lunes, julio 12, 2004

El verdadero escritor no puede estar gordo porque la gordura, si no proviene de una enfermedad, revela autocomplacencia y dejadez; cualquier signo de autocomplacencia deteriora la escritura. Debe uno vigilar la gula, los momentos de relajación, y acabar con ellos cuando aparezcan, de golpe, sin miramientos —debe aprender el placer de tener el estómago ligero, que es más grande que el de rellenarlo.

2 comentarios:

At 3:31 a.m., Blogger Igor said...

¿Realmente el ethos de la escritura es estético? Si en la literatura hubiese un centro ontológico al cual aferrarse sería, quizá, el patetismo (la dejadez, pues) y no el esteticismo grecoromanizado tipo Brat Pitt, como pareces plantearlo. Dicho patetismo trasciende toda estética, y sobre todo, toda estética equiparada a la dejadez y la relajación. La gula, y todos los demás excesos son fuente inagotable de inspiración artística. Prueba de ello son las cientos de obras hechas en todas las épocas y lugares. Un esteticismo cuya pragmática es universalista raya en lo polivocezco: es como decir que el amor es una cosa esplendorosa, y equipararlo con que la policía siempre en vigilia. El verdadero escritor, si tal cosa existe, se sitúa en los márgenes del todo social y desde allí se ve a sí mismo, y condensa, en su obra, lo que ve y experimenta. Ello sin importar si la cintura le mide más de noventa centímetros, o si tiene cuadritos en el abdómen. Hay que recordar que no todo lo que sale en la televisión es cierto: el culto al cuerpo no es el culto de la literatura. El ascetismo no es, ni siquiera, una condición necesaria para la liteartura. No humillemos a la literatura: no hagamos de los y las escritoras (gorditas) unos tigres reducidos al vegetarianismo. Por favor.

Un pseudo escritor gordito.
Rencoria.

Pd.
Coloco en este momento un link tuyo en mi blog.

 
At 1:54 a.m., Blogger antonio said...

Desde la obligada militancia de mis más de 90 kilos, estimado Héctor, me permito hacerle algunos comentarios sobre su reciente post “El verdadero escritor no puede estar gordo...”.
No trataré de invertir su petición de principio (“El verdadero escritor no puede estar gordo”) y convertirla en su calca rival. No diré, por tanto, que el verdadero escritor sólo puede ser un gordo –opino desde una posición interesada, pues no esperaré que una hipotética dieta, que no pienso iniciar, me otorgue la conquista de las más altas cimas del estilo, a las que llegaré, sin duda, resollando.
Elizondo hace notar que un bailarín gordo, si es hábil, da una impresión de gracia y dominio superior a la de sus contrapartes delgados. Algo similar se puede decir de los autores gordos. Si usted considera que la gordura equivale a autocomplacencia, yo le replico que la delgadez (sobre todo ahora, sobre todo en estos tiempos de anorexia femenina y bulimia estética) equivale a vanidad, y que un verdadero escritor no debería ser un vanidoso, sino un orgulloso, que es cosa muy distinta. Y nunca un escritor debería ser voluntariamente flaco, no debería imponerse el hambre porque sería un simulador y un ridiculizador de las hambres reales.
Un escritor voluntariamente hambriento, y por tanto flaco, es en el fondo el replicante de un cliché: el del interminable y fastidioso maldito. Un escritor que cultive la delgadez voluntaria y conscientemente es un top model literario, un Baudelaire primavera-verano que no soportaría el ataque a la autoestima de que alguien le dijera “¿Subiste de peso?”.
Si el autocontrol es la cualidad esgrimida por el escritor delgado, la autoironía, la subversión del esquema apolíneo-esquelético es la cualidad del escritor gordo. Un gordo torturado como Gide siempre será más interesante que un flaco superficial como Cocteau; un gordo encantador como Wilde siempre será menos pedante e innecesario que un flaco patibulario como Genet; un gordo paradójicamente conservador como Chesterton terminará por enfrentar el pensamiento con una agudeza superior a la del ilegible y enteco Foucault. Un gordo como Ibargüengoitia, en fin, logrará una narrativa irónica y brillante que siempre superará a los solemnes y apocados 46 kilos con zapatos de Jorge Volpi.
Vaya, supongo que habrá profesiones donde los flacos tengan una ventaja inapelable –no, por cierto, la de actores y actrices porno, a decir de las estadísticas-. Por ejemplo, recuerdo pocos punks gordos. Sólo uno, de hecho, pero quizá uno de los más brillantes, uno de los que trascendieron el género y consiguieron levantar una obra poderosa sin recurrir al cliché esquelético y de cabellos de colores en punta: Black Francis (desde hace tiempo, Frank Black).
Detengo aquí estas líneas que suenan cada vez más a una de esas antipáticas protestas políticamente correctas y, peor, gringas. Tenga mi consideración y la seguridad de mi más alta estima como lector.

 

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