martes, junio 01, 2004

Salustio

La suerte de Salustio, un muchacho cuyo entorno parecía ser una soledad lujosa y pulcra, aún me sigue intrigando. Su padre, según decía, viajaba mucho; cuenta de ello eran los juguetes exquisitos que llevaba a la escuela: objetos que en México nunca habíamos visto y que aún guardaban el perfume de las jugueterías alemanas, francesas y gringas de los años setenta. Sin ocultar su indiferencia los regalaba como si se tratara de papitas; al principio nadie se atrevía a aceptarlos, pues desconfiados, como somos los chilangos, nos esperábamos alguna bajeza posterior. Pero estábamos equivocados, como generalmente lo estamos cuando desconfiamos de lo desconocido; Salustio era obsequioso y sólo pedía a cambio que lo invitáramos a jugar futbol, que nos riéramos a su lado como amigos, aunque nunca lo hubiéramos sido, aunque nunca lo fuéramos. Su éxito ascendía conforme iba desprendiéndose de los juguetes más codiciados. Al cabo de unas semanas estaba rodeado por un corrillo de pequeños vividores (las peores cosas, como las mejores, se aprenden desde temprano), que ávida y fieramente, como los animales carroñeros, impedían que nadie más se le acercara. Una mañana, durante la clase de matemáticas, la subdirectora irrumpió agitada y desdeñosa; su habitual halitosis lentamente fue inundando el aula, y sentimos temor; la vitanda mujer leyó con regocijo una lista en la que también se encontraba mi nombre, y a gritos nos ordenó que la siguiéramos. Nadie hasta ese momento había notado que Salustio no estaba en la clase. Lo encontramos llorando en la Dirección junto a su madre, una mujer rígida y elegante, tal y como me imaginaba que debían ser las mujeres distinguidas, aunque nunca hubiera visto una; lo que más me atrajo fue su delgadez; ninguna de nuestras madres era como ella; su cabello negro le resaltaba las pecas, y sus pupilas verdes nos devoraban con frialdad. Hubiera dicho que era hermosa si su boca no nos hubiera transmitido esa amargura y la misma soledad pulcrísima que ya habíamos advertido en su hijo. Inútil fue que negáramos la calumnia. Inútil también que Salustio insistiera con denuedo admirable hasta el final que había sido él, él mismo, quien nos había regalado sus juguetes. Inútil nuestra obsecración y nuestro llanto. Fuimos obligados a devolver los juguetes al día siguiente —que Salustio no quiso aceptar—, y suspendidos una semana acusados de robo y amenaza; aciagos días que azuzaron el odio y la venganza de algunos de nosotros. Pero a nuestra vuelta, Salustio ya no estaba. Lo habían sacado de la escuela.