lunes, agosto 23, 2004

Desmayo

Se acercaban las dos de la mañana del martes pasado cuando decidí interrumpir el trabajo para tomar un poco de cereal, pero no había leche en la despensa. Salí a comprar un litro a la gasolinera de la Plaza pensando en los fantasmas que no me habían dejado concentrar a lo largo del día. La noche es más propicia, me dije, y en la medida que regrese al libro, lo de menos es la hora en que me duerma. El servicio de limpia esparcía la basura a manguerazos, un camión de bomberos no se detuvo en el semáforo, algunos borrachos se abrazaban afuera del metro. Subiendo la cuesta que desemboca en mi casa (calle San Magín, ¡vaya nombre!), volvieron mis reproches sobre las escasas páginas conseguidas a lo largo del día. Me flagelaba sin piedad cuando vi a mi derecha a un gigante abrazando a una muchacha que se encontraba tendida en el suelo. Me les quedé mirando con sorpresa y con cierto temor, pues uno nunca puede saber si su presencia es favorable en los asuntos escabrosos cuando se trata de gente desconocida. Sin embargo, noté que el gigante lloraba, que la muchacha no se movía, o, mejor dicho, que se movía como una muñeca de trapo, siguiendo los espasmos del hombre que la sujetaba.

—¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?

—Mira, ¡no se mueve!

No soy un hombre de acción. Sé que algún otro hubiera sabido reaccionar con denuedo, y quizás hasta diagnosticar a la chica de manera precisa. Lo único que se me ocurrió fue hacer las típicas preguntas cuando alguien se siente mal en el cine o algún concierto (¿está enferma de algo?, ¿le pasa con frecuencia?, ¿toma algún medicamento?, ¿ingirió drogas?, ¿ha bebido demasiado?) Habían bebido, pero en los dos años que llevaba viviendo con ella, nunca antes se había desvanecido de esa manera. Me pidió que la arrastráramos hacia un muro para recargarla. Yo pensé que lo mejor era que se recostara en la banqueta, pero me avine a sus deseos. Recordé que hace más de diez años unos amigos me invitaron a tocar con los Fredy's, en uno de esos bailes populares, donde el plato fuerte iban a ser los Temerarios. Recordé que mientras tocaban uno de sus éxitos, sacaron a un joven en volandas y lo tendieron en el suelo, que un intrépido aseguró saber primeros auxilios, y que terminó por asfixiarlo cuando le daba respiración de boca a boca; el joven estiró las piernas como pollo en el instante que el supuesto paramédico se perdía en la turba.

No diría lo que viene a continuación si no me pareciera absolutamente imprescindible, si no viviera en este país, y no hubiera comprendido más o menos a su gente. Tanto la muchacha (23 años) como su novio, eran inmigrantes, él colombiano, ella ecuatoriana. El gigante se dio cuenta en seguida de mi falta de pericia, pero me agradeció no haberlo dejado solo, mientras todas las personas que pasaban por ahí mejor se cruzaban la acera. Le sugerí llamar al Samur, ya que nosotros nada podíamos hacer, pero me pidió que esperara, porque quería llamar a su cuñado, para avisarles del estado de la chica (tenía miedo de que lo culparan a él de haberle hecho algo). Sin embargo, por los nervios y el llanto, tardaba demasiado, y en estos casos se sabe que no hay tiempo que perder. Lo dejé junto a su novia tratando de localizar a sus parientes por el móvil, y me fui a llamar a un teléfono público.

La ambulancia llegó 15 o 20 minutos después. Dos individuos, uno bajo y rechoncho, otro alto y calvo. Le hicieron oler un frasco azul; nada sucedió. La tendieron en el suelo y le propinaron una serie de bofetadas (se las daba el petizo, con un placer que se le veía en los ojos); no reaccionó. Le dieron golpes en el pecho; nada. Entonces el rechoncho le tomó un brazo y se lo azotó contra el suelo (eso duele). Trató de volver a hacerlo, y la muchacha, inconsciente, puso resistencia. Los paramédicos se quedaron mirando a los ojos. La estrategia cambió. En México le llamamos tortura psicológica.

—¡Que ya está bien de hacer el tonto!

—¡Mira que si no abres los ojos llamamos a la policía para que te lleven por desorden público!

—¡Que te quitamos las bragas y hacemos contigo lo que nos dé la gana!

Todas estas frases acompañadas por el ritmo de las palmas del gordo chocando fuertemente contra las mejillas de la ecuatoriana. Pero no reaccionaba. Le inyectaron agua por la nariz; le causaban una asfixia leve; ni en cuenta. Los azotes y los calambres dialógicos continuaron un rato más hasta que la muchacha, como si saliera de bañarse, regresó al mundo.

Pasaban de las tres de la mañana cuando, en el elevador del edificio me pregunté si habrían tratado a una española de la misma manera. Quizás sí, pero ¿lo habría permitido su pareja?

2 comentarios:

At 5:56 p.m., Blogger A. said...

¡Qué fuerte!

 
At 2:32 p.m., Anonymous Anónimo said...

Es más que fuerte... en todos los años de mi vida (que son bastantes) he visto algo igual.... ni en españoles, ni en ninguna persona de ningún sitio. Y por desgracia he asistido a algunas atenciones de urgencia en su mayoría a las personas que llegan en pateras medio muertos de frío, hambre...miedo, medio muertos o medio vivos. Ése (ésos) tipo es una bestia.

 

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