viernes, marzo 28, 2003

Sobre la sinceridad

Es un lugar común que después de cuatro cervezas comienzan a decirse cosas que de otro modo permanecerían ocultas en nuestro interior, entre las cavernosas indiscreciones que no nos atrevemos a confesar. De ahí, probablemente, proviene la creencia popular de que los borrachos, como los niños, nunca mienten; creencia, como muchas otras que provienen del refranero popular, digna de sospecha.

Suele pensarse que si los estereotipos funcionan, si los lugares comunes siguen siendo tan transitados, es porque encierran alguna verdad (algo tendrá el agua para que la bendigan). Sin embatgo, todo aquel que haya bebido más de la cuenta y haya frecuentado la indiscreción y la imprudencia, convendrá conmigo que más que en la honestidad, las desinhibiciones alcohólicas suelen encallar en el desparpajo y la ostentación; y que los alardes de valentía no tienen tanto que ver con el desprendimiento de nuestra condición cobarde, como con la ofuscación desde la cual no somos capaces de intuir el peligro al que frecuentemente nos encaminan nuestros pasos zigzagueantes.

Que nos atrevamos apronunciar sentencias inauditas, aunque a la mañana siguiente nos punce más la cabeza a causa de nuestra imprudencia que por los dos litros de mezcal Huitzila que hubimos ingerido, no quiere decir que el alcohol nos torne menos mentirosos, ni que bajo su influjo, por dejar al descubierto nuestra vulgaridad y nuestras llagas, se diluya nuestra abyección y dejemos de engañarnos a nosotros mismos.

No entiendo bien a los que afirman que nuestra verdadera personalidad termina por surgir una vez que hemos inundado de alcohol nuestras entrañas a menos que pensemos que la sobriedad es una máscara, una cornisa, un telón detrás del cual se desenvuelve la farsa que, en verdad, merece ser tomada en cuenta. Pero esto me parece un poco exagerado; tendríamos que ser actores -y muy buenos- para que tanto el entorno que hemos propiciado como nuestra apariencia esté completamente disociada de esa interioridad supuestamente escabrosa que habita como animal venenoso una mefítica ciénega, y que sólo se manifiesta a través de los livianos vapores del alcohol.

Defiendo, sin embargo, una inquietante sensación de lucidez que sólo he podido alcanzar después de haber ingerido ciertas sustancias. Pero la lucidez y la sinceridad son dos cosas muy distintas. Que después de cuatro cervezas las mujeres que nos rodean comienzan a parecernos más hermosas es otro lugar común cuya verdad indiscutible nada tiene que ver con la sinceridad, sino con la voluptuosidad que nos ofrece el vicio; pero ¿quién no ha sido testigo del yerro y las subsecuentes incomodidades que acompañan a la lascivia alcohólica? Podría decirse, incluso, que pocas drogas son tan deshonestas como el alcohol; y, justamente por eso, porque siempre podrá apelarse a una laguna mental, o a un "haber estado tan fuera de sí" que ni nosotros ni nuestros amigos fueron capaces de re-conocernos, que tiene tanto éxito. Paradójicamente, nada hay más vejatorio que la resaca que sigue a una noche impertinente. La verdad no peca pero incomoda, dice el refrán (por suerte siempre podremos encontrar uno a nuestra conveniencia), pero ¿quién será capaz de quitarnos la vergüenza o la conmiseración el próximo sábado? Hagamos fama, que ya habrá cuervos que nos arranquen los ojos.