domingo, abril 11, 2004

Fotos

Ayer pegué en las paredes de mi estudio a dos héroes de la disipación: Baudelaire y Poe. Cada uno al lado de mi enorme Leibniz berlinés. Sobre Baudelaire coloqué a Chesterton; se trata de una foto de sus treinta años. Aparece sentado, con la pierna derecha sobre la izquierda, recargando su diestra sobre el respaldo de la silla y sosteniendo notoriamente con esa misma mano una pluma plateada. Su traje es ceñido y su obesidad un poco más que incipiente, pero breve comparada con sus gorduras de los últimos días. Su mano izquierda está recargada sobre su muslo derecho en forma de puño. Mira al frente con una seriedad socarrona; usa el bigote que llevó hasta sus últimos días y unas pequeñas gafas de alambre. No puede adivinarse qué tipo de corbata lleva pues el cuello demasiado apretado de su camisa y su chaleco —de ocho o nueve botones— le embuten con tal fuerza el cogote que una fofa y abundante papada se desparrama a manera de agalla. Su cabello ondulado y abundante se encuentra un poco despeinado, pero a pesar de ello, aunque carece de elegancia, no deja de mostrarse como un personaje distinguido, sobre todo agudo e inteligente. Sus manos son finas y alargadas aunque regordetas; su expresión, aunque seria parece contenta, como a punto de echar una carcajada, como si le estuviera costando trabajo permanecer en aquella pose. Me produce simpatía y agrado.

Debajo de Baudelaire, quien me vigila con una mirada de drogadicto que ya exige su dosis diaria o de niño malévolo y enfadado, puse a Connan Doyle. La foto es bastante conocida; no es aquella donde se encuentra en el salón de su casa. Aquí sólo aparece su rostro (aquél entorno, recuerdo, era bastante interesante): lleva el cabello muy corto y canoso; debía estar aterrizando a los cincuenta años. Aunque su rostro no muestra arrugas, su papada y su bigote canoso lo hacen ver más viejo (ahora que lo miro más detenidamente, quizá sólo tenga poco más de cuarenta). Sobre sus ojos pequeños y acuosos una ligera nubecilla de pelo insinúa unas casi inexistentes cejas; su nariz afilada brilla como el mármol pulimentado. Tiene el rostro inflamado, y las bolsas que le hinchan y probablemente le empequeñecen los ojos le dan un aire de enfermo. Sin embargo, nos mira altivo, con garbo, como ocultando una inexistente sonrisa debajo de su bigote espeso en forma de gancho. Flemático y elegante. (Baudelaire en cambio parece alguien que estuviera arrepentido o preocupado por haber hecho algo muy malo.)