martes, mayo 23, 2006

Dos viajes a Chiapas

Alrededor de diez años median entre las notas que siguen y el día de hoy. Pero las cosas no han cambiado mucho, entre ellas, y lo digo con pena, la postura de Marcos, que parece empeñado en presentarse como un personaje bufonesco. Asunto que igualmente me parece lamentable. Sin embargo, guardo grandes recuerdos de mis viajes a Chiapas, y a pesar de los desaciertos del caudillo, pienso que no podemos desviar los ojos y fingir que la vida en México transcurre con normalidad. La gente se ha acostumbrado a unos niveles de violencia, corrupción, desigualdad, de los que ni siquiera es consciente. El país lleva tanto tiempo en ruinas que las formas de vida —tan descarapeladas— a las que está orillada la mayor parte de la población, se han normalizado sin escándalo, sin asombro: es como si una bruma espesa nos siguiera nublando la vista, o como si el desencanto en los asuntos políticos nos volviera impotenetes. Disposiciones psicológicas que poco tiene que ver con la realidad.



1996

Nos pidieron que no lleváramos navajas, cámaras, binoculares, armas de fuego. Desde finales de los años ochenta me había dedicado a recorrer el país, y aunque visité Chiapas en dos ocasiones, nunca había hecho un viaje como este. ¿Quién? Decidí llevar lo mínimo: apenas lo puesto, un cuaderno, dos lápices y una pluma, un par de camisetas, una muda de ropa interior y La sangre del pobre de Léon Bloy. El resto eran alimentos (huevos duros, latas de atún, pan). El autobús nos esperaba frente a Rectoría, en la Ciudad Universitaria. Cuando llegué se respiraba un ambiente afable y alegre, del que llegaban como ráfagas los aromas de cierto nerviosismo, porque sabíamos que podía tratarse de un viaje peligroso: el ejército tenía cercada la zona, y ninguno de nosotros había estado jamás en la selva; ni siquiera estábamos seguros del clima ni del número de días que duraría nuestro viaje; no había forma de sentirse preparado, porque en el fondo intuíamos que las circunstancias terminarían por desbordarnos. Nada estaba en nuestras manos excepto nuestras ganas de asistir al encuentro y ofrecer nuestra ayuda, aunque tampoco teníamos idea de la magnitud del evento. Más tarde entendí que mientras para nosotros se trataba de una aventura algo arriesgada, para los zapatistas era una circunstancia en la que se jugaban la vida.

Cuando llegamos a San Cristóbal, después de más de veinte horas de viaje, y tuvimos que cambiar de transporte yo no quise informarme hacia dónde nos dirigíamos. No quería saber adónde nos llevaban porque tenía miedo. Miedo de ser apresado a la vuelta y verme obligado a referir la posible ubicación de la guerrilla azuzado por alguno de los métodos persuasorios que han ganado fama en nuestro país, el pocito, la bolsita o la no menos socorrida combinación de gaseosa y chile piquín aplicados profusamente por las fosas nasales. Así es que prefería desviar la mirada hacia el cielo y las copas de los árboles que ya comenzaban a iluminarse entre la niebla; una luz plomiza que por la exhuberancia del entorno me recordó a los relatos infantiles con sus hechizos y sus monstruos, nos permitió vislumbrar algunos más crueles y agresivos: efectivos del Ejército Mexicano habían establecido retenes y se trasladaban de un lado a otro en sus tanques abrazando sin pudor sus metralletas con miradas rojizas y estériles. Sin embargo, ya en la selva esos temores se disiparon, pues habituado a los peligros de la ciudad, a salir ileso de sus tugurios y sus barrios bajos, incluso narcotizado por las bondades y miserias de la marihuana, me encontraba inerme y perdido en medio de la selva; ni una dolorosa tortura, pensé en esos momentos, lograría sacarme información alguna. No sólo no tenía idea del lugar en que nos encontrábamos, tampoco sabía cómo había llegado ahí ni cómo saldría —asunto que, por cierto, dejó de interesarme enseguida.

A mi lado viajaba un compañero de la Facultad de Filosofía que con el tiempo se convertiría en uno de los contactos más importantes entre la selva y la Ciudad de México. Mientras yo trataba de olvidar el camino que recorríamos, René —así se llama mi amigo—, ayudado de una brújula se esforzaba por trazar un plano incomprensible señalando cada diez minutos algún rasgo específico del paisaje, riachuelos, cañadas, lejanas y contrahechas viviendas… Sobre el mediodía nos detuvimos en un lodazal, y con el equipaje a la espalda avanzamos en fila por una vereda escarpada. La voluptuosidad de la selva me pareció inhóspita, pero poco después me percaté de que mi idea de la comodidad era lo verdaderamente inhóspito y desagradable. Con frecuencia esgrimía que el sistema neoliberal no funcionaba porque permitía enormes injusticias, pero en ese viaje me quedó claro que funciona precisamente por las injusticias que causa: no es que haya fallos y por lo tanto su práctica se torne aviesa, es que es avieso y su precisión consiste en la injusticia. Los zapatistas registraron las mochilas y nuestras ropas. René fue detenido porque le encontraron una navaja suiza oculta en uno de los muslos. No supe nada de él hasta después del discurso que inauguró el encuentro, cuando, como si se tratara de una concertada representación teatral con la naturaleza comenzó a llover con furia inundando las tiendas de campaña, y devastando las techumbres que supuestamente cubrirían nuestras improvisadas esteras. Se había hecho amigo de María Medina y me saludó de lejos antes de refugiarse en mejores sitios con algunos personajes connotados.

Me resulta difícil ordenar los recuerdos de ese viaje porque cada momento era una sorpresa que se encadenaba con otra hasta volverse una madeja de impresiones inverosímiles, un confuso remolino de imágenes, olores, tierra mojada, ardor en la garganta, enormes insectos voladores, los pies agrietados de las mujeres y los niños, roqueros, franceses contrariados, pseudointelectuales, artistas, hipitecas, forevers, muchachas simpáticas, huraños, médicos, paranoicos, mesiánicos, comunistas, mirones, estudiantes, italianos absortos, maíz, una mula que no quiere moverse, hablar, hablar, hablar, una carcajada en medio de la noche ciega…

No voy a detenerme en consideraciones políticas que todos hemos hecho y leído alguna vez; prefiero referirles algunos atisbos que siempre han llamado mi atención. No creo que todos tuviéramos claro el motivo de nuestra presencia, pero lo que sí resultaba evidente era que nos unía un ánimo fraternal, ¿altruista? No era posible mirar con indiferencia la situación que impera en esas tierras, y, al mismo tiempo que nos oprimía una tristeza rabiosa, nos transportaba el furor de la multitud que nos hacía dicharacheros y cooperativos. Sin embargo, si bien al principio imperaba la cordialidad de los camaradas que comparten un destino difícil, no tardaron en aparecer los lastres mezquinos que nos menguan y nos separan de los otros, de lo distinto. Cada grupo pretendía dirigir las cosas a su modo, mientras nuestros anfitriones, mudos espectadores de nuestros desacuerdos, se esforzaban por darnos gusto, por entregarnos absolutamente todo lo que poseían y aún más. Esto me recuerda la última comida, que les contaré más adelante; antes me gustaría narrarles uno de los episodios de los baños.

Los viajes, escribía Freud, azuzan nuestra libido, y en un ambiente aparentemente tan libre de ciertos prejuicios anquilosados la conducta de las personas se volvió más abierta, si bien de manera ambigua. Luego de la experiencia de la tromba bastantes personas expresaron la necesidad de bañarse; precarias como eran las circunstancias no se trataba de un asunto fácil y del todo agradable. Después de una cansada discusión se optó por separar a hombres y mujeres en lugar de echar por tierra los viejos tabúes de nuestras sociedades represivas, como querían algunos. Parecía que las cosas funcionaban hasta que se escuchó un grito espantoso seguido por una muchacha semidesnuda corriendo hacia ninguna parte. Un grupo de machos de la especie no supo controlarse y al cabo de un rato de haberlas estado espiando decidieron falazmente que su deseo también era compartido por las mujeres que sin decir agua va se vieron rodeadas por aquellos homínidos. Hubo un escándalo y posteriormente una asamblea escandalosa donde se proponía decretar el ostracismo a las bestias. Finalmente ganó la paciencia y fueron tolerados bajo la promesa incumplida de mantenerse alejados de las chicas.

Es curioso que la idea de propiedad privada no se alejara de varios individuos; algunos se escondían con tal de no compartir sus alimentos, o negaban llevar consigo otro suéter o una camiseta limpia si alguien parecía necesitarla. René, incansable, adoptó el papel de justiciero y comenzó a denunciar nuestras mezquindades, y, en un arrebato solidario me despojó de mi mochila para obsequiarla a los compañeros zapatistas, asunto que fue celebrado no sólo como un gesto retórico, sino como un acto ejemplar que siguieron no pocas personas.

Mencioné la palabra teatral, y ahora debiera decir cinematográfico si pensamos en una película como Fitzcarraldo. La pobreza que se vive en Chiapas es extrema; las comunidades carecen de drenaje, luz eléctrica, hospitales… Los modos de vida son prácticamente los mismos desde principios del siglo XX. Se trata de un pueblo segregado, expoliado, humillado, pero que a pesar de todo no parece guardar rencor, sino esperar con una paciencia inaudita que las cosas se corrijan; una paciencia y una esperanza de la que yo confieso carecer. Debajo del Monumento a la Revolución (en el DF), en esa suerte de fosa que cubre su bóveda en forma de teta, pueden leerse tres palabras: Libertad, Democracia, Justicia. A partir de un recorrido análogo al de Pierre Menard, los insurgentes del EZLN, asombraron al mundo hace once años al anotar en su pliego petitorio otras tres palabras intrépidas y reveladoras: Libertad, Democracia, Justicia. Y del mismo modo que Menard en su Quijote, los zapatistas mostraron una sutileza superior; conceptualmente idéntica, esa tríada connota un proceso infinitamente más complejo: al final de la lucha revolucionaria esas condiciones representaban una consecuencia inevitable, necesaria; exigirlas a finales del siglo XX parece monstruoso.

En la última comida, en la que se cifraba su gratitud, su generosidad, su ternura nos obsequiaron una vaca. Trajeron al cuadrúpedo con honores, con fiestas y sonrisas. Ninguno de los niños había probado la carne de ese animal en su vida, para ellos era un momento de alegría y entrega. Lo que sucedió a continuación aún me turba las sienes y me crispa los brazos. Un grupo de gente comandado por una muchacha aguerrida les dijo que no queríamos comernos ese animal, que viendo las condiciones en que vivían preferíamos que se lo comieran ellos. Incluso después de haberles explicado en su idioma esta situación parecían no comprender y con estupor continuaron obsequiándonos el bovino. Fue en ese momento que un grupo de ecologistas italianos saltó al ruedo para impedir que mataran a la vaca. Nuestros anfitriones se miraban entre sí sin saber cómo respondernos. Detrás de René una horda de fieras tratamos de meter en razón a los insensatos que, incapaces de entender la generosidad, contestaban con insultos sin darse cuenta. Estuvimos horas discutiendo, algunos casi llegaron a los golpes. Pero cuando el fastidio y el hambre terminó por vencernos, matamos a la bestia, nos la comimos, e hicimos lo posible por fingir que no pasaba nada.


1999
La suerte quiso que en la vecindad donde me instalé los últimos años que viví en México tuviera como vecinos a algunos roqueros afamados que, como fui descubriendo poco a poco, también eran amigos de los carnales que desde hacía años venían colaborando con el EZLN. Poncho Figueroa, bajista de Santa Sabina, era uno de los más comprometidos. Varias veces lo acompañé a las reuniones clandestinas donde se planeaban las estrategias para conseguir dinero y alimentos con el fin de enviarlos a la zona del conflicto. Ahí surgieron ideas como el camión de redilas que llevaba a los músicos tocando por toda la ciudad —nos habían prohibido tocar en muchos sitios—, los conciertos para cuya entrada era indispensable llevar unos kilos de arroz o frijoles, una subrepticia cuenta de banco donde podían hacerse donaciones. Santa Sabina y muchos otros grupos solían viajar a Chiapas e incluso organizar pequeños festivales de música en el ojo del huracán.

En agosto del 99 me animé a viajar con ellos llevando como único equipaje una guitarra acústica que me obsequió mi padre cuando aún era niño. Tocamos en San Cristóbal, Acteal, Ocosingo, Las Margaritas y La Realidad. Cómo explicar, me preguntaba, de manera que suene verosímil para quienes vivimos en el centro que efectivamente nuestro país se encuentra en guerra. Cuando escuchamos que hay un conflicto, más de veinte mil desplazados, paramilitares y ejército robando, asesinando, quemando y destruyendo para que bajo el sugestivo panorama de la muerte los lugareños abandonen sus tierras, generalmente no pensamos que se trata de personas que se enamoran, se ríen, disfrutan el orgasmo, bailan, tienen hijos, cuidan de sus animales y su tierra; desde el centro, simplemente parecen gente pobre sin rostro y sin importancia. Había visto la miseria en que vivía esta gente, pero no estaba preparado para lo que nos esperaba, porque nadie puede prepararse para ver morir a un niño de meses en sus brazos porque está enfermo de ¡diarrea! Cerca de Acteal, poco antes de terminar nuestro viaje, nos detuvimos un par de días en uno de los campamentos donde hacinados y en condiciones inauditas —ni siquiera en la India he visto esa pobreza— sobrevivían miles de personas; esa tarde llegaría un cargamento de la Cruz Roja, y como la mayoría de la población era analfabeta, dos médicos que habían ido con una caravana nos pidieron que les ayudáramos a clasificar las medicinas. Cuando el camión de la Cruz Roja llegó, ni siquiera apagó el motor, y apenas descargamos las cajas se puso en marcha. Ya ni siquiera nos visitó el encono cuando descubrimos que la mayor parte de las medicinas habían caducado. En esas cuarenta y ocho horas presenciamos la muerte de tres personas, cuyos padecimientos se habrían curado si hubieran tenido a tiempo agua potable y aspirinas.

René, que había estado en Chiapas tres o cuatro meses atrás, me había contado que en La Realidad habían construido una biblioteca. Se trata más que nada de un símbolo, me dijo, porque prácticamente nadie sabe leer, pero estos símbolos son muy importantes, insistía. Cuando llegamos a la Realidad, como a las seis de la mañana, Poncho me pidió que lo acompañara a hablar con uno de los cabecillas, el comandante David. Nos recibió taciturno, con un paliacate en el rostro; Poncho le entregó una maletita, y posteriormente cruzaron unas palabras que no entendí. Cuando nos despedimos le hablé de René y le pregunté con entusiasmo sobre la biblioteca que habían construido. La quemaron los paramilitares apenas se fueron tus amigos, me dijo desapasionadamente.

Sólo una noche permanecimos en la Realidad, “la noche de la música” es como yo la recuerdo. Después de nuestro deshilachado concierto todo el mundo se fue a dormir, el cuerpo nos dolía, estábamos deshechos. Sólo Poncho, Rita Guerrero y yo nos quedamos con mi guitarra junto a la fogata bebiendo un aguardiente que nos carcomía el pecho. David se acercó en silencio y se sentó junto a nosotros. Permanecimos callados largo rato escuchando la noche, sinfonía de insectos y fuego quemando la leña. Toca algo, me pidió de pronto, una canción de las que más te guste. Instintivamente comencé a cantar Algo de suerte, de Rockdrigo. Tenía los dedos tiesos por el frío, pero conforme avanzaba la letra sobre la música sentí que de verdad éramos muy afortunados por estar sentados en ese momento frente a ese fuego, bebiendo y cantando en una noche como esa, pensé que la vida había sido muy generosa al regalarnos ese momento.

—Yo también quiero ser músico, como ustedes —dijo David—, y viajar para ayudarle a la gente, y tocar la guitarra y cantar.

Entonces se llevó las manos a la nuca y se quitó el paliacate descubriendo un rostro que no alcanzaba los 18 años.

—Yo también quiero ser como ustedes —continuó pidiéndome la guitarra con un ademán—. Pero me voy a morir.

Bajé el rostro y apreté con fuerza una piedra entre los dedos.

—No me quiero morir, muchachos. No me quiero morir. Hace dos semanas mataron a mi hermano. Luego me van a matar a mí y entonces mi hermano menor va a ocupar mi cargo. Y así hasta que tengan que matarnos a todos, pero eso no va a suceder.

Acarició la guitarra y comenzó a cantar la canción más triste que he escuchado en mi vida. Todavía nos quedamos bebiendo otro rato, pero no fuimos capaces de emitir una sílaba hasta nuestro regreso.

Semanas después, en casa de Poncho, René nos dijo que David había sido asesinado. Poncho tomó su berimbao y cantó en su honor hasta que nos quedamos ciegos por el llanto.