domingo, agosto 29, 2004

Serpientes y Escaleras

Entre todos los juguetes que he tenido, mi favorito ha sido siempre el cuerpo de Verónica. Pero no me vaya a entender mal el lector y se imagine que en mis momentos de recreo me atrevo a comparar a esta diosa urbana con un monigote o un barquito de papel; digo juguete en su sentido más pleno, que incluye el placer y la diversión, pero también la contrariedad, el entusiasmo y el pudor. Con frecuencia tiendo a pensar que nuestra historia expresa todos nuestros alcances y limitaciones, de tal manera que los hábitos que han configurado nuestros días, por más que pensemos que el futuro no es irremediable, como el pasado, revisten y disponen nuestro porvenir. Digo esto porque de golpe reconozco al escarbar en mis recuerdos que si pienso en juegos desestimo mi infancia, nada pueril por cierto, y centro mi atención en los inicios de la pubertad (¿quién no prefiere los juegos de manos?) La ensoñación comenzó a tornarse más voluptuosa con el tiempo, y aunque las mejores cosas parecieron residir habitualmente en la imaginación, cada experiencia llenaba de sentido y vitalidad mis días solitarios y pedestres. Pero no estoy hablando únicamente de los conocidos juegos de auscultación con las primas o alguna insidiosa vecinita, lamento decepcionar, sino de las cosas que sin querer se aprenden o se atisban jugando; no los hechos, sino lo que uno concluye de ellos. La virtud se acrisola con la lucha, escribía Séneca; sólo frente a la tentación somos capaces de saber hasta dónde podemos resistirnos y cuánto nos fascina. Así podría condensar los anhelos que me han perseguido desde entonces, casi con urgencia, desesperadamente.



No es posible trazar una frontera entre la diversión y el tormento, ludere, non laedere, decían los latinos porque del juego al daño hay un beso, una palabra que no se dice, o un chiste vulgar que salió de nuestra boca sin saber cómo. Y también porque la ruina ajena divierte —como tanto insiste la televisión. Hay algo siniestro en los juguetes —como en casi todas las relaciones humanas— que siempre han sabido ver las tradiciones populares; el placer y la infamia se entremezclan de forma natural, y poco a poco van normando nuestros actos (primero azotas a sus juguetes, luego asfixias a las ranas, y al final ya no sabes cómo tratar a tus amantes). Al menos así eran, si mi recuerdo no se ha trastornado lo suficiente con la vejez y los psicotrópicos, los juegos de antaño, que parecían diseñados para establecer jerarquías físicas y mentales; los segregados eran víctimas del escarnio, para el aclamo popular, situación de la que ni cambiándose de escuela eran capaces alejarse; pues, como a veces se dice, un tres a cero en los primeros diez minutos del partido es ya muy difícil de remontar. Una vez descubrimos a la mamá de un compañero felando al director en su oficina. La verdad es que nadie sabía exactamente lo que estaban haciendo —nadie rebasaba los nueve años—, pero la imagen empeoró al momento de ser verbalizada. Al Tejo, así le decíamos porque su rostro asemejaba la forma y el color de los tejocotes, lo acompañó una sensación de vergüenza y odio que no disminuyó nunca; quiso congraciarse con nosotros insultando a su madre, despreciando sus besos cuando iba a recogerlo, pero su situación se tornó tan sórdida y embarazosa que pronto se vio confinado al ostracismo. Casi dos décadas después volví a verlo, en un cine —el día que estrenaban Celebrity, por cierto—, y no quiso saludarme; parece que nunca entendió que es normal que la gente propicie el placer incluso a pesar de los demás: ¡cómo culpar a alguien porque se ama más a sí mismo que a nosotros!

La suerte de Salustio, un muchacho cuyo entorno parecía ser una soledad lujosa y pulcra, aún me sigue intrigando. Su padre, según decía, viajaba mucho; cuenta de ello eran los juguetes exquisitos que llevaba a la escuela: objetos que en México nunca habíamos visto y que aún guardaban el perfume de las juguetería alemanas, francesas y gringas de los años setenta. Sin ocultar su indiferencia los regalaba como si se tratara de papitas; al principio nadie se atrevía a aceptarlos, pues desconfiados, como somos los chilangos, nos esperábamos alguna bajeza posterior. Pero estábamos equivocados, como generalmente lo estamos cuando desconfiamos de lo desconocido; Salustio era obsequioso y sólo pedía a cambio que lo invitáramos a jugar futbol, que nos riéramos a su lado como amigos, aunque nunca lo hubiéramos sido, aunque nunca lo fuéramos. Su éxito ascendía conforme iba desprendiéndose de los juguetes más codiciados. Al cabo de unas semanas estaba rodeado por un corrillo de pequeños vividores (las peores cosas, como las mejores, se aprenden desde temprano), que ávida y fieramente, como los animales carroñeros, impedían que nadie más se le acercara. Una mañana, durante la clase de matemáticas, la subdirectora irrumpió agitada y desdeñosa; su habitual halitosis lentamente fue inundando el aula, y sentimos temor; la vitanda mujer leyó con regocijo una lista en la que también se encontraba mi nombre, y a gritos nos ordenó que la siguiéramos. Nadie hasta ese momento había notado que Salustio no estaba en la clase. Lo encontramos llorando en la Dirección junto a su madre, una mujer rígida y elegante, tal y como me imaginaba que debían ser las mujeres distinguidas, aunque nunca hubiera visto una; lo que más me atrajo fue su delgadez; ninguna de nuestras madres era como ella; su cabello negro le resaltaba las pecas, y sus pupilas verdes nos devoraban con frialdad. Hubiera dicho que era hermosa, si su boca no nos hubiera transmitido esa amargura, y la misma soledad pulcrísima que ya habíamos advertido en su hijo. Inútil fue que negáramos la calumnia. Inútil también que Salustio insistiera con denuedo admirable hasta el final que había sido él, él mismo, quien nos haba regalado sus juguetes. Inútil nuestra obsecración y nuestro llanto. Fuimos obligados a devolver los juguetes al día siguiente —que Salustio no quiso aceptar—, y suspendidos una semana acusados de robo y amenaza; aciagos días que azuzaron el odio y la venganza de algunos de nosotros. Pero a nuestra vuelta, Salustio ya no estaba. Lo habían sacado de la escuela. Justo en el centro de la diversión no hay seres más proclives al llanto que las mujeres y los niños; pasan de la risa a la quejumbre como si se tratara de un continuo, casi como si fuera algo inevitable. A lo mejor no entendemos ni la risa ni las lágrimas; y quizá la suerte que uno puede tener con las muchachas cuando sabe hacerlas reír no les cause alegría.

Es curioso que en francés y en inglés jugar y tocar algún instrumento se diga de la misma manera, mientras que en el nuestro haya una diferencia tan notoria. Tocar, que refiere algo táctil meramente, no connota ninguna capacidad intelectual o habilidad específica, cuando después de todo, qué hace un músico, y, en general, un artista si no recrearse con sus materiales de trabajo. Cyril Connolly decía que si uno quiere conocer a una persona en lo primero que tiene que fijarse es en la salud de su pareja; yo añadiría el modo como se divierte y la ropa que usa cuando se pone elegante. Los rasgos pedestres suelen ser los más elocuentes porque con frecuencia son los que menos cuidamos a causa de su proximidad; invisibles para uno mismo resultan reveladores para quien sabe estar atento. Yo avanzo otra pieza y confieso que mi diversión favorita, cuando estoy solo, es el paseo, pero no las salidas campiranas sino el paseo citadino; soy un coleccionista de imágenes y sensaciones, y sólo las ciudades me ofrecen la diversidad y el aturdimiento que suele reanimar a mi espíritu. Pero como he dicho al principio de estas páginas, entre todas las distracciones hace tiempo que he elegido una, y no es difícil, lector, que un día de estos me encuentres muy orondo, paseando de su brazo, aunque algunos amigos no me perdonen mi fealdad ni su belleza.

lunes, agosto 23, 2004

Desmayo

Se acercaban las dos de la mañana del martes pasado cuando decidí interrumpir el trabajo para tomar un poco de cereal, pero no había leche en la despensa. Salí a comprar un litro a la gasolinera de la Plaza pensando en los fantasmas que no me habían dejado concentrar a lo largo del día. La noche es más propicia, me dije, y en la medida que regrese al libro, lo de menos es la hora en que me duerma. El servicio de limpia esparcía la basura a manguerazos, un camión de bomberos no se detuvo en el semáforo, algunos borrachos se abrazaban afuera del metro. Subiendo la cuesta que desemboca en mi casa (calle San Magín, ¡vaya nombre!), volvieron mis reproches sobre las escasas páginas conseguidas a lo largo del día. Me flagelaba sin piedad cuando vi a mi derecha a un gigante abrazando a una muchacha que se encontraba tendida en el suelo. Me les quedé mirando con sorpresa y con cierto temor, pues uno nunca puede saber si su presencia es favorable en los asuntos escabrosos cuando se trata de gente desconocida. Sin embargo, noté que el gigante lloraba, que la muchacha no se movía, o, mejor dicho, que se movía como una muñeca de trapo, siguiendo los espasmos del hombre que la sujetaba.

—¿Estás bien? ¿Necesitas ayuda?

—Mira, ¡no se mueve!

No soy un hombre de acción. Sé que algún otro hubiera sabido reaccionar con denuedo, y quizás hasta diagnosticar a la chica de manera precisa. Lo único que se me ocurrió fue hacer las típicas preguntas cuando alguien se siente mal en el cine o algún concierto (¿está enferma de algo?, ¿le pasa con frecuencia?, ¿toma algún medicamento?, ¿ingirió drogas?, ¿ha bebido demasiado?) Habían bebido, pero en los dos años que llevaba viviendo con ella, nunca antes se había desvanecido de esa manera. Me pidió que la arrastráramos hacia un muro para recargarla. Yo pensé que lo mejor era que se recostara en la banqueta, pero me avine a sus deseos. Recordé que hace más de diez años unos amigos me invitaron a tocar con los Fredy's, en uno de esos bailes populares, donde el plato fuerte iban a ser los Temerarios. Recordé que mientras tocaban uno de sus éxitos, sacaron a un joven en volandas y lo tendieron en el suelo, que un intrépido aseguró saber primeros auxilios, y que terminó por asfixiarlo cuando le daba respiración de boca a boca; el joven estiró las piernas como pollo en el instante que el supuesto paramédico se perdía en la turba.

No diría lo que viene a continuación si no me pareciera absolutamente imprescindible, si no viviera en este país, y no hubiera comprendido más o menos a su gente. Tanto la muchacha (23 años) como su novio, eran inmigrantes, él colombiano, ella ecuatoriana. El gigante se dio cuenta en seguida de mi falta de pericia, pero me agradeció no haberlo dejado solo, mientras todas las personas que pasaban por ahí mejor se cruzaban la acera. Le sugerí llamar al Samur, ya que nosotros nada podíamos hacer, pero me pidió que esperara, porque quería llamar a su cuñado, para avisarles del estado de la chica (tenía miedo de que lo culparan a él de haberle hecho algo). Sin embargo, por los nervios y el llanto, tardaba demasiado, y en estos casos se sabe que no hay tiempo que perder. Lo dejé junto a su novia tratando de localizar a sus parientes por el móvil, y me fui a llamar a un teléfono público.

La ambulancia llegó 15 o 20 minutos después. Dos individuos, uno bajo y rechoncho, otro alto y calvo. Le hicieron oler un frasco azul; nada sucedió. La tendieron en el suelo y le propinaron una serie de bofetadas (se las daba el petizo, con un placer que se le veía en los ojos); no reaccionó. Le dieron golpes en el pecho; nada. Entonces el rechoncho le tomó un brazo y se lo azotó contra el suelo (eso duele). Trató de volver a hacerlo, y la muchacha, inconsciente, puso resistencia. Los paramédicos se quedaron mirando a los ojos. La estrategia cambió. En México le llamamos tortura psicológica.

—¡Que ya está bien de hacer el tonto!

—¡Mira que si no abres los ojos llamamos a la policía para que te lleven por desorden público!

—¡Que te quitamos las bragas y hacemos contigo lo que nos dé la gana!

Todas estas frases acompañadas por el ritmo de las palmas del gordo chocando fuertemente contra las mejillas de la ecuatoriana. Pero no reaccionaba. Le inyectaron agua por la nariz; le causaban una asfixia leve; ni en cuenta. Los azotes y los calambres dialógicos continuaron un rato más hasta que la muchacha, como si saliera de bañarse, regresó al mundo.

Pasaban de las tres de la mañana cuando, en el elevador del edificio me pregunté si habrían tratado a una española de la misma manera. Quizás sí, pero ¿lo habría permitido su pareja?

miércoles, agosto 11, 2004

Taxismo

El pasado miércoles o jueves salí del tugurio cerca de las tres de la mañana. En la Puerta del Sol detuve un taxi.

—Buenas noches, ¿me puedo ir adelante? A Plaza Elíptica, por favor.

El taxista removió algunos objetos que tenía en el asiento (móvil, llaves, papeles, chaleco…) Pero el respaldo estaba demasiado inclinado hacia delante, así es que lo primero que hice cuando el coche se puso en marcha fue buscar la manivela para reclinarlo. Tardé pocos segundos en encontrarla, pero mi resuello de alivio victorioso daba cuenta de una larga lucha contra la obesidad y la torpeza.

—¿Qué? ¿Se quiere ir dormido hasta su casa?

Como es natural, sonreí ante el comentario jocoso del taxista mientras me acomodaba la chamarra de cuero.

—¡Pues aquí se baja!

—¿Cómo?

—Sí, que se baje, hala, hala, ¡bajar! ¡Bajar!

Detuvo el coche apenas dos calles adelante. Sin saber por qué abrí la puerta, y me quedé mirando cómo se alejaba.

miércoles, agosto 04, 2004

Visiones del Mal

1. La bendición del Mal.

Esta edad oscura que vivimos, cuyo esplendor parece consistir en una interminable decadencia, cuenta entre sus atractivos la capacidad de tornar innocua cualquier circunstancia que, ya por su origen, ya por sus repercusiones pudiera resultar incómoda para el sano adormecimiento de las masas. Otro de sus lujos, falaz pero útil, es apelar constantemente a un relativismo cuyo verdadero fundamento no es nuestra incapacidad de encontrar criterios firmes que no encallen en la esoteria científica o supraterrenal, ni una lógica de relaciones y correlaciones múltiples que encuentre su verdad y resolución en su proceso, sino un supuesto ateísmo que en realidad encumbra al Dinero como verdadero Dios: desfilan ante nuestros ojos diversas y depuradas formas de Dominio, anquilosadas y celebradas en nuestra historia, ante las cuales ya no sólo servil y acríticamente nos rendimos, sino ante las que sonrientes y febriles, ansiamos arrodillarnos.

La evolución de nuestra especie y su innegable progreso ya no poseen desde hace tiempo connotaciones edificantes; el asombroso desarrollo tecnológico, la conquista del espacio y la manipulación teledirigida, son pequeñas muestras del desenvolvimiento de las condiciones materiales a las que estamos sometidos. Sin embargo, ni el progreso, por un lado, ni la evolución por el otro, han perdido de vista sus significados originarios: según la noción de progreso seguimos avanzando, yendo hacia delante, no sólo porque dentro de nuestra concepción lineal del tiempo no hay manera de volver atrás (“palo dado ni Dios lo quita”, dice el refrán), y todo paso, aunque sea un paso en falso, se da de cara al futuro; seguimos avanzando, nada más que, como sucede con la evolución, ya no queda muy claro hacia dónde. Que el progreso y la evolución humanos describan hoy la situación de deterioro en que nos encontramos, y comiencen a dar muestras incontestables de que los excesos de la civilización no sólo no se equilibraron por sí mismos, sino que nos han venido arrastrando vertiginosamente hacia las Tinieblas, no dice nada en contra de nuestro desarrollo, sino únicamente en contra de ciertas esperanzas Ilustradas que fueron incapaces de materializarse sin volverse instrumento del Mal.

Bajo esta perspectiva poco propicia, nuestra mirada hacia a el futuro, por más ofuscada que se encuentre, no puede ser insensible a un pasado cuyas consecuencias comienzan a enrarecer nuestros días; y, dada la especificidad de este momento histórico, cabe preguntar si bajo las coordenadas que hemos venido describiendo es posible hacer una inflexión, y de ser posible, qué cauce, hacia qué rumbo convendría dirigir nuestros esfuerzos. En este sentido, o bien pensamos la evolución de nuestra especie como un proceso exclusivamente natural que trasciende nuestra voluntad (quiero decir, nuestro explícito deseo por elegir un camino), una ciega fuerza que nos arrastra como un perro atado a un coche al que, a pesar de sus aspavientos, su odio o su dolor no le queda más remedio que seguir la violencia del carro; o bien, este progreso y esta evolución no son indiferentes a la voluntad humana, sino que, al contrario, nuestros hallazgos y nuestra podredumbre han sido propiciados, de alguna manera, por nosotros mismos.

Si se trata de una fuerza ciega, no habría nada qué hacer excepto avenirse mansamente a los designios ignotos que han de trascendernos, donde una postura quietista sería preferible a cualquier activismo, pues, posiblemente, éste último sólo aceleraría nuestra debacle. Pero si, como parece ser el caso, los deseos de la humanidad inciden efectivamente en el curso de la historia, hemos de guarecernos bajo la perspectiva de la teoría de la sospecha, desde la que no podemos dejar de atisbar y reconocer que individuos inalcanzables, algunos de ellos sin nombre y sin rostro, han venido manipulándonos más o menos como se arrea un rebaño. Y es aquí donde se abre una nueva disyuntiva. O bien este progreso y esta evolución igualmente nos trasciende (desde que no somos nosotros quienes manejamos los hilos) porque no está ni ha estado en nuestras manos su desarrollo; o bien, supuesta la debacle que parece decorar nuestras incertidumbres, somos cómplices y justificadores —hayamos otorgado o no nuestra aquiescencia al sistema— del predominio del Mal.

Es decir, o bien estamos y somos inermes, impotentes ante el Imperio, y sólo nos queda la resignación de ser espectadores activos del influjo del Mal, o bien podemos resistir aunque no hemos hecho aún lo suficiente; pero ¿qué nuevo sacrificio, qué otra prueba, cuántos holocaustos más han de acendrar nuestra melancolía? ¿Hemos de permanecer regodeándonos en la ignorancia y conformándonos con las diversas tentaciones del Demonio?

En cualquier caso somos dirigidos por el Mal, cuya tiniebla, además de haber envenenado hace milenios el alma de los Tiranos que nos dirigen al abismo, parece haberles garantizado el poder a muy alto precio, pues sus hediondas almas corrompidas, ¿cómo podrían por sí solas complacer la vanidad del Maldito, si no hubieran pactado entregar las de la Humanidad entera, el Espíritu de la Humanidad?

No temo reconocer ante este panorama de servidumbre a las voluptuosidades del Mal que me descubro profundamente reaccionario, alegremente retrógrada y conservador. Quiero decir que desde que este inicuo Imperio parece deleitarse con orillarnos al cadalso, desde que sus salidas sólo contemplan la alienación, la estolidez y la barbarie, no puedo sino oponerme a sus innovaciones y apelar al pasado, a una tradición hoy resquebrajada, y tratar de conservarla conmigo; preservar la memoria, pues un deseo inmenso de pasado podría propiciar los cambios del futuro; era en este sentido que Unamuno hablaba de revolución:; “Revolución, de revolver, significa el acto de volver atrás, de donde se deduce que toda re-volución es re-acción, ya que la volución o la vuelta es una acción.” Sin embargo, no me parece que desde la soledad de mi escritorio terminen por diluirse estos fantasmas.

2. La perversión del Bien.

Decimos que la Globalización —tal y como se está llevando a cabo— es injusta, entre otras cosas, porque es un sistema que no sólo ignora la opinión de la mayoría, sino que, mientras beneficia aparentemente, sólo a unos cuantos, termina por subsumir al resto en la miseria; decimos que la Globalización es injusta porque no incorpora la equidad (económica, jurídica, mediática) como uno de sus intereses o sus metas, porque no considera valiosa, explícitamente, la necesidad del bien común, de un nosotros que incluya a todos los humanos. Y es que, contrariamente a nuestras quejas, el Imperio del Mal funda su equilibrio en la desigualdad, y en vez de armonía nos ofrece contrapuntos cuyas delirantes líneas melódicas se entremezclan disonantes e individualistas. La solidaridad da paso a la misantropía, el compromiso amoroso a la promiscuidad cosificada, la alegría a la depresión; el pensamiento parece rendirse frente a la moda y la frivolidad, mientras que el consumo desaforado y la pérdida de libertades se imponen jocosos como parte insustituible de la higiene social.

También decimos que este sistema está equivocado porque parece encaminarnos hacia la destrucción; al desfavorecer a tres cuartas partes de los habitantes del Globo, los aparentes beneficiarios de esta ruina no dan un paso ni beben otra caña sin que aumente el número de resentidos, sin que crezca el cinturón de miseria que hace tiempo ha comenzado a cercarlos. Pero “la ambición y la mezquindad de los Tiranos, de los sacerdotes del Diablo, terminará por asfixiarlos”, insisten algunos bien intencionados, y les preguntan: “¿acaso no se dan cuenta de que ustedes también son parte del cosmos y que tarde o temprano los alcanzará la vileza con que han tratado al mundo y a su gente?” “¡Si repartieran —continúan los filántropos— unos cuantos millones de su precioso lujo a esta plebe que se conforma con tan poco!” “¡Unos cuantos miles que para ustedes no significarían nada y que a estos pobres los haría tan felices porque en vez de un plato de arroz podrían comer uno y medio!” “¡Ah, pero su avaricia terminará por perderlos, insensatos!”, reprocha el coro de altruistas.

Sin siquiera mirarlos, con ademán parsimonioso y con la frialdad y la soberbia que el Demonio le obsequió al Tirano, el esclavo del Diablo ordena más misiles, endurece sus fronteras y sus leyes migratorias, manda diseñar refugios, fortalezas y palacios; moviliza tropas; invade y destruye lo diverso porque su lógica no entiende sino lo idéntico a sí mismo, el Mal.

Y este es nuestro error: considerar que el Déspota es insensible a la destrucción y la miseria que produce, que no se da cuenta, que no se percata de que al arrastrar a la humanidad hacia el abismo también caerá Él a las tinieblas, cuando hace, no sabemos cuánto tiempo, se llevó a cabo el Pacto Endemoniado. Llamamos injusto a este Sistema porque no entendemos su Justicia; decimos que está equivocado, porque amamos la vida y creemos que la autodestrucción no es un valor. Pero el yerro es nuestro: la justicia del Mal consiste en la opresión gratuita, en la miseria inmerecida, en la tortura arbitraria; su más alto logro en conseguir la disolución y podredumbre universales. Para los Esclavos del Diablo, no hace falta una nueva ética que los sustraiga del camino retorcido que han venido pulimentando; las constelaciones actuales, luminosas por el brillo de la sangre, la explosión de las bombas y la dentadura postiza del Tirano, tienen ya su Ley: la Ética del Mal.

Yo creo, si mi ingenuidad y mi habitual pesimismo no me confunden, que si es cierto que la evolución de lo humano no nos supera o trasciende como especie, y si algo Divino aún refulge en nuestras almas enajenadas y disminuidas que pueda ayudarnos a cambiar los designios del Maligno, hará falta un enorme ejército de reaccionarios, un peligroso comando de retrógradas, ¡una sola comunidad de re-volucionarios! Pero qué pronto se desvanece mi entusiasmo cuando reconozco que mis palabras exaltadas apelan a un pensamiento extraviado a finales del siglo XVII que, aunque bondadoso y razonable, parece haber sido vencido desde sus formulaciones primigenias. Y aquí me tienen, apelando a los muertos; regresando a los viejos oráculos; mirando al cielo mudo para ver si comprendo las estrellas; y no comprendo, y la Esfinge no me dice nada, ni si quiera un chascarrillo, un insulto críptico. El sinsentido es peligroso por la misma razón que el nihilismo, porque tanto la Nada como el desasosiego nos desbordan, y en medio del caos da la impresión de que el mejor consejo que podemos dar y recibir es “¡Sálvese quien pueda!” Pero no hay salvación, o, al menos no la habrá si al final de esta Historia en que hemos sido esclavos por ser reyes de nosotros mismos vuelve a ganar el Diablo y firmamos su pacto. Tenemos la última palabra.