domingo, mayo 02, 2004

Humanismo y decadencia


Esta edad oscura que vivimos se ha caracterizado, entre otras cosas, por la violencia con que los llamados humanistas han sido arrojados al descrédito así como por su absoluta inoperancia al enfrentarse a un sistema cuya directriz principal es el consabido enriquecimiento de una minoría insensata e irresponsable. Cómo es que las Humanidades y sus estudiosos se han tornado impotentes y han dejado de ejercer la influencia social que alguna vez tuvieron; qué suerte les espera a los supuestos humanistas en la medida que continúen confinados a la marginalidad y a un aislamiento cada vez más árido son hoy preguntas ineludibles desde que la escasa incidencia que poseen las humanidades en la vida concreta de los individuos parece llevarlas a la extinción. ¿Debemos, en consecuencia, abandonar el humanismo, o, al menos, sus diversas expresiones contemporáneas (tal y como se han venido desarrollando) a causa de su aparente esterilidad? ¿Debiéramos abrazar gustosos, como si no hubiera otra salida, sus habituales y restringidas connotaciones y alcances aceptando y reconociendo sus, cada vez más acuciantes, limitaciones? ¿Qué alternativas nos deja la actual disposición de las circunstancias?

Un nuevo humanismo tendría, cuando menos, tres posibilidades. O bien buscar la manera de incorporar los yerros, la maledicencia, las contradicciones, la mezquindad y la miseria que ha venido definiendo lo humano en los dos últimos siglos; o bien restringir y depurar sus pretensiones de tal manera que sólo queden incluidas las manifestaciones humanas menos rabiosas, excluyendo o extirpando todo aquello que, desde cierta perspectiva, implique decadencia, desesperación y tristeza; o, finalmente, intentar adecuar a las constelaciones contemporáneas el antiguo concepto de Humanismo, cosa que implicaría vincularlo con el futuro más que con el pasado, incorporando la técnica, la ciencia (médica y biológica principalmente), el activismo político y la crítica social y económica.

Sin embargo, así como al excluir las expresiones aviesas o adversas de lo humano corremos el riesgo de alejarnos de las pulsiones que han marcado el rumbo de nuestros pasos, desde el punto de vista social y estético, y perder la posibilidad no sólo de una comprensión más amplia de la realidad humana, sino al mismo tiempo de perder a la larga todo vínculo con las preocupaciones actuales, por más pedestres que se presenten; de la misma manera, asumir acríticamente, tan sólo para no quedarse al margen, la desgracia (des-gracia) y la decadencia (de-caída) que margina y arrincona a tres cuartas partes de la población para mostrar, por si no estaba claro, que los excesos de la civilización técnica no se equilibran por sí mismos, conlleva el riesgo de que la interiorización y la aprobación de la presión y la opresión sociales nos habitúen (ni siquiera con resignación, sino casi de manera natural) a adaptarnos a la injusticia, temiendo siempre una desgracia peor, como de hecho han venido propiciando las diversas estrategias de dominio que han orillado a los individuos a someterse animosamente y a agradecer las migajas que se les arrojan, porque siempre sería peor no poseer nada (recordemos, por ejemplo, la situación de los inmigrantes en los países ricos a quienes al negárseles el permiso de trabajo y orillarlos a innumerables calamidades y vicisitudes para poder sobrevivir, no se evita que intenten ganarse la vida, o que regresen a sus desastrados lugares de origen, sino que laboren a cualquier costo como un útil mecanismo de sometimiento y docilización, pues como son ilegales toda subversión les está prohibida, así como todo derecho.)

En la medida que el Humanismo consista, como en las últimas décadas, en una nebulosa bajo la cual se agrupan, cuando no diversas asociaciones parasitarias, individuos incapaces de justificar el valor o la validez de sus preocupaciones y que, al contrario, por temor a una situación aún más adversa se ven obligados lastimosamente a hacerle la corte a un humillante sistema de premios y castigos que evalúa sus trabajos y sus méritos no en función de su incidencia social o a partir de la grandeza o miseria de sus análisis y lucubraciones, sino a través de un muy satisfactorio examen burocrático que fiscaliza, como si se tratara de la Secretaría de Hacienda, no los contenidos, sino la cantidad de justificantes, recibos, memoranda, diplomas y número de veces que aparece su apelativo en alguna oscura nota a pie de página, continuará legitimando un sistema económico y tecnócrata que sólo valora a aquellos que tengan como meta el enriquecimiento, la liberación del mercado y la cosificación de los individuos.

Es cierto, sin embargo, que, quizá la más valiosa aportación de las vilipendiadas humanidades sea arropar la Memoria de la humanidad y de esa manera convertirla en un instrumento de nuestra conciencia, un marcapasos (como escribe Steiner) en el crecimiento y la complicación vital de nuestra existencia. Pero desde que, para nuestro sistema social y político la Memoria sólo posee un valor de cambio adverso, pues lo aprendido y susceptible de rememoración constituye un lastre social donde los valores que se elevan exultan el olvido fácil, la volubilidad, los cambios vertiginosos de la moda y donde el alcoholismo y los antidepresivos se proclaman como correctores masivos e indispensables de la insatisfacción y la conducta crítica que no se solaza en la bajeza ni se encierra tan dócilmente en esta ergástula, las Humanidades nuevamente, se ven confinadas al exilio.

Es en este sentido cómo, en la medida que las Humanidades, y los hoy llamados humanistas, no sean capaces de vincular sus esfuerzos, como en sus días hicieron Leibniz, Cardano o Bruno, a un activismo (sé que tiene esta palabra un tufillo desagradable; desagradable para los reaccionarios y conformistas, pues sin actividad no hay cambio), no sólo están en peligro de extinción, como decía, sino que justificadamente se extinguirán.

La estructura endogámica, el gueto al que se han confinado las Humanidades han orillado al escritor y al artista a promoverse como mercenarios de sus esfuerzos estéticos y a peregrinar como vendedores ambulantes, cuando no a vender su imaginación e inteligencia a los sacerdotes del Dinero; los filósofos y los historiadores, por su parte, se han vuelto bufones ininteligibles en un universo donde la última palabra proviene de la indigencia mental de algún político o comunicador que probablemente ya no de manera voluntaria, sino como un mecanismo automático, tergiversa y oculta los acontecimientos. El viejo imperialismo norteamericano que viene disfrazándose con las nuevas formas de totalitarismo que engloba, ya nada veladamente, el proceso socio-estético-político llamado globalización avanza bajo la vieja fórmula, democráticamente consensuada (y no es paradoja) del sometimiento de la mayoría por unos cuantos. Dos abismos se abren, uno a cada lado del desfiladero, que ya comienza a desmoronarse, por el que caminamos: o bien existe un plan macabro preestablecido por individuos sin rostro que viene propiciando nuestras carencias y miserias; o bien, de manera natural, a pesar de cualquier planeación, la semilla del deterioro y la finitud ha tornado siniestro el desarrollo de las posibilidades humanas. Pero esto no necesariamente significa que carezcamos de salida, sino que tendremos que acostumbrarnos al vértigo.