pasado algo cambió en mi espíritu: comencé a sentirme habitante de esta ciudad, que probablemente ya conozco mejor que el DeFectuoso (lo cual no es tan difícil atendiendo a sus dimensiones); dueño de una ciudad en la medida que la conoces mejor, como creían los Ilustrados.

La realidad madrileña, a pesar de todo, me es ajena, esquiva de muchas maneras. Es curioso encontrarse a compatriotas que han adoptado, por ejemplo, cierto acentillo español, habiendo pasado en Madrid apenas uno o dos meses. Será mi obsesivo monólogo interno —que se repite y se desdobla en un chilango de barrio—, pero no me ha sido dado abandonar nuestro peculiar discurrir dialógico. Atiendo al lenguaje, porque cada modo de hablar nos exilia, de alguna manera, de otros códigos: cuando comencé a estudiar filosofía lo primero que tuve que aprender era el modo como cada filósofo se refería más o menos a las mismas cosas; frases como "la expresión es, en mi lenguaje..." las podemos leer en Aristóteles, Leibniz. Kant, Hegel, Sartre, Deleuze... Para entender de qué hablaban había que entender también cómo hablaban. Almodóvar fue muy celebrado en México, y todos gustamos del modo de hablar de sus personajes, adoptando incluso, desde nuestro esnobismo clasemediero, algunos modismos chocantes que hoy ya forman parte del transcurrir discursivo de muchos camaradas. Al tercer mundo nunca le son ajenos los padecimientos y grandezas del primero, nos los enseñan en la escuela, lo mamamos en la calle; por analogía, uno se imagina que les ocurre lo mismo, y, con frecuencia, nos parece inaceptable que sepan tan pocas cosas de nosotros comparadas con todas las que sabemos de ellos (no puedo decir cuántas personas me han preguntado lo que quiere decir "güey"). Esto me recuerda que en una de esas fiestas multinacionales que se organizan de vez en cuando, un guato de peruanos sostenía con mucha seriedad que la influencia México-Perú/Perú-México, era innegable; entonces, pasaban a mencionar a nuestros afamados cantantes, actores, cómicos, escritores, pintores..., con un conocimiento, lo confieso, mayor que el mío; pero cuando pasaron a sugerir la influencia de Perú sobre México y vieron que me quedaba callado —no sólo por ignorante—, una extraña molestia floreció alrededor de la mesa. De Centroamérica, Nicaragua (¿Guatemala?), de Suramérica Brasil, Argentina, y a veces Colombia y Chile. El resto no existe. En México también miramos a otra parte, al Norte. Pero este es otro asunto.

No adoptar los usos discursivos después de cuatro años, debe significar algo, supongo. También tendrá que ver que escribo en mexicano y que leo con acento mexica —y que la mayor parte del tiempo hago una de estas dos actividades. Peores cosas me han sucedido: en alguna fiesta, luego de que le dimos suelo a varios litros de cerveza, un obcecado me extendió una guitarra y me pidió que masacrara los oídos con algunas rancheras; por su puesto me negué, pero la insistencia fue unánime. Tomé el instrumento y descubrí, para mi horror y beneplácito del público, ¡que me sabía todas las canciones que pedían sin haberlas interpretado nunca! Lo mismo me ocurrió con los tlacoyos y la fabricación de tortillas, que en casa ya es habitual. Jamás me había puesto a la elaboración de garnachas, pero desde el primer intento —una noche aciaga y quejumbrosa— di instintivamente con la fórmula.

Ayer, sin proponérmelo, asistí en mi paseo a los lugares de mis primeros días madrileños, una noche fantasmagórica, cuyo recuerdo difuso se volvió un recorrido —también difuso— por lugares que se habían nublado con el tiempo, y que ya no frecuento: el bar Don Benito, la calle de Santa Engracia, el vino tinto, la pensión SIL...

Hace cuatro años había llegado solo, sin conocidos, sin lazos, y sin tener muy claro, la verdad, para qué había venido; se trataba de una aventura donde no me quedaba más remedio que echar mano de mi pasado para construir los días difíciles que se fueron presentando como una serie navideña, parpadeantes y no pocas veces desoladores. Quiero subrayar la función del pasado, porque era el único referente que tenía de mí mismo en la aventura, la única brújula, el único mapa, así es que me lo traje —eso: como un traje viejo pero amado—, no tenía otra cosa. Todavía hoy sigo escribiendo historias que se me ocurrieron antes de venir (qué compleja e involuntaria es la escritura), si bien mis dos últimos libros nacieron aquí.

El 22 de septiembre del 2000 un avión de British Airways, con escala en Londres (Londres y Berlín representan la razón por la cual decidí venir a Europa) me trajo a Madrid; venía por diez meses, supuestamente para continuar con una investigación sobre Leibniz (¡Leibniz en Madrid por un mexicano!) Hoy, como cuando llegué, tampoco podría decir cuánto tiempo más voy a permanecer aquí, ni adónde voy exactamente: la aventura se ha vuelto más enredada y extraña; es verdad que a veces he querido volver y terminar con esto, pero algo dentro de mí me sigue incitando: me falta más, me digo, debo seguir tentando la suerte. Los fantasmas no desaparecen, pero cada vez me llevo mejor con ellos.