Doxográfico
Desde hace mucho tiempo he desarrollado un gusto casi morboso hacia las llamadas doxografías (las crónicas de Eunapio, de Xenofonte, de Diógenes Laercio, los Evangelios, las Vidas de Plutarco...). Pero entre todas ellas he preferido siempre las hazañas de los autores cuya obra ha quedado extraviada sin remedio; de esta suerte, tenemos que conformarnos con las calumnias, elogios o desdenes que sus coetáneos o sus discípulos se encargaron de difundir, y nos toca a nosotros no sólo suscribir su falsedad o su belleza, sino igualmente reconstruir con los fragmentos que nos quedan la intimidad de nuestros personajes. Desde hace años, también, me he persuadido de que, como nosotros seremos los antiguos del futuro, probablemente sólo queden leves vestigios de nuestro paso por el mundo, quizás los más bochornosos o miserables. De Heráclito se dice que murió devorado por los perros luego de ser enterrado vivo con estiércol; de Zenón de Elea que, preso frente al enemigo, antes de cantar se mordió la lengua y se la escupió a la cara al jefe de la tropa; de Alcibíades que censuraba el uso de la flauta porque, según él, deformaba el rostro e impedía hacer uso de la voz al mismo tiempo; de Pericles que tenía vergüenza de mostrarse en público sin casco porque tenía el cráneo de la forma de un enorme huevo; de Auro Gelio que se dejó morir por el amor a un hermafrodita... ¿Y tú, lector, cómo crees que serás recordado si acaso alguien se toma la molestia de difundir tus pormenores?
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