martes, febrero 13, 2007

Estreñido

Cuando a mi ex mujer le dio la vena de largarse, y dejó aquella nota en el refri que decía: “Ya no hay más platos que romper. Te quise”, conocí el verdadero estreñimiento. Reacio a la promiscuidad de los retretes públicos y consecuente con el instinto que me hacía delimitar mis territorios, desde los tiernos años de la infancia había padecido un bloqueo de las facultades fisiológicas cada vez que salía de viaje o me iba de parranda. Asco y envidia me producían aquellos que, con la misma naturalidad con que una anciana se queda dormida viendo la tele, se internaban sin pudor en el escabroso universo de los baños públicos. Pero este rasgo de higiene poco tenía que ver con el verdadero estreñimiento, porque aquí una neurosis deliberada desviaba mis apetitos hasta que no regresaba a casa o me apropiaba del lugar y afirmaba mi individualidad abandonando un aromático desecho: mi voluntad terminaba por imponerse. El estreñimiento es otra cosa, corresponde más a ese quiero, pero no puedo que tanto se parece a las hesitaciones morales.

Esa misma tarde, lleno de júbilo, recurrí a mi agenda telefónica para dar parte a los amigos, pero cuando descubrí con horror y placer que estaba solo, que era libre, comenzó la tragedia. Preso de una ansiedad desconocida me arrojé a la calle tardes, noches enteras, y como un vendedor de enciclopedias a domicilio no me cansé de recibir portazos en la cara, cubetadas de agua fría. Mi condición de perro callejero duró no sé cuánto tiempo hasta que se me ocurrió la idea de refugiarme en una taberna. Pero qué mala la idea de buscar a Irene en el bar Conspiradores —adonde nunca se paraba—; ¡ay!, y peor aquella otra de no moverme de la barra bajo la ilusión de que así le sería más fácil encontrarme —¡si no me buscaba! Lo único que se me acercaba era el Anís del Mono con un hielo, esa copa de burbuja que parecía estar a punto de reventarse en mi mano.

Del trabajo a la taberna, porque no podía pasear ni estar en casa: todos los rincones de la ciudad me recordaban nuestras caminatas románticas, las plazas me traían el sabor de sus besos, los puentes y parques llenaban mis oídos de su risa, de su conversación pícara y entusiasta; así era Irene. Cada mueble, cada objeto del apartamento me recordaba un viaje, una historia en cuya trama quién otra si no Ella era el personaje principal. Y en la taberna Conspiradores, anís y tapas, y mi infantil reticencia a aventurarme al baño para realizar mis deyecciones. La casa, abandonada semanas y meses, también me resultaba ajena, antipática. Al estreñimiento físico sobrevino uno más atroz: el mental. Me quedé sin ideas, sin aspiraciones, sin deseos… ¡Miento! Estaban ahí, podía sentirlos abultarse en mis entrañas, pero se negaban a salir, a mostrarse con toda su fetidez y su fealdad. Yo pujaba, me quedaba horas frente a la máquina con la página en blanco, asía los apuntes de los libros abandonados con rabia, me tiraba de los cabellos, me hacía masajes en las sienes: todo era inútil. Ninguna palabra salía de mi testarudez de esfinge. Rendido, agobiado por mi propia impotencia volvía al bar Conspiradores, y, ahí, acariciando la burbuja de cristal, después de un par de tragos de anís, venían las imágenes, las ideas como un torrente, pero, insensato de mí, no llevaba papel, ni pluma, y las rasposas servilletas me disuadían a execrar en ellas mis perturbados silogismos.

La migraña estomacal me dejaba inmóvil, como iguana en peligro, aferrado a mi anís, o entornando los ojos frente a la pantalla de la máquina. Embrutecido por la desgracia renuncié a la tesis doctoral, a las reseñas, a los relatos, a todo aquello que me vinculaba a la vida, al recuerdo de Irene, y dócilmente comencé a asumir mi condición de batracio. No sin repugnancia me sumergía en la ciénega de los tugurios, y cantaba al oído de las mujeres que se incrustaban en mis brazos un lamento desafinado. Al alba, a la hora en que comienzan a despertarse los motores de los coches me encontraba más desdichado y misántropo que nunca.

¿Años? ¿Meses? Acaso sólo días de eterna desesperanza, de refinada melancolía, pero para mis carnes avejentadas, mucho tiempo después, a las puertas del metro Alonso Martínez, la vi. Yo traía unos retortijones de lujo y una libreta grasosa y arrugada en el bolsillo. La vi. Irene llevaba los brazos de Ordóñez alrededor de la cintura y una cola de caballo: me dio risa. Me dio risa, me dio pena, me dio alegría. Es así de simple: después de tantas noches de insomnio, de tantas conversaciones psicológicas, de tantos tragos dolorosos e inútiles, una mañana te levantas canturreando una canción que no te gusta y de repente descubres que ya no estás pensando en ella, y los lugares maravillosos que se habían vuelto insoportables regresan a una neutralidad pacificadora, serena, y sales a la calle, y, ¡zas!, en el lugar más ordinario te la encuentras. Qué fácil. Qué fácil era, me dije entre risas antes de besar su mejilla, y un sonoro pedo al estrechar la mano de Ordóñez, un sonoro pedo como las Trompetas del Juicio Final, desvió mi camino hacia una nueva vida.