martes, abril 06, 2004

La inocencia culpable


Chuang-Tzu se adelantó casi cuatro siglos a San Pablo en atisbar que si no hubiera prohibiciones, tampoco habría faltas ni pecados. La promulgación de la ley, la postulación de normas y jerarquías a algunos los hizo libres, como paradójicamente suele decirse, mientras al resto los confinó al reproche y la mortificación, al deseo de venganza y a la culpa. Entonces, el peligro que implican estas disposiciones adversas pareció justificar la ley a posteriori. Pero no sabemos qué falacia es mas grande; con la ley nacieron el tirano, el culpable, el inocente y el castigo, pero no los justos, mientras que un estado sin ley (incluso sin las llamadas “ley del más fuerte”, “del menor esfuerzo” y “de supervivencia”), a estas alturas nos parece inhumano por su perfección. Es curioso que en nuestro idioma, desde el punto de vista penal, la inocencia connote su significado etimológico (lo que no es nocivo, lo que no daña); mientras en nuestra retórica cotidiana sea siempre un término que describe un estado moral que se confunde con la candidez y la ignorancia; también llama la atención que mientras la culpabilidad es el antónimo del sentido penal, en nuestros usos dialógicos las palabras pervertido, licencioso o depravado lleguen a ser sus contrarios. La inocencia penal se determina con mayor o menor injusticia ante el supremo, y los problemas que de ella se derivan no son conceptuales, sino de procedimiento; pero su sentido coloquial revela mayor complejidad.

Si aseguramos que Teresa es una muchacha inocente —asunto difícil, porque si nos consta querría decir que ya no lo es tanto—, referimos una actitud moral (social) que relacionamos, como he sugerido hace un momento, con la pureza y la ignorancia respecto a ciertos asuntos, principalmente sexuales; no queremos decir que sea inofensiva, sino que su mirada no alcanza —aún— los oprobios y arrobamientos del coito, sus preliminares y sus consecuencias. Se puede ser inocente y, al mismo tiempo, muy nocivo, lo que a simple vista encarna una contradicción, pero no falsifica la experiencia. Cuando ves a Teresa, sobre todo cuando se pone ese vestido azul claro, jamás podrías creer que se puede ser inocente y poseer esas caderas. Pero yo le pido al lector que recuerde las crueldades infantiles, los coqueteos de las vírgenes, el trastorno que nos causan. ¿Qué maldad infantil no es capaz de herirnos profundamente? ¿Qué muchacha inocente no podría ofrecer peligros ignominiosos a un corazón maduro y resquebrajado?

Así como los ultrajes que llevan a acabo las personas llamadas habitualmente inocentes se disculpan (eso mismo, se les resta culpabilidad) porque se parte de la suposición de que su estado de pureza los hace incapaces de desear el mal, de darse cuenta de los desastres que propician, igualmente, decía, debajo de la aparente fragilidad de la inocencia subyace la suposición de una antropología de la maldad. La inocencia prefigura un estado de corrupción inminente e inexorable que la vida misma se encargará de llevar a cabo; la bajeza natural de nuestro espíritu palpita en su interior agrietándola a cada latido. Balzac sugería que lo más seductor de una muchacha son sus modales, la manera como inclina el rostro, su andar oscilante, el modo como le tiemblan los labios; se había dado cuenta, como Bacon, que la belleza no sólo consiste en la perfección de las formas, o en su proporción, sino en el modo como se desenvuelve: en materia de belleza —escribe le filósofo inglés—, se prefiere la gracia de las formas a la hermosura del color, y la gracia del semblante y de los movimientos de todo el cuerpo a la perfección de las formas. Sin embargo, nos prevenía el autor de la Comedia humana, las mujeres que manejan su cuerpo más seductoramente suelen ser aquellas que mejor conocen los asuntos del mundo; pero ¡qué maravilla cuando la inocencia y una corrección que se confunde con el disimulo esculpe el alma de una jovencita! Balzac decía preferir, a pesar de todo, a las mujeres mundanas, circunstancia en la que sin chistar seguimos al maestro; hay vírgenes nocivas cuya naturaleza es proclive a los placeres del vicio, muchas otras resultan perjudiciales a causa de la obcecación que les produce su ignorancia, pero ninguna puede igualar los vapuleos, no sólo corporales, a los que con gran fruición nos someten las mujeres experimentadas.

Si la inocencia es un valor se debe al convencimiento de nuestra propia corrupción; por eso, cuando se pierde se le recuerda con nostalgia —circunstancia que, a mis ojos, no puede estar más equivocada. En la vida, donde cada quien va buscando fortuna con su cuerpo y sus flirteos, la inocencia ofrece muy pocas ventajas cuando se persigue voluptuosidad; y aunque con frecuencia suele preferirse el estado virginal a los placeres de un cuerpo entrenado en la venalidad, no se debe a su supuesta inocencia, sino a la combinación entre ignorancia y concupiscencia que muy tentadoramente nos ofrece (¡nunca he visto tanta lujuria y tanta torpeza juntas!, escribía Chateaubriand refiriéndose a la vírgenes). Por otra parte, toda relación humana implica un riesgo pues no hay nada más fácil que dañar a las personas que se aprecian precisamente porque nos han autorizado a actuar, en general, tan desvergonzados como somos. Aquellos que en verdad nos estiman terminan por aceptarnos, y he ahí el peligro porque de antemano podemos suponer que tarde o temprano causaremos algún perjuicio; no permitas —apuntaba Cardano— el trato continuado con la gente, pues la camaradería propicia la falta de respeto. Esto me recuerda el inicio de una borrachera en el infame Salón Orizaba de la calle Dolores, justo al lado del barrio chino. Aquella tarde había cometido la imprudencia no sólo de conducir hasta ese tugurio a una diosa cuyas delicias estaba comenzando a descubrir, sino de invitar igualmente al Féros, un buen vecino, cuya rasposa profesión —como su verdadero nombre— es mejor dejar en secreto. Ahí estábamos los tres, habitando alegremente el tumefacto tapanco y canturreando alguna que otra canción vernácula que escapaba de una antigua sinfonola, cuando llegó la primera ronda de caguamas. Entonces, luego de decir salud y dar el primer trago, para azoro de la bella e incredulidad de quien esto escribe, el Féros, dejando escapar alguna lagrimita comenzó a pedirnos perdón con una voz quejumbrosa y cascada.

—¿Qué pasó mi Féros? ¿Por qué nos pides perdón, pues qué nos hiciste?

—Nada, manito —respondió aferrando la botella como si fuera su último asidero—, pero siempre que me empedo le falto el respeto a mis amigos y mejor les pido perdón desde el principio.

Para no dañar basta con no querer, pero a veces sucede que nuestros actos no parecen depender completamente de nosotros; impulsos primigenios, deseos tortuosos, suelen escapar del cascarón de las buenas costumbres para abochornarnos con su presencia y desnudarnos de manera imprevista: una mano que se estira para manosear abrupta y desesperadamente a una vieja amiga; una boca que se abre para maldecir inconcebiblemente a un nene que nos abraza la pantorrilla; un suspiro, una palabra que nos confina al ostracismo en una cena elegante… El convencimiento de nuestra bajeza congénita (quizá azuzado por la insistencia en la caída, en el pecado original) no sólo ha dejado su rastro en la política y el derecho, sino que puede encontrarse igualmente en nuestras concepciones estéticas para regir, por dentro y por fuera, nuestros días. Las pelucas y afeites que desde el siglo XVII hasta la decadencia de los Luises formaban parte de la higiene personal es un buen ejemplo de ello; nunca proliferaron más los manuales de urbanidad, las máscaras y los disfraces; había que ocultar nuestra sordidez, nuestra ínsita corrupción; la inocencia comienza a entenderse como el tiempo que uno tarda en abrir los ojos, en escuchar el llamado de nuestra naturaleza. El Cándido de Voltaire representa, en ese sentido, una crítica mordaz a las esperanzas de Rousseau, pero tanto Pangloss como “el buen salvaje” del ginebrino dan cuenta de su creencia en la consunción inevitable de nuestro espíritu. La educación, por su parte, no supone otra cosa que el intento de reprimir a la bestia y sublimar su vulgaridad.

Los afeites y adornos, el afán de cubrir o corregir nuestro aspecto físico es algo que ha acompañado a nuestra especie desde sus inicios, y constituye, según ciertas teorías evolucionistas, la prueba más distintiva del pensamiento abstracto, pues implica un cambio sustancial en su concepción del mundo: pasar de considerar un objeto desde un punto de vista meramente instrumental a otorgarle, al mismo tiempo, un valor simbólico; entre más afeites y baratijas más desarrollada se considera una civilización. Y aquí radica su horror, la fealdad, la abyección y la sordidez son inevitables porque nos son inherentes; la peluca, la silicona y los manuales de autoayuda tratan de redimirnos, de transformar, aunque sea momentáneamente, nuestro destino. La inocencia, si bien de manera impensada, contribuye, junto con la simulación y la vanidad, a sujetar el remendado velo que, para salvaguardar las buenas costumbres, pretende encubrir nuestra hediondez y nuestro abismo, ¿habrá algo más dañino?