lunes, julio 26, 2004

Escribir

Cacoethes scribendi —Incurable ansia de escribir, dicho latino.


Viajaba de Leipzig a Berlín hace unas semanas con Maria Tshursin, artista plástica estoniana, que acababa de clausurar una extraña exposición sobre las partes del cuerpo humano. En la primera parada, el tren se detuvo más de media hora, lo que implicaba, para los rigorismos alemanes, que sin duda perderíamos la conexión que habíamos de hacer más adelante. No hablo alemán y me convierto en un niño autista o de pecho ante situaciones como estas. A través de los altoparlantes del vagón, una voz autoritaria y mecánica —venida, pensé, de los años aciagos del nazismo—, emitió una información incomprensible. Incomprensible incluso para Maria que lleva viviendo seis años en Berlín. Los altavoces volvieron a emitir unos fonemas nada agradables, y el ambiente comenzó a enrarecerse. Varias preguntas se aglutinaron en mi boca (¿Perderemos la conexión? ¿Tenemos que bajarnos del tren? ¿Nos equivocamos de ruta? ¿Nos llevan a un campo de concentración?) Pero esta vez mi amiga aseguró haber entendido algo: que íbamos a estar varados un tiempo indefinido y que los pasajeros a Berlín tendríamos que transbordar no sé dónde. Yo trataba de leer alguna reacción en los ceños fruncidos que nos rodeaban, en las caras largas e impasibles que miraban a través de las ventanas, pero toda mi intuición latinoamericana parecía estéril, porque nada comprendía. Como dije, ante estas situaciones tiendo a abrazar las sugerencias de aquellos que se ven más tranquilos, les creo con fervor y obedezco. Pero Maria no estaba tranquila porque ese retraso le arruinaba la noche: tenía una entrevista, y una cena a la que, en principio, también yo estaba invitado —gorronamente, hay que confesarlo. Sin embargo, me dijo: no te preocupes, lo peor que nos puede pasar es que nos abandonen en algún pueblo perdido y mañana temprano volvamos a Berlín. Sedantes sus palabras me cambiaron el ánimo. In media res, la afabilidad volvió a nuestra conversación; los temas giraron desde la idiosincrasia de nuestros países —con chistes crueles incluidos—, hasta nuestros gustos artísticos. Se explayaba en sus afanes como creadora, sus rituales, sus manías y modo de trabajar, cuando de pronto se interrumpió y me lanzó las siguientes preguntas: ¿Tú cómo trabajas? ¿Qué significa para ti ser escritor?

No hay que decir que sus preguntas me asustaron y me pusieron en aprietos. Guardé silencio, e improvisé como pude.

La Suerte quiso que supiéramos llegar, gracias a una pareja de albaneses borrachos, sin tanto retraso a nuestro destino (apenas una hora y media). Ya en la fiesta, como fui segregado a causa de no hablar alemán —quiero pensar que esa fue la causa—, me quedé en una mesa apuntando en mi libreta las deshilachadas respuestas que le había ofrecido a Maria, mismas que por una falta enorme de pudor transcribo a continuación:

Nunca escribir invita minerva, como decía Cicerón, sin el favor de las musas.

Renunciar a cualquier malditismo. La vida baudeleriana, por más seductora que parezca, ha revelado su esterilidad. Admiramos a los malditos porque se entregaban con deleite y devoción a su propia ruina. Pero de ellos debemos tomar la devoción y el deleite, no el tormento ni la ruina.

Evitar la autobiografía en la medida que con ella no se sepa deleitar.

Comprender que la literatura es lo más importante de/en la vida, que todo lo demás son complementos: pedas, mujeres, cabriolas… Lo esencial es escribir.

Poseer cuando menos un vicio —pero un vicio sincero—, y cuidarlo, porque el vicio, si el alma es noble, termina por acercarnos a la virtud (la única diferencia entre el vicio y la virtud es que el primero es tanático; en todo lo demás se parecen: constancia, placer, devoción…), y haber descendido sin miedo, como si el vicio se tratara de una herramienta, hacia las zonas escabrosas del espíritu.

Escuchar al cuerpo y hacer ejercicio, pero no por sacrificio (tal y como lo mandan en el gimnasio, como si hubiéramos de castigar a nuestro cuerpo), no para sufrir, sino para sentirse mejor.

Como es más fácil hacerse de un nuevo hábito que terminar con las costumbres perniciosas, tratar de buscar hábitos propicios para concentrar nuestra atención, no dejar que se pierda en asuntos vacuos, por más prácticos y urgentes que parezcan, de la vida cotidiana.

Observar a las personas: en multitud, a solas, en pareja; los ancianos y los niños son especialmente importantes. Fijarse en el lenguaje del cuerpo, no sólo en las palabras que se dicen.

Atender y trabajar religiosamente —en su sentido etimológico— en la escritura sin esperar otra retribución que el trabajo mismo y el placer que causa realizarlo. No importa el ritmo de trabajo de los demás, cada quién posee su propio ritmo; son más importantes el ritmo y la constancia que la velocidad.

Cuando se esté cansado de escribir, tratar de realizar un pequeño esfuerzo y continuar con alguna frase más. A veces sucede que ese cansancio es imaginario, y se trata de pura distracción.

Más que leer mucho, leer bien. Subrayar los libros y volver a ellos de vez en cuando para pensar de nuevo en las cosas que nos gustan.

Nunca preocuparse del qué dirán ni del qué pensarán.

Una vez terminado un libro, es mejor avocarse a otro en vez de corregir ad infinitum. Hay que desconfiar de los textos demasiado corregidos. Como decía Victor Hugo, uno se corrige mejor en otra obra.

No aspirar a vivir de la literatura, si bien se puede vivir de escribir. Pero si esto último sucede, hay que entender que las horas escribiendo textos para vivir (periodismo, manuales, academicismos) es un tiempo perdido y jamás recuperado para la propia literatura (y que en general no engrandece demasiado).

Aprender a escuchar las críticas aunque sean adversas. Mejor ser criticado que adulado.

Dinero, Fama, Prestigio, Reconocimiento, nada de eso nos debe atraer, porque se corre el riesgo de comenzar a escribir para complacer a los otros y no para deleitarlos.

Si se es pobre, mejor. La riqueza (lo corrompe todo) y la literatura, tienen una relación problemática. Si se posee dinero, se debe llevar una vida modesta, frugal. Los lujos suelen ser perniciosos.

Sentirse orgulloso únicamente por el trabajo realizado. Cualquier otra retribución hay que tomarla fríamente.

La vida y la literatura no se contraponen. El mejor estilo de vida, es la vida literaria.

Conocer cuando menos dos lenguas aparte de la materna.

Aprender mecanografía.

Evitar el consumismo, pero rodearse de fetiches.

Rodearse de belleza.

Aceptar las pasiones y aprender a controlarlas, no a reprimirlas o negarlas. La escritura probablemente sea el único arte que proviene por completo de nuestro interior. No hay más matiz que el que uno execra. La cobardía se nota; la falta de honestidad se nota; las palabras nos desnudan, nos ponen en evidencia: ¡Ni vergüenza ni mojigatez! La escritura es el único arte transparente.
Pero si bien se extrae todo el material de nuestro espíritu, no debe ser el yo el leit motif de nuestro arte; "es mi trabajo —escribía Greene— imaginar para los demás".

Tratar de comprender los planteamientos escarpados de la filosofía. Leer filosofía. La metafísica y las matemáticas aclaran el espíritu, y con frecuencia son más sugerentes que la vida y la literatura fantástica que se escribe por kilo.

Mejor no hablar del mundo, sino usarlo para referir otros posibles.

No se debe buscar nunca el Poder.

La literatura sirve, aparte de proporcionarnos placer, para postular la realidad, en ese sentido para mejorarla.

Fumar mariguana, mucha, muchas veces.

Pensar en los libros como tales cuando se escriben, es decir, el tipo de arte-objeto que constituyen. Hay libros que no pueden leerse en el retrete, otros que sólo permiten su lectura de viaje, en lugares de paso, en el estudio...

Acercarse a las mujeres, más que a los hombres, y escucharlas, pensar en su opinión y en sus consejos (aunque luego no se sigan). Las mujeres, en general, son superiores a nosotros. Además, traen buena suerte.

El escritor no puede perder el tiempo en mezquindades; cualquier asunto pedestre debe ser analizado, pero NUNCA debe vararnos ni medio día.

Saber que hay tres demonios que tratarán de hacernos fracasar: la Vanidad, la Pereza y la Cobardía.

lunes, julio 12, 2004

El verdadero escritor no puede estar gordo porque la gordura, si no proviene de una enfermedad, revela autocomplacencia y dejadez; cualquier signo de autocomplacencia deteriora la escritura. Debe uno vigilar la gula, los momentos de relajación, y acabar con ellos cuando aparezcan, de golpe, sin miramientos —debe aprender el placer de tener el estómago ligero, que es más grande que el de rellenarlo.