martes, junio 29, 2004

Segunda visita al Guggenheim de Berlín

Nam June Paik:
Global Groove 2004
17:04:04-09:07:04
2€ la entrada si eres estudiante

Una habitación pintada de blanco. 64 pantallas de más de 24 pulgadas. 4 en la entrada. 12 detrás de ellas en forma de torre. El resto al fondo cubriendo todo el muro. ¿Las imágenes? Un bailarín setentón, una actriz guapa dándole a un cello de tvs con el arco, una japonesa en kimono pegándole a unos gongs hasta el cansancio. En las paredes laterales 6 u 8 velas proyectadas que se queman, se escurren. ¿El sonido? Desde el "Diablo con vestido azul" hasta John Cage dando una conferencia pasando por Brahams y Manchini. De pronto, el sesentón baila con su sombra, y aparece la puerta de Brandenburgo entre sonidos indígenas. Imágenes de programas televisivos de los años setenta. Un reiterativo anuncio de Pepsicola. Echamos de menos a Max Well Smart. Desfilan luchadores, rostros beatnics, niños a gatas, colores que recuerdan la vieja psicodelia.

No encontramos en este autohomenage ni el menor atisbo de crítica, más allá de un Bush que se diluye en forma de espiral. Ninguna otra propuesta que no sea la complacencia de ser un feliz televidente. Se trata de un groove globalizado y condescendiente, un pastiche de alta calidad.

No cabe duda de que lo mejor del Guggenheim de Berlín sigue siendo la tienda.

martes, junio 22, 2004

Futbolero

Ayer pinchó España. No sigo el futbol —no tengo tele desde hace 12 años—, pero los encabezados de los periódicos de hoy me causaron algo parecido a un déjà vu: ¡A la calle!... Lo de siempre... El fracaso habitual...

No sigo el futbol, decía, si bien es conocida mi afición a la cáscara, que por cierto, el día de hoy me dejó baldado en el sofá con un ingrato dolor de cintura. En efecto, procuro echar una cáscara cada vez que viajo, porque me he persuadido de que en el juego (en gerneral) podemos hallar rasgos muy característicos de la idiosincracia que uno visita; al ser mis cualidades físicas cercanas a la minusvalía, y el futbol callejero un deporte de más maña que de fuerza, me ha parecido siempre propicio para estos atisbos antropológicos. No sólo se trata del modo como se juega, es decir, la visión de campo, el sentido de equipo, las cualidades técnicas y tácticas; también del argot y de los estados de ánimo que despierta la cáscara, ya cayendo en el marcador, ya dominando tres o cuatro retas. En el juego aflora lo mejor y lo peor del carácter; los temores y los vicios. También encontramos personajes arquetípicos que se repiten a lo largo del globo: el goloso, que no suelta la bola; el delantero fallador que asegura jugar peor en la defensa; el sacrificado, que hace por el balón todo el encuentro pasando una vez más desapercibido; el gordito que siempre termina de portero —muchas veces también es el dueño del balón—; el crack que sale tan sobrado que todos le creemos; el inconstante, que reacciona dos o tres veces de manera magistral pero permanece dormido el resto del partido; el capitán, que no se tienta el corazón al dejar la pierna; etc.

Tokio, Valencia, Londres, Glasgow, Casa Blanca, Berlín, Roma, Budapest, Dublín, son algunas de las ciudades donde recuerdo haber jugado con mayor o menor fortuna. Pero voy a detenerme en el Chilango y en Madrid.

La cáscara chilanga se desarrolla en terrenos casi siempre inhóspitos: llanos, terregales llenos de piedras, estacionamientos... La cáscara madrileña en canchas de futbol 7 o futbol sala. En cuanto a las reglas la diferencia fundamental es el fuera: en Madrid se respeta neuróticamente la línea de las bandas y se cobran los tiros de esquina. En el chilango no hay tiros de esquina y tampoco línea de banda. Nuestro juego es más rudo y tendemos a tocar demasiado el balón con poca verticalidad; nos justa "bailar" al contrario si se puede. El juego español es más vertical, con jugadas muy hechas; probablemente es más técnico, pero tiene menos gracia en sus destellos: son los sudamericanos (siempre hay sudamericanos) los que ponen la guinda. Mientras en el chilango sólo se cobran las faltas demasiado evidentes, y muchas otras se toman como la lucha natural del partido, en Madrid se cobra todo, hasta el empujón más leve. Las porterías madrileñas tienen red (si bien una raída por el tiempo). En el DF se usan mochilas, piedras, troncos, lo que haya a la mano, para hacer las porterías, y, generalmente, sólo se toman como válidos los goles debajo de la cintura.

Los mexicanos jugamos con coraje, es nuestra manera de divertirnos, si nos pican o vamos cayendo, podemos dar una sorpresa. En Madrid se juega más relajado, pero si van cayendo se derrumban o se pasman. Los mexicanos no tenemos vanidad futbolera: se juega bien o se juega mal, pero sabemos en el fondo que nuestro futbol es mediocre, y se admira a Brasil. Los madrileños tienen vanidad: se jactan de tener el mejor "fútbol" del mundo, y admiran al Real Madrid. Unos ven al ombligo, otros no quieren ni verse. Cuando juega nuestra selección todos queremos que gane, pero nadie le tiene fe, parece como si siempre dependiéramos de milagros; nunca estamos conformes con los convocados, ni con su rotación de funciones, pero tampoco podemos mencionar dos laterales izquierdos de calidad, o tres buenos delanteros centro, ¡no tenemos! La selección española acaba de medirse con rivales de la zona y su desempeño fue ridículo, aun cuando alineó a los mejores jugadores (en el papel). Su fracaso kármico se parece al nuestro. Lo que no se parece son sus expectativas. Hace una semana se hablaba de traer la copa; hoy vimos a los muchachos llorando como nenes.

martes, junio 08, 2004

El amor sin amor es triste. Pero la infidelidad con amor es execrable.

martes, junio 01, 2004

Salustio

La suerte de Salustio, un muchacho cuyo entorno parecía ser una soledad lujosa y pulcra, aún me sigue intrigando. Su padre, según decía, viajaba mucho; cuenta de ello eran los juguetes exquisitos que llevaba a la escuela: objetos que en México nunca habíamos visto y que aún guardaban el perfume de las jugueterías alemanas, francesas y gringas de los años setenta. Sin ocultar su indiferencia los regalaba como si se tratara de papitas; al principio nadie se atrevía a aceptarlos, pues desconfiados, como somos los chilangos, nos esperábamos alguna bajeza posterior. Pero estábamos equivocados, como generalmente lo estamos cuando desconfiamos de lo desconocido; Salustio era obsequioso y sólo pedía a cambio que lo invitáramos a jugar futbol, que nos riéramos a su lado como amigos, aunque nunca lo hubiéramos sido, aunque nunca lo fuéramos. Su éxito ascendía conforme iba desprendiéndose de los juguetes más codiciados. Al cabo de unas semanas estaba rodeado por un corrillo de pequeños vividores (las peores cosas, como las mejores, se aprenden desde temprano), que ávida y fieramente, como los animales carroñeros, impedían que nadie más se le acercara. Una mañana, durante la clase de matemáticas, la subdirectora irrumpió agitada y desdeñosa; su habitual halitosis lentamente fue inundando el aula, y sentimos temor; la vitanda mujer leyó con regocijo una lista en la que también se encontraba mi nombre, y a gritos nos ordenó que la siguiéramos. Nadie hasta ese momento había notado que Salustio no estaba en la clase. Lo encontramos llorando en la Dirección junto a su madre, una mujer rígida y elegante, tal y como me imaginaba que debían ser las mujeres distinguidas, aunque nunca hubiera visto una; lo que más me atrajo fue su delgadez; ninguna de nuestras madres era como ella; su cabello negro le resaltaba las pecas, y sus pupilas verdes nos devoraban con frialdad. Hubiera dicho que era hermosa si su boca no nos hubiera transmitido esa amargura y la misma soledad pulcrísima que ya habíamos advertido en su hijo. Inútil fue que negáramos la calumnia. Inútil también que Salustio insistiera con denuedo admirable hasta el final que había sido él, él mismo, quien nos había regalado sus juguetes. Inútil nuestra obsecración y nuestro llanto. Fuimos obligados a devolver los juguetes al día siguiente —que Salustio no quiso aceptar—, y suspendidos una semana acusados de robo y amenaza; aciagos días que azuzaron el odio y la venganza de algunos de nosotros. Pero a nuestra vuelta, Salustio ya no estaba. Lo habían sacado de la escuela.