lunes, marzo 31, 2003

En cana

Como las canas comenzaron a atacarme alrededor de los veintidós años supe desde más o menos temprana edad de mi inminente decadencia. Me gustaba ir a cortarme el cabello a la peluquería de Don Otto —Donotón, le decíamos—; un peluquero que en su juventud había viajado por todo el mundo rapando cabezas y se había hecho acreedor a varios premios internacionales —de los cuales daban constancia los empolvados trofeos que arrumbados y orgullosos se desbordaban en una gruesa repisa—, pero, como él mismo decía, su vida andariega y feliz terminó por arruinarlo. Los riñones, en su caso, representaron la somatización de lo que hacía tiempo le gritaba su espíritu a cada trago: reposo, tranquilidad. No hizo caso, comentaba sonriendo, y el colmo fue la noche de aquél trato desventajoso con una prostituta. Fue operado, y, como siguiendo los pasos de Seferis, consiguió una mujer, se casó con ella, y alcanzó el doloroso reposo y la desdichada tranquilidad que su alma apocada y carcelaria le pedía; puso una pequeña peluquería en la calle de Pilares y disfrutaba enormemente de dos placeres que combinaba con su oficio: bailar boleros tropicales mientras te coraba el cabello, dando giros y pretendiendo que las tijeras o la navaja eran la mano de una jocosa muchacha, y mirar a través de la ventana, a cada rato, para saludar a los diversos personajes del barrio.

Donotón arrancó mis primeras canas, dos o tres que habían aflorado en mi sien derecha; pero pronto no tuvo más remedio que peinarlas, que luchar contra ellas; pronto eran demasiadas y yo mismo miraba frente al espejo, algo contrariado, un rostro sin arrugas, hasta infantil, con los cabellos entrecanos.

Las canas no me han hecho más interesante ni más simpático; tampoco le han dado a mi vida la seriedad o la calma que supone la decadencia. Un aire de contradictoria decrepitud —porque tengo treinta y un años y dicen mis amigos, sin el patetismo con que yo escucho sus palabras, que hasta soy muy jovial— tiñe constantemente a mi persona. En general no hay modo que la adultez sea más atractiva que la juventud; por eso, en un principio quisiéramos ser santos —virtuosos— o de plano arrojarnos al vicio complacidos, pero no tenemos la suficiente devoción; entonces cambiamos nuestro misticismo —cambiamos a Dios— por el deseo de la juventud. Las mujeres a aniñarse, a buscar su eterno veintisiete, a teñirse el cabello y recurrir al gimnasio; los hombres a poseer —el cuerpo cuando menos— de temblorosas y torvas quinceañeras. Y del mismo modo rendimos tributo a nuestro encarcelamiento, arrodillándonos ante nuestras cadenas, pero sollozando después porque lo efímero dura demasiado poco, y porque crece dentro de nosotros una frustración insoportable, pues tanto la juventud como la divinidad son igualmente inaprensibles.