sábado, septiembre 03, 2005

Este circo

En una butaca lejana, empapado de sudor y de placer, miro a la contorsionista. Flota en el haz de luz que la desviste. Sus piernas ingrávidas se enredan sin prisa detrás de la cabeza; sonríe, labios de fuego que revuelve el humo de su cuerpo, voluta azarosa, narcótica, irresistible. Una ráfaga de aplausos, vítores llenos de asombro. Me deslizo torpemente hacia delante; piso a una señora, empujo a un anciano, le tiro la bolsa de palomitas a unos niños, tropiezo con un escalón, pierdo las gafas, caigo de bruces a los pies de la contorsionista. Es una sirena. Canta una canción gallega y en ese instante entiendo que ya no seré capaz de vivir en otra vera. Quisiera levantarme, escapar de las risas de la muchedumbre que no acierta a entender si mi falta de equilibrio es parte del número, pero el escenario es una isla desierta, y esta sed sólo la calman esos labios que cantan. Ya estoy de pie. La contorsionista me enreda con sus miembros, brazos-tentáculo, piernas-tentáculo, cuerpo-lapa. Suelta su tinta; exploto mis esporas. Lengua. Muslos. Ombligo. Axilas. Dejo mi barco a la deriva; la contorsionista me lleva a su guarida, se bebe mi sudor, mi semen. Su cabellera, olas de mar, noche marina, extiende mi alegría, la filtra entre las piedras, sana las grietas. Somos una madeja en movimiento. Aprendo a caminar de manos, a arrancar el pavimento con los dientes. Llueve mi contorsionista; yo soy un besugo entre sus aguas.

No hay circo, no hay butacas, no hay carpa, no hay arena. Sólo este haz de luz que la desviste y la eleva. Solitario vigía, caníbal, permanezco al acecho.