miércoles, agosto 04, 2004

Visiones del Mal

1. La bendición del Mal.

Esta edad oscura que vivimos, cuyo esplendor parece consistir en una interminable decadencia, cuenta entre sus atractivos la capacidad de tornar innocua cualquier circunstancia que, ya por su origen, ya por sus repercusiones pudiera resultar incómoda para el sano adormecimiento de las masas. Otro de sus lujos, falaz pero útil, es apelar constantemente a un relativismo cuyo verdadero fundamento no es nuestra incapacidad de encontrar criterios firmes que no encallen en la esoteria científica o supraterrenal, ni una lógica de relaciones y correlaciones múltiples que encuentre su verdad y resolución en su proceso, sino un supuesto ateísmo que en realidad encumbra al Dinero como verdadero Dios: desfilan ante nuestros ojos diversas y depuradas formas de Dominio, anquilosadas y celebradas en nuestra historia, ante las cuales ya no sólo servil y acríticamente nos rendimos, sino ante las que sonrientes y febriles, ansiamos arrodillarnos.

La evolución de nuestra especie y su innegable progreso ya no poseen desde hace tiempo connotaciones edificantes; el asombroso desarrollo tecnológico, la conquista del espacio y la manipulación teledirigida, son pequeñas muestras del desenvolvimiento de las condiciones materiales a las que estamos sometidos. Sin embargo, ni el progreso, por un lado, ni la evolución por el otro, han perdido de vista sus significados originarios: según la noción de progreso seguimos avanzando, yendo hacia delante, no sólo porque dentro de nuestra concepción lineal del tiempo no hay manera de volver atrás (“palo dado ni Dios lo quita”, dice el refrán), y todo paso, aunque sea un paso en falso, se da de cara al futuro; seguimos avanzando, nada más que, como sucede con la evolución, ya no queda muy claro hacia dónde. Que el progreso y la evolución humanos describan hoy la situación de deterioro en que nos encontramos, y comiencen a dar muestras incontestables de que los excesos de la civilización no sólo no se equilibraron por sí mismos, sino que nos han venido arrastrando vertiginosamente hacia las Tinieblas, no dice nada en contra de nuestro desarrollo, sino únicamente en contra de ciertas esperanzas Ilustradas que fueron incapaces de materializarse sin volverse instrumento del Mal.

Bajo esta perspectiva poco propicia, nuestra mirada hacia a el futuro, por más ofuscada que se encuentre, no puede ser insensible a un pasado cuyas consecuencias comienzan a enrarecer nuestros días; y, dada la especificidad de este momento histórico, cabe preguntar si bajo las coordenadas que hemos venido describiendo es posible hacer una inflexión, y de ser posible, qué cauce, hacia qué rumbo convendría dirigir nuestros esfuerzos. En este sentido, o bien pensamos la evolución de nuestra especie como un proceso exclusivamente natural que trasciende nuestra voluntad (quiero decir, nuestro explícito deseo por elegir un camino), una ciega fuerza que nos arrastra como un perro atado a un coche al que, a pesar de sus aspavientos, su odio o su dolor no le queda más remedio que seguir la violencia del carro; o bien, este progreso y esta evolución no son indiferentes a la voluntad humana, sino que, al contrario, nuestros hallazgos y nuestra podredumbre han sido propiciados, de alguna manera, por nosotros mismos.

Si se trata de una fuerza ciega, no habría nada qué hacer excepto avenirse mansamente a los designios ignotos que han de trascendernos, donde una postura quietista sería preferible a cualquier activismo, pues, posiblemente, éste último sólo aceleraría nuestra debacle. Pero si, como parece ser el caso, los deseos de la humanidad inciden efectivamente en el curso de la historia, hemos de guarecernos bajo la perspectiva de la teoría de la sospecha, desde la que no podemos dejar de atisbar y reconocer que individuos inalcanzables, algunos de ellos sin nombre y sin rostro, han venido manipulándonos más o menos como se arrea un rebaño. Y es aquí donde se abre una nueva disyuntiva. O bien este progreso y esta evolución igualmente nos trasciende (desde que no somos nosotros quienes manejamos los hilos) porque no está ni ha estado en nuestras manos su desarrollo; o bien, supuesta la debacle que parece decorar nuestras incertidumbres, somos cómplices y justificadores —hayamos otorgado o no nuestra aquiescencia al sistema— del predominio del Mal.

Es decir, o bien estamos y somos inermes, impotentes ante el Imperio, y sólo nos queda la resignación de ser espectadores activos del influjo del Mal, o bien podemos resistir aunque no hemos hecho aún lo suficiente; pero ¿qué nuevo sacrificio, qué otra prueba, cuántos holocaustos más han de acendrar nuestra melancolía? ¿Hemos de permanecer regodeándonos en la ignorancia y conformándonos con las diversas tentaciones del Demonio?

En cualquier caso somos dirigidos por el Mal, cuya tiniebla, además de haber envenenado hace milenios el alma de los Tiranos que nos dirigen al abismo, parece haberles garantizado el poder a muy alto precio, pues sus hediondas almas corrompidas, ¿cómo podrían por sí solas complacer la vanidad del Maldito, si no hubieran pactado entregar las de la Humanidad entera, el Espíritu de la Humanidad?

No temo reconocer ante este panorama de servidumbre a las voluptuosidades del Mal que me descubro profundamente reaccionario, alegremente retrógrada y conservador. Quiero decir que desde que este inicuo Imperio parece deleitarse con orillarnos al cadalso, desde que sus salidas sólo contemplan la alienación, la estolidez y la barbarie, no puedo sino oponerme a sus innovaciones y apelar al pasado, a una tradición hoy resquebrajada, y tratar de conservarla conmigo; preservar la memoria, pues un deseo inmenso de pasado podría propiciar los cambios del futuro; era en este sentido que Unamuno hablaba de revolución:; “Revolución, de revolver, significa el acto de volver atrás, de donde se deduce que toda re-volución es re-acción, ya que la volución o la vuelta es una acción.” Sin embargo, no me parece que desde la soledad de mi escritorio terminen por diluirse estos fantasmas.

2. La perversión del Bien.

Decimos que la Globalización —tal y como se está llevando a cabo— es injusta, entre otras cosas, porque es un sistema que no sólo ignora la opinión de la mayoría, sino que, mientras beneficia aparentemente, sólo a unos cuantos, termina por subsumir al resto en la miseria; decimos que la Globalización es injusta porque no incorpora la equidad (económica, jurídica, mediática) como uno de sus intereses o sus metas, porque no considera valiosa, explícitamente, la necesidad del bien común, de un nosotros que incluya a todos los humanos. Y es que, contrariamente a nuestras quejas, el Imperio del Mal funda su equilibrio en la desigualdad, y en vez de armonía nos ofrece contrapuntos cuyas delirantes líneas melódicas se entremezclan disonantes e individualistas. La solidaridad da paso a la misantropía, el compromiso amoroso a la promiscuidad cosificada, la alegría a la depresión; el pensamiento parece rendirse frente a la moda y la frivolidad, mientras que el consumo desaforado y la pérdida de libertades se imponen jocosos como parte insustituible de la higiene social.

También decimos que este sistema está equivocado porque parece encaminarnos hacia la destrucción; al desfavorecer a tres cuartas partes de los habitantes del Globo, los aparentes beneficiarios de esta ruina no dan un paso ni beben otra caña sin que aumente el número de resentidos, sin que crezca el cinturón de miseria que hace tiempo ha comenzado a cercarlos. Pero “la ambición y la mezquindad de los Tiranos, de los sacerdotes del Diablo, terminará por asfixiarlos”, insisten algunos bien intencionados, y les preguntan: “¿acaso no se dan cuenta de que ustedes también son parte del cosmos y que tarde o temprano los alcanzará la vileza con que han tratado al mundo y a su gente?” “¡Si repartieran —continúan los filántropos— unos cuantos millones de su precioso lujo a esta plebe que se conforma con tan poco!” “¡Unos cuantos miles que para ustedes no significarían nada y que a estos pobres los haría tan felices porque en vez de un plato de arroz podrían comer uno y medio!” “¡Ah, pero su avaricia terminará por perderlos, insensatos!”, reprocha el coro de altruistas.

Sin siquiera mirarlos, con ademán parsimonioso y con la frialdad y la soberbia que el Demonio le obsequió al Tirano, el esclavo del Diablo ordena más misiles, endurece sus fronteras y sus leyes migratorias, manda diseñar refugios, fortalezas y palacios; moviliza tropas; invade y destruye lo diverso porque su lógica no entiende sino lo idéntico a sí mismo, el Mal.

Y este es nuestro error: considerar que el Déspota es insensible a la destrucción y la miseria que produce, que no se da cuenta, que no se percata de que al arrastrar a la humanidad hacia el abismo también caerá Él a las tinieblas, cuando hace, no sabemos cuánto tiempo, se llevó a cabo el Pacto Endemoniado. Llamamos injusto a este Sistema porque no entendemos su Justicia; decimos que está equivocado, porque amamos la vida y creemos que la autodestrucción no es un valor. Pero el yerro es nuestro: la justicia del Mal consiste en la opresión gratuita, en la miseria inmerecida, en la tortura arbitraria; su más alto logro en conseguir la disolución y podredumbre universales. Para los Esclavos del Diablo, no hace falta una nueva ética que los sustraiga del camino retorcido que han venido pulimentando; las constelaciones actuales, luminosas por el brillo de la sangre, la explosión de las bombas y la dentadura postiza del Tirano, tienen ya su Ley: la Ética del Mal.

Yo creo, si mi ingenuidad y mi habitual pesimismo no me confunden, que si es cierto que la evolución de lo humano no nos supera o trasciende como especie, y si algo Divino aún refulge en nuestras almas enajenadas y disminuidas que pueda ayudarnos a cambiar los designios del Maligno, hará falta un enorme ejército de reaccionarios, un peligroso comando de retrógradas, ¡una sola comunidad de re-volucionarios! Pero qué pronto se desvanece mi entusiasmo cuando reconozco que mis palabras exaltadas apelan a un pensamiento extraviado a finales del siglo XVII que, aunque bondadoso y razonable, parece haber sido vencido desde sus formulaciones primigenias. Y aquí me tienen, apelando a los muertos; regresando a los viejos oráculos; mirando al cielo mudo para ver si comprendo las estrellas; y no comprendo, y la Esfinge no me dice nada, ni si quiera un chascarrillo, un insulto críptico. El sinsentido es peligroso por la misma razón que el nihilismo, porque tanto la Nada como el desasosiego nos desbordan, y en medio del caos da la impresión de que el mejor consejo que podemos dar y recibir es “¡Sálvese quien pueda!” Pero no hay salvación, o, al menos no la habrá si al final de esta Historia en que hemos sido esclavos por ser reyes de nosotros mismos vuelve a ganar el Diablo y firmamos su pacto. Tenemos la última palabra.