martes, abril 13, 2004

Para una doxografía de Don José Israel Carranza


1. La primera vez que leí algo de José Israel Carranza viajaba en autobús; en las prisas de mi partida, desdeñando la posibilidad de revisar que mi equipaje estuviera completo, me había dado tiempo de imprimir un par de escritos que, doblados en cuatro, permanecieron ocultos en el fondo de la mochila hasta que el hambre, más o menos a la mitad del camino, me hizo introducir la mano en busca de una torta que arrebujada en papel metálico se había quedado —entonces lo supe— en la mesa de centro de la sala. Mi mano titubeó como uno tropieza cuando calcula un peldaño más en la escalera. Revolví sin mirar, porque no tenía el valor de enfrentarme visualmente a la mala noticia, los escasos objetos que había acumulado en la mochila, y una y otra vez, pretendiendo un consuelo que no supe entender en ese momento, las páginas de Carranza encallaban entre mis dedos. Habituado a elevar esperanzas que rara vez se cumplen y a aceptar con docilidad los resbalones de mi vida atribulada, abrí las cuartillas que se me ofrecían con tanta insistencia. A mi derecha una niña mordía ferozmente los restos de una pizza, junto a mi asiento un hombre desdentado succionaba una barra de chocolate. “La noche de Joe” estaba ante mis ojos. No se trataba del relato de un libro; era un fragmento que contenía al libro entero, si bien de manera sesgada, como la primer sonrisa que nos ofrece una muchacha casquivana. Al inicio me puso algo nervioso la obcecación de Joe ante la ruina, quien no puede sino observar impertérrito la muerte de su mentor, y contribuir a la suya encendiendo otro cigarrillo. Pero el extraordinario y, al mismo tiempo, nada fantástico encuentro consigo mismo me produjo asma. La asfixia continuó a lo largo de las páginas interrumpida a saltos por una risa seca. Había encontrado en estas líneas el rastro de algo que también reconocí cuando tuve entre mis manos algunos otros textos que conforman Cerrado las 24 horas: una antropología sobre aquellos que tienen la facultad de estorbar, de ser bochornosos para los demás y para sí mismos. Desdichados que logran entrever por un momento que su suerte puede cambiar de manera inexorable; algunos abrazan sus costumbres hasta que la herrumbre de su perseverancia los torna insensibles para atisbar la innocua recompensa de su esforzada devoción; otros se arrojan al deseo de que la rutina los salve de cualquier imprevisto, en un universo dispuesto para vivir el presente cómodamente y no desperdiciarse en recuerdos. Personajes que se crispan frente a sus circunstancias, y cuyos delirios e imaginaciones dependen de este cuarto de hotel, de este dolor de muela, del último café. Dentro de un universo donde todo tiene sentido, una impensada contrariedad amenaza con trastornar nuestra fortaleza —tan endeble.

Se hace todo lo posible por escapar de uno mismo: viajes, que sólo nos procuran más desasosiego; una rutina que promete salvarnos a cambio de nuestra servidumbre; una renuncia dolorosa y premeditada a gozar con aquella muchacha, pero caemos nuevamente en la trampa, continuamos acosados por espejismos abriendo puertas falsas. Carranza (con ojo balzaquiano) va desmenuzando la psicología del contrariado, del entumecido o del cobarde. La lucidez de sus personajes, rebasada por lo imprevisto, se vuelve más brillante, sólo para mostrar que la catástrofe se ha instalado, y que ya no hay nada qué hacer para trastocar su cauce. Es curioso que la despreocupación de algunos personajes sea proporcional a su capacidad de resignación, y que su azoro en los momentos críticos no alcance a remover su anquilosamiento. Pero el nuevo rumbo de las circunstancias ya se aridece, ya vuelve a sujetarse a nuevas formas de la costumbre que someterá una vez más al individuo. Carranza nos propone que son los mismos personajes quienes desean escapar del aturdimiento que implica vagar sin rumbo a cambio de un camino prefigurado que nos empañará los ojos —arenoso y soleado.

2. A Carranza lo conocí en provincia, de viaje, en uno de esos encuentros de jóvenes promesas, pero entonces sólo supe de él que había publicado un volumen de ensayos (que no tuvo a bien obsequiarme); tenía que pasar más tiempo para que pudiera enterarme qué urdía aquel risueño y ocurrente escritor que habría definido, años después, el propósito de su Cerrado las veinticuatro horas como una suerte ética del agravio. Comenzamos entonces una correspondencia agitada como la respiración de un fumador que de pronto se anima a echar una cáscara: relatos, ensayos y notitas del refri cruzaron el océano durante meses. La Fortuna volvió a reunirnos más tarde nuevamente como becarios del FONCA, y, si mi memoria no se ha resquebrajado lo suficiente por el abuso de los psicotrópicos, recuerdo que pasamos noches delirantes y combativas profiriendo consignas inútiles y catárticas que exaltaban el carnaval y la orgía. Pero que incomprendidos y resignados volvíamos a nuestras habitaciones, como personajes de sus cuentos, derrotados por la vida. Fue en el último encuentro de aquél año, bajo el dominio de la estética de la troca y las botas puntiagudas, en Aguas Calientes, que tuvimos ocasión de mostrar, a nuestro pesar, incómodas intimidades, como la peligrosa navaja de peluquero con que me afeito, como el arsenal que suele cargar Carranza a modo de botiquín cuando viaja —compartíamos habitación. El escritor se revelaba persona, gran conversador, caballeroso y prolijo. Entre los libros que llevaba con celo recuerdo, insisto, si mi memoria no me confunde, un breve volumen de pasta azul cielo con un simpático gatito en la portada, obsequio, según creo, de una connotada cuentista mexicana. De nuestra última noche hidrocálida provienen aquellas aventuras calumniosas al lado de cierta poetisa sobre las que sus biógrafos no han logrado ponerse de acuerdo.

No recuerdo en qué circunstancias recibí la noticia de que el autor de La estrella portátil viajaría a Madrid. Una semana gris y fría le dio la bienvenida —era marzo—; creo que fui por él al aeropuerto, y que viajamos en metro hasta la casa. De los días que compartimos guardo algunos apuntes que no he vuelto a leer, pero es probable que hasta ese momento nunca hubiéramos hablado tan abiertamente sobre su creación: “mis cuentos empiezan con una imagen —sentenciaba—, antes de cualquier trama, una imagen”. Esto me hace notar que siempre que hemos coincidido hemos estado de viaje, de paso, y que, en nuestra correspondencia, ese afán aventurero se proyecta como sombra. Y ahora que tengo Cerrado las veinticuatro horas en las manos, me percato de que probablemente se trata de un libro chilango, homenaje a un pasado, a ciertos viajes, a ciertas memorias; una ciudad que al mismo tiempo es un punto de partida y un punto de fuga. Algunos chilangos hundidos por el ennui huimos a provincia; Carranza viene al DF y nos enseña un recorrido, nos deja un mapa y las llaves de la habitación 204 de un hotel del centro.

Vuelvo al Madrid neblinoso de aquel marzo. Recientemente habíamos perdido, o mejor dicho, nos habían robado, uno de esos tantos premios de cuento de los que nunca se sabe nada del jurado. Carranza me dio la noticia mientras caminábamos por la plaza de Chamberí, y añadió el nombre de la persona ganadora. Nos desplomamos en una banca y guardamos silencio. Las palomas y los ancianos que nos rodeaban también guardaron silencio. Recuerdo que miramos las maniobras cariñosas de una joven madre, que llegaba a mis fosas nasales el agua de colonia de mi acompañante, que nos dolían los pies. Por la noche, bebiendo chocolate amargo y con una docena de churros grasosos en las manos, planeamos una novela, que, como la foto que por esnobismo no nos tomamos en Portales la semana pasada, es probable que sólo forme parte de nuestra bibliografía espuria. No voy a referir la dolorosa trama del libelo, que incluye una pobre muchacha obsesionada por las pinturas negras de Goya, un par de elegantes y ardidos escritores, unos amores rastreros en una isla del Caribe y un final vengativo y feliz. Vagábamos esa u otra noche por la Plaza de España cuando vino a mis labios una pregunta desagradable: ¿Puede decirme, don José Israel, cinco escritores mexicanos que ronden los sesenta y al menos uno de sus libros? Sobra decir que no fuimos capaces de llegar a tres; sin embargo, en ese momento, al fin pudimos nombrar una revelación que hasta entonces no veíamos sino de reojo: es la misma suerte que vamos a correr dentro de treinta años. Estallaron las risas y regresamos a la casa.

(Texto leído el 27 de febrero del 2004 en la Casa del Poeta en la presentación de su volumen Cerrado las veinticuatro horas).