jueves, abril 20, 2006

Tengo que llegar ayer

—Tengo que llegar ayer —le dije al taxista cuando azoté la puerta del destartalado Volks Wagen—. Ayer, maestro —insistí con gravedad.
      El chofer, un hombre probablemente más joven que yo, apretó el acelerador hasta el fondo haciendo que mi espalda se fundiera con el cochambre del asiento trasero. Una llovizna que asemejaba un enjambre imparable de flechas de cristal, difuminaba la realidad de las cosas, transformando la ciudad en vidrio fundido, lava transparente. El taxista, que disfrutaba la velocidad, tomó un atajo, luego dio una vuelta prohibida y avanzó con dos llantas subidas a la banqueta por una calle estrecha, en sentido contrario. A nuestro paso dejábamos una estela de bocinazos mentándonos la madre, insultos oprobiosos, ojos desorbitados. Entramos a Insurgentes saltándonos un semáforo, tan rápido, que una patrulla ni siquiera se animó a perseguirnos.
      —Ora sí la libramos, jefe —dijo el chofer riendo mientras metía la cuarta aferrando la palanca con ostentación.
      —Simón —contesté al tiempo que miré el tatuaje que tenía en la mano.
      Apagó los parabrisas cuando, en una recta, pudimos alcanzar más velocidad. El coche parecía desgajarse con el viento, de las ventanas sostenidas por destornilladores se colaba un aire frío y agradable; algunas gotas de agua me salpicaban la cara y el cabello.
      —Está arreglado —dijo refiriéndose al carro —, por eso vamos tan rápido.
      —¿A cuánto?
      —No sé, porque no tiene aguja el velocímetro, pero seguro a más de ciento veinte.
      Los coches, las personas, los árboles de los camellones, todo se veía tan pequeño, tan artificial detrás de las ventanas, parecía que avanzábamos en medio de una maqueta, de las viñetas de un cómic.
      —Estuviste en canal, ¿verdad? —dije con naturalidad, como si fuéramos cómplices de una fuga.
      —Ei —contestó estirando la e como si cantara—, ¿cómo supistes?
      —Por el número que llevas tatuado en la mano, carnal: solito te delatas —dije con ánimo festivo.
      —Gacho. ¿Y tú?
      —Ei —dije imitando su canto.
      —¿Neto? ¿Y por qué te entambaron?
      —Pss tráfico —dije—. Traía kilo y medio. ¿Y tú?
      —¿Por qué crees? Por exceso de velocidad. Y de alcohol —dijo soltando una carcajada—. Acabo de salir, jefe, dos añitos por asesinato imprudencial. Iba ahí arriba, por Mixcoac, tendido con un pesero y me llevé a una ñora y a su hija. Le juro que iba tan pedo que ni la vi, ni me di cuenta. Me atoraron porque se me ocurrió bajar a comprar unos cigarros, qué pendejo. Pero lo malo es que la ñora estaba en estado, eso fue lo que me hundió, amigo. Porque la niña quedó viva.
      —Órale. ¿Y dejaste el tabaco?
      —Dos añitos —repitió apretando los labios.
      —No pues si quieres vete más tranquilo, mano.
      Detrás de las ventanas el mundo se volvió blanco y negro. Un relámpago estalló a lo lejos como un foco que se funde. La tarde se hizo más cerrada, más fría.
      —¿Sabes qué? —Bromeé cuando llegamos a mi destino—. Ahí donde ves el puente me dejas. No vaya a ser que a mí me toque la revancha.
      —Ya te tocó, amigo —dijo estrechándome la mano.
       Debajo de la lluvia, que en pocos instantes me caló hasta los huesos, el taxi se perdió entre los coches y los cerros.

martes, abril 11, 2006

F

F me invitó a tomar un café. Un viejo con enfisema que no para de fumar y cuyo aspecto de papel estraza arrugado recuerda a los pordioseros de Buñuel. Me contó fragmentos de su historia, vaguismos sin rumbo, de Uruguay a Argentina, de Argentina a Barcelona, de ahí a Suiza, y de vuelta a Madrid. Miseria claustrofóbica, islamismo incoherente, matrimonios fallidos, victimismo, autocompasión, tristeza. Pobreza. Ahora a sus sesenta y… (o tal vez cincuenta y… destruidos, ya que es imposible saber su edad dado el deterioro en que se encuentra), hablaba con orgullo de una oficina en la Puerta del Sol. Como nos fuimos caminando hasta el centro —estábamos en la Plaza de España—, me invitó a subir. La verdad es que su compañía ya comenzaba a resultarme un poco incómoda, no sólo por el modo como nos miraba la gente, sino por los mohines con los que F pretendía caerme simpático. Eran las once y veinte y acepté por cortesía. F es de esas personas cuya soledad enferma les impide separarse tranquilamente de cualquier compañía, necesitan prolongar los momentos llegando a la artificialidad, al patetismo. Cuando accedí repitiendo como el eco que sólo podría estar unos minutos, dijo que tenía paella congelada y que podía compartirla conmigo. No sólo no tenía hambre, sino que encontraba cada vez más desagrado en sus palabras y su presencia. Cuando entramos al edificio que, en efecto, está en la Puerta del Sol, al lado del kilómetro cero, y llegamos al ascensor, descubrimos que una pareja de adolescentes había elegido ese lugar siniestro y apartado para frotar sus cuerpos sin pudor. F los miró con una insistencia rabiosa, como queriendo que yo adivinara sus perturbadas fantasías. Las puertas del ascensor se abrieron y de ellas salió un individuo sin edad y sin rostro que me pasó desapercibido. Pero una vez dentro, F me preguntó: ¿notaste su olor? Esta pregunta proferida por esa boca sucia y seca, con una entonación aflautada a través de la cual se adivinaba cierta excitación depravada, me produjo náuseas. Apretó el botón del primer piso, y me pregunté por qué había permitido que una forzada y estúpida cortesía me llevara a realizar acciones tan temerarias. Intenté darle un nuevo curso a la situación recordando en voz alta el olor a carne podrida de un sujeto junto al que tuve la poca fortuna de sentarme en el metro el lunes pasado. Se abrieron las puertas. Frente a nosotros un vestíbulo en penumbras, las escaleras señoriales y devastadas a la derecha, una reja blanca, carcelaria, a la izquierda. Abrió la reja con alegría y me invitó a pasar. La primera puerta del oscuro y desaseado pasillo era la suya. Podía leerse su nombre y sus supuestas dotes laborales en una hoja marchita pegada malamente en la madera sucia y lastimada —en español y en búlgaro, según me explicó. El cuarto, de unos 9 metros cuadrados, era un escondrijo propio de algún personaje dostoievskiano sumido en una desdichada miseria. Hoy, se disculpó, tengo la oficina más desordenada que de costumbre. En el centro de la habitación, un escritorio revuelto; frente a la puerta, una cortina deshilachada detrás de la cual, dijo, estaba el patio; había una pila de aparatos electrodomésticos aparentemente inservibles junto a la ventana y un archivero empotrado en uno de los muros, donde cajas de cartón ocultaban más papeles y carpetas; enfrente, arrojado como por un gigante, se tambaleaba un mueble informe de cuyas magulladuras se infería un uso abyecto; al lado, un ordenador y, dominando la pared, una frase en búlgaro que, me explicó, se trataba de una oración; dos sillas viejas cuyos asientos estaban manchados con una sustancia melaginosa entorpecían el paso. Miré a mis espaldas y descubrí que otras cortinas roídas, cenicientas, pretendían esconder sus (d)efectos personales. Entendí enseguida que esa era igualmente su vivienda. El espeso olor a encierro me hizo abrir la puerta maquinalmente y despedirme con deseada serenidad y elegancia. Qué bien te lo has montado, dije sin embargo antes de salir, pero la frase sonó a burla, cosa que no fue mi intención, un sarcasmo que nació solo, espontáneamente, una vez que mis palabras dejaron de pertenecerme. Yo te acompaño, dijo con presteza, y así lo hizo, abriendo nuevamente la reja con alegría y nerviosismo. El elevador aún aguardaba mi regreso, y me metí agradeciendo que la visita hubiera terminado; sin dilación apreté el botón que había de liberarme. Entonces, F se despidió abrupta y fraternalmente de mí extendiendo su mano, y justo en esos momentos las puertas se cerraron atrapando su brazo. Finalmente pudo liberarlo entre quejidos e insultos. Respiré aliviado cuando llegué a la calle Mayor. Atravesé Lavapiés y tomé el nocturno junto al Reina Sofía. Eran las 12:04 de la madrugada.