viernes, abril 30, 2004

Consignas populares para el movimiento mariguano, seguidas por un refranero cutre y vergonzoso:

(Nota: Las siguientes consignas han de interpretarse —no sólo leerse— más o menos histriónicamente siguiendo la enjundia y reiteración de los aguerridos —y manidos— gritos de protesta que suelen escucharse en las manifestaciones y mítines tan habituales.)

Me siento frustrado /Si no estoy bien drogado

Baudelaire y Rimbaud /Fumaban más que yo

También Henry Miller /Tenía a su dealer

Queremos enervantes /Que sean más delirantes

Conecto al macizo /Cuando me quedo erizo

Mi vida es un thriller /Cuando no encuentro al dealer

Bukowski no fumaba /Y Hendrix se pasaba

Uno largo:
A Gèrard de Nerval
La droga le hizo mal
Se ahorcó en un callejón
Cuando le entró el bajón
En cambio De Quincey
—Como el pintor Da Vinci—
Se atascaba de opio
Por eso yo lo copio

Saca, Zacatecas /Hasta en las discotecas

No cierres más tu enfoque /Disfruta de este toque

Un churro apagado /No lleva a ningún lado

Ya basta de guarumo /Queremos mejor humo

Un toque en la mañana /Y adiós a la migraña

Finalmente, el reconocimiento de la cruda realidad, cuando se acaba el mitin:
Me estoy quedando idiota /Por fumar tanta mota

Refranero:
No hay peor mariguana que la que no se fuma.
Lo único malo de la mota es que se acaba.
A buen árbol te arrimas cuando me pides chinas.
Más vale guato fumado que guato atorado.
Los mariguanos también somos personas.

Anagramas:
No es lo mismo “camisa de once varas” que “me hago un té con estas varas”.
No es lo mismo “me ponché un chubi con la mota que le bajé a tu hermana” que “Me ponché a tu hermana, bajé por los chubis y nos acabamos tu mota”.

jueves, abril 29, 2004

Cuando al fin tuvimos las respuestas, nos cambiaron todas las preguntas.

(En el baño de la Buga del Lobo, Lavapiés.)

miércoles, abril 28, 2004

Creo que éste es el único activismo del que no me siento avergonzado:








Nuevas fotos


Un par de habitantes me acompañan en el estudio desde la semana pasada; se trata del señor R. L. Stevenson y del bueno de Bioy Casares. Días atrás había comentado que mi Connan Doyle me observaba con su cara biliosa y militar justo debajo de Baudelaire; pues bien, ahora se encuentra del otro lado de Leibniz, debajo de un Poe que se palpa la boca del estómago como si tuviera unos intensos dolores gástricos y que lanza al universo una mirada compungida, atormentada y salvaje; trastornada sin duda por los efectos continuados de su habitual alcoholismo. Ahora, debajo de Baudelaire se encuentra Bioy; se trata de una foto en primer plano donde aparece anciano, pero bastante vital; casi podríamos decir un anciano de acción. Lleva el pelo corto, completamente blanco; está vestido de traje; su camisa, aunque es lisa (de un solo color, sin grecas o rayas) no es blanca. Se encuentra recargado en el tronco de un árbol sujetando con el brazo izquierdo lo que parece una gabardina. Su corbata es delgada, y tan larga que la lleva dentro del pantalón (probablemente unas tres pulgadas); parece estar discutiendo acaloradamente con algún insensato, quizás un periodista. Usa un cinturón muy delgado y luido con una hebilla ordinaria y metálica en forma de U girada hacia la izquierda (o de C al revés). No parece recargado por cansancio, porque no tiene todo el peso encima del árbol, sino simplemente por comodidad. Está anciano, pero se ve sumamente vivo.

Stevenson se encuentra debajo de Bioy; es el último de la columna. Así dicho, parecería que es a quien le doy menos importancia, pero basta sentarse en mi silla de trabajo para comprender que esa apariencia es del todo falsa. No sólo Stevenson es uno de mis escritores favoritos, sino que ocupa el lugar más visible de todos justo por tenerlo casi enfrente de mí, a la altura de los ojos. Esta imagen, si bien no es la más conocida no resulta ajena, pues se hizo varias fotos el mismo día —creo—, o cuando menos vestido de la misma manera. Se trata de un acercamiento a su cara; la foto original, si no me equivoco, es una donde se encuentra sentado y sale la mitad de su cuerpo. Esta imagen nos muestra sólo su rostro y su busto. Lleva un saco que parece de terciopelo cuyas solapas están ribeteadas con una especie de listón de seda. Las solapas son pequeñas y no muy anchas —me gusta bastante su vestimenta—; su corbata está anudada de una forma sencilla lo que le da un aspecto elegante, pero despreocupado. Lleva el cabello largo, peinado con aceite y dividido casi por la mitad. Su rostro alargado se ve sumamente joven e inocente, pero no imbécil, sino expectante, asombrado, simpático. Una ligera sonrisa se dibuja debajo de su bigote espeso, sin encerar; su expresión es de ternura y de una alegría melancólica. Tiene la frente muy grande y las cejas delgadas y pequeñas; esa amplitud de su rostro le agranda la nariz y le da un garbo especial; sin embargo, sus ojos ligeramente desorbitados revelan que es una persona inquieta e imaginativa, que está pensando en mil cosas a la vez; su mirada asombrada y pueril revela que en esos momentos se divierte con la idea de la foto, y que está dispuesto a tomarse cuantas hagan falta. Pero su postura desequilibrada y contrahecha, así como la palidez de su cara dan cuenta de su habitual postración, pues no sin esfuerzo mantiene la cabeza erguida.

lunes, abril 26, 2004

Prima-vera

Se le atribuye a Hegel el haberse percatado de las determinaciones que el clima genera en los individuos (de ahí algunos han creído entrever argumentos favorables para la segregación de las culturas calientes o tropicales, donde el afamado Espíritu parece no haber llegado nunca; también de ahí que el lema de nuestra Universidad Nacional esté en futuro y no en presente). En la Ciudad de Méxco, donde el clima es siempre favorable, no conocemos esta avidez europea por el sol y por la calle. Yo tengo para mí que las agrietadas épocas priístas y la actual propaganda sobre la inseguridad de la Ciudad han funcionado como fronteras imaginarias entre lo público (¿no se supone que México es una Res-publica, o sea una cosa común, para compartir entre todos?) y lo familiar: ¡Reclúyase usted a ver la tele, que la calle es muy peligrosa! La vieja Escuela de Frankfurt les llamaba "armas de dominio" más o menos subrepticias a estas maneras de establecer un orden civil (quitar bancas a los parques, quitar plazas, fomentar el miedo de salir de casa...) Pero dije "civil" cuando debí decir cultural, porque aún hace falta, creo yo, un ánimo individual, independiente, a la hora de oponerse a los agravios del sistema: no tenemos sociedad civil. Y es que estamos acostumbrados a los frentes políticos o a los partidismos porque de antiguo intuimos que nuestra voz ciudadana poco vale.

Pero vuelvo a la avidez europea por tomar la calle. Luego de nueve meses de invierno (abrigos, bufandas, botas, guantes), la relación de uno con su propio cuerpo se torna extraña, como quien deja de frecuentar durante ese tiempo a un viejo conocido. Y lo mismo ocurre con la ciudad (ahora sí con minúscula porque no hablo de México). Los árabes nos han enseñado que la desnudez no es propicia para el calor, que la bebida más refrescante se toma tibia y que habría que evitar el alcohol —entre otras cosas porque deshidrata. Pero nosotros hacemos todo lo contrario. A las primeras señales de buen clima las mujeres desnudan sus cuerpos, tan oprobiosamente ataviados todo el año —es cierto que una minifalda no hace verano, pero cómo ayuda psicológicamente para irse haciendo a la idea—; se bebe más cerveza que nunca, y hasta el café se toma con hielos. La abstinencia hiere.

¡A desvestirse y a pasear!

domingo, abril 18, 2004









Lo que vemos aquí son algunos dibujos que realicé para Los caprichos del héroe. ¡Salud!

martes, abril 13, 2004

Doxográfico

Desde hace mucho tiempo he desarrollado un gusto casi morboso hacia las llamadas doxografías (las crónicas de Eunapio, de Xenofonte, de Diógenes Laercio, los Evangelios, las Vidas de Plutarco...). Pero entre todas ellas he preferido siempre las hazañas de los autores cuya obra ha quedado extraviada sin remedio; de esta suerte, tenemos que conformarnos con las calumnias, elogios o desdenes que sus coetáneos o sus discípulos se encargaron de difundir, y nos toca a nosotros no sólo suscribir su falsedad o su belleza, sino igualmente reconstruir con los fragmentos que nos quedan la intimidad de nuestros personajes. Desde hace años, también, me he persuadido de que, como nosotros seremos los antiguos del futuro, probablemente sólo queden leves vestigios de nuestro paso por el mundo, quizás los más bochornosos o miserables. De Heráclito se dice que murió devorado por los perros luego de ser enterrado vivo con estiércol; de Zenón de Elea que, preso frente al enemigo, antes de cantar se mordió la lengua y se la escupió a la cara al jefe de la tropa; de Alcibíades que censuraba el uso de la flauta porque, según él, deformaba el rostro e impedía hacer uso de la voz al mismo tiempo; de Pericles que tenía vergüenza de mostrarse en público sin casco porque tenía el cráneo de la forma de un enorme huevo; de Auro Gelio que se dejó morir por el amor a un hermafrodita... ¿Y tú, lector, cómo crees que serás recordado si acaso alguien se toma la molestia de difundir tus pormenores?

Para una doxografía de Don José Israel Carranza


1. La primera vez que leí algo de José Israel Carranza viajaba en autobús; en las prisas de mi partida, desdeñando la posibilidad de revisar que mi equipaje estuviera completo, me había dado tiempo de imprimir un par de escritos que, doblados en cuatro, permanecieron ocultos en el fondo de la mochila hasta que el hambre, más o menos a la mitad del camino, me hizo introducir la mano en busca de una torta que arrebujada en papel metálico se había quedado —entonces lo supe— en la mesa de centro de la sala. Mi mano titubeó como uno tropieza cuando calcula un peldaño más en la escalera. Revolví sin mirar, porque no tenía el valor de enfrentarme visualmente a la mala noticia, los escasos objetos que había acumulado en la mochila, y una y otra vez, pretendiendo un consuelo que no supe entender en ese momento, las páginas de Carranza encallaban entre mis dedos. Habituado a elevar esperanzas que rara vez se cumplen y a aceptar con docilidad los resbalones de mi vida atribulada, abrí las cuartillas que se me ofrecían con tanta insistencia. A mi derecha una niña mordía ferozmente los restos de una pizza, junto a mi asiento un hombre desdentado succionaba una barra de chocolate. “La noche de Joe” estaba ante mis ojos. No se trataba del relato de un libro; era un fragmento que contenía al libro entero, si bien de manera sesgada, como la primer sonrisa que nos ofrece una muchacha casquivana. Al inicio me puso algo nervioso la obcecación de Joe ante la ruina, quien no puede sino observar impertérrito la muerte de su mentor, y contribuir a la suya encendiendo otro cigarrillo. Pero el extraordinario y, al mismo tiempo, nada fantástico encuentro consigo mismo me produjo asma. La asfixia continuó a lo largo de las páginas interrumpida a saltos por una risa seca. Había encontrado en estas líneas el rastro de algo que también reconocí cuando tuve entre mis manos algunos otros textos que conforman Cerrado las 24 horas: una antropología sobre aquellos que tienen la facultad de estorbar, de ser bochornosos para los demás y para sí mismos. Desdichados que logran entrever por un momento que su suerte puede cambiar de manera inexorable; algunos abrazan sus costumbres hasta que la herrumbre de su perseverancia los torna insensibles para atisbar la innocua recompensa de su esforzada devoción; otros se arrojan al deseo de que la rutina los salve de cualquier imprevisto, en un universo dispuesto para vivir el presente cómodamente y no desperdiciarse en recuerdos. Personajes que se crispan frente a sus circunstancias, y cuyos delirios e imaginaciones dependen de este cuarto de hotel, de este dolor de muela, del último café. Dentro de un universo donde todo tiene sentido, una impensada contrariedad amenaza con trastornar nuestra fortaleza —tan endeble.

Se hace todo lo posible por escapar de uno mismo: viajes, que sólo nos procuran más desasosiego; una rutina que promete salvarnos a cambio de nuestra servidumbre; una renuncia dolorosa y premeditada a gozar con aquella muchacha, pero caemos nuevamente en la trampa, continuamos acosados por espejismos abriendo puertas falsas. Carranza (con ojo balzaquiano) va desmenuzando la psicología del contrariado, del entumecido o del cobarde. La lucidez de sus personajes, rebasada por lo imprevisto, se vuelve más brillante, sólo para mostrar que la catástrofe se ha instalado, y que ya no hay nada qué hacer para trastocar su cauce. Es curioso que la despreocupación de algunos personajes sea proporcional a su capacidad de resignación, y que su azoro en los momentos críticos no alcance a remover su anquilosamiento. Pero el nuevo rumbo de las circunstancias ya se aridece, ya vuelve a sujetarse a nuevas formas de la costumbre que someterá una vez más al individuo. Carranza nos propone que son los mismos personajes quienes desean escapar del aturdimiento que implica vagar sin rumbo a cambio de un camino prefigurado que nos empañará los ojos —arenoso y soleado.

2. A Carranza lo conocí en provincia, de viaje, en uno de esos encuentros de jóvenes promesas, pero entonces sólo supe de él que había publicado un volumen de ensayos (que no tuvo a bien obsequiarme); tenía que pasar más tiempo para que pudiera enterarme qué urdía aquel risueño y ocurrente escritor que habría definido, años después, el propósito de su Cerrado las veinticuatro horas como una suerte ética del agravio. Comenzamos entonces una correspondencia agitada como la respiración de un fumador que de pronto se anima a echar una cáscara: relatos, ensayos y notitas del refri cruzaron el océano durante meses. La Fortuna volvió a reunirnos más tarde nuevamente como becarios del FONCA, y, si mi memoria no se ha resquebrajado lo suficiente por el abuso de los psicotrópicos, recuerdo que pasamos noches delirantes y combativas profiriendo consignas inútiles y catárticas que exaltaban el carnaval y la orgía. Pero que incomprendidos y resignados volvíamos a nuestras habitaciones, como personajes de sus cuentos, derrotados por la vida. Fue en el último encuentro de aquél año, bajo el dominio de la estética de la troca y las botas puntiagudas, en Aguas Calientes, que tuvimos ocasión de mostrar, a nuestro pesar, incómodas intimidades, como la peligrosa navaja de peluquero con que me afeito, como el arsenal que suele cargar Carranza a modo de botiquín cuando viaja —compartíamos habitación. El escritor se revelaba persona, gran conversador, caballeroso y prolijo. Entre los libros que llevaba con celo recuerdo, insisto, si mi memoria no me confunde, un breve volumen de pasta azul cielo con un simpático gatito en la portada, obsequio, según creo, de una connotada cuentista mexicana. De nuestra última noche hidrocálida provienen aquellas aventuras calumniosas al lado de cierta poetisa sobre las que sus biógrafos no han logrado ponerse de acuerdo.

No recuerdo en qué circunstancias recibí la noticia de que el autor de La estrella portátil viajaría a Madrid. Una semana gris y fría le dio la bienvenida —era marzo—; creo que fui por él al aeropuerto, y que viajamos en metro hasta la casa. De los días que compartimos guardo algunos apuntes que no he vuelto a leer, pero es probable que hasta ese momento nunca hubiéramos hablado tan abiertamente sobre su creación: “mis cuentos empiezan con una imagen —sentenciaba—, antes de cualquier trama, una imagen”. Esto me hace notar que siempre que hemos coincidido hemos estado de viaje, de paso, y que, en nuestra correspondencia, ese afán aventurero se proyecta como sombra. Y ahora que tengo Cerrado las veinticuatro horas en las manos, me percato de que probablemente se trata de un libro chilango, homenaje a un pasado, a ciertos viajes, a ciertas memorias; una ciudad que al mismo tiempo es un punto de partida y un punto de fuga. Algunos chilangos hundidos por el ennui huimos a provincia; Carranza viene al DF y nos enseña un recorrido, nos deja un mapa y las llaves de la habitación 204 de un hotel del centro.

Vuelvo al Madrid neblinoso de aquel marzo. Recientemente habíamos perdido, o mejor dicho, nos habían robado, uno de esos tantos premios de cuento de los que nunca se sabe nada del jurado. Carranza me dio la noticia mientras caminábamos por la plaza de Chamberí, y añadió el nombre de la persona ganadora. Nos desplomamos en una banca y guardamos silencio. Las palomas y los ancianos que nos rodeaban también guardaron silencio. Recuerdo que miramos las maniobras cariñosas de una joven madre, que llegaba a mis fosas nasales el agua de colonia de mi acompañante, que nos dolían los pies. Por la noche, bebiendo chocolate amargo y con una docena de churros grasosos en las manos, planeamos una novela, que, como la foto que por esnobismo no nos tomamos en Portales la semana pasada, es probable que sólo forme parte de nuestra bibliografía espuria. No voy a referir la dolorosa trama del libelo, que incluye una pobre muchacha obsesionada por las pinturas negras de Goya, un par de elegantes y ardidos escritores, unos amores rastreros en una isla del Caribe y un final vengativo y feliz. Vagábamos esa u otra noche por la Plaza de España cuando vino a mis labios una pregunta desagradable: ¿Puede decirme, don José Israel, cinco escritores mexicanos que ronden los sesenta y al menos uno de sus libros? Sobra decir que no fuimos capaces de llegar a tres; sin embargo, en ese momento, al fin pudimos nombrar una revelación que hasta entonces no veíamos sino de reojo: es la misma suerte que vamos a correr dentro de treinta años. Estallaron las risas y regresamos a la casa.

(Texto leído el 27 de febrero del 2004 en la Casa del Poeta en la presentación de su volumen Cerrado las veinticuatro horas).

domingo, abril 11, 2004

Fotos

Ayer pegué en las paredes de mi estudio a dos héroes de la disipación: Baudelaire y Poe. Cada uno al lado de mi enorme Leibniz berlinés. Sobre Baudelaire coloqué a Chesterton; se trata de una foto de sus treinta años. Aparece sentado, con la pierna derecha sobre la izquierda, recargando su diestra sobre el respaldo de la silla y sosteniendo notoriamente con esa misma mano una pluma plateada. Su traje es ceñido y su obesidad un poco más que incipiente, pero breve comparada con sus gorduras de los últimos días. Su mano izquierda está recargada sobre su muslo derecho en forma de puño. Mira al frente con una seriedad socarrona; usa el bigote que llevó hasta sus últimos días y unas pequeñas gafas de alambre. No puede adivinarse qué tipo de corbata lleva pues el cuello demasiado apretado de su camisa y su chaleco —de ocho o nueve botones— le embuten con tal fuerza el cogote que una fofa y abundante papada se desparrama a manera de agalla. Su cabello ondulado y abundante se encuentra un poco despeinado, pero a pesar de ello, aunque carece de elegancia, no deja de mostrarse como un personaje distinguido, sobre todo agudo e inteligente. Sus manos son finas y alargadas aunque regordetas; su expresión, aunque seria parece contenta, como a punto de echar una carcajada, como si le estuviera costando trabajo permanecer en aquella pose. Me produce simpatía y agrado.

Debajo de Baudelaire, quien me vigila con una mirada de drogadicto que ya exige su dosis diaria o de niño malévolo y enfadado, puse a Connan Doyle. La foto es bastante conocida; no es aquella donde se encuentra en el salón de su casa. Aquí sólo aparece su rostro (aquél entorno, recuerdo, era bastante interesante): lleva el cabello muy corto y canoso; debía estar aterrizando a los cincuenta años. Aunque su rostro no muestra arrugas, su papada y su bigote canoso lo hacen ver más viejo (ahora que lo miro más detenidamente, quizá sólo tenga poco más de cuarenta). Sobre sus ojos pequeños y acuosos una ligera nubecilla de pelo insinúa unas casi inexistentes cejas; su nariz afilada brilla como el mármol pulimentado. Tiene el rostro inflamado, y las bolsas que le hinchan y probablemente le empequeñecen los ojos le dan un aire de enfermo. Sin embargo, nos mira altivo, con garbo, como ocultando una inexistente sonrisa debajo de su bigote espeso en forma de gancho. Flemático y elegante. (Baudelaire en cambio parece alguien que estuviera arrepentido o preocupado por haber hecho algo muy malo.)

sábado, abril 10, 2004

Me encuentro en un locutorio en Tribunal, un barrio básicamente marroquí, aunque desde hace un par de años la inmigración latinoamericana ha crecido. Bebo, es cierto, no soy capaz de aducir ningún tipo de sobriedad (qué caso tiene, ese ha sido desde hace años mi estilo de vida). Un buen tinto, por cierto. El frío Madrileño, representado por el viento y los indigentes pletóricos de herpes. Una cubana pidiéndome más dinero a cambio de cada palabra que escribo en este "ordenador". No quiso devolverme el cambio porque estoy "bebido".

Estaré bebido pero no soy pendejo.

Le regalo, desdeñoso, unos céntimos de propina. Y pareceré aun más pendejo -a sus ojos-, pero no estoy tan perdido. Welcome to this world unpleasent but real. La dieta prefiguira exquisitez.

martes, abril 06, 2004

La inocencia culpable


Chuang-Tzu se adelantó casi cuatro siglos a San Pablo en atisbar que si no hubiera prohibiciones, tampoco habría faltas ni pecados. La promulgación de la ley, la postulación de normas y jerarquías a algunos los hizo libres, como paradójicamente suele decirse, mientras al resto los confinó al reproche y la mortificación, al deseo de venganza y a la culpa. Entonces, el peligro que implican estas disposiciones adversas pareció justificar la ley a posteriori. Pero no sabemos qué falacia es mas grande; con la ley nacieron el tirano, el culpable, el inocente y el castigo, pero no los justos, mientras que un estado sin ley (incluso sin las llamadas “ley del más fuerte”, “del menor esfuerzo” y “de supervivencia”), a estas alturas nos parece inhumano por su perfección. Es curioso que en nuestro idioma, desde el punto de vista penal, la inocencia connote su significado etimológico (lo que no es nocivo, lo que no daña); mientras en nuestra retórica cotidiana sea siempre un término que describe un estado moral que se confunde con la candidez y la ignorancia; también llama la atención que mientras la culpabilidad es el antónimo del sentido penal, en nuestros usos dialógicos las palabras pervertido, licencioso o depravado lleguen a ser sus contrarios. La inocencia penal se determina con mayor o menor injusticia ante el supremo, y los problemas que de ella se derivan no son conceptuales, sino de procedimiento; pero su sentido coloquial revela mayor complejidad.

Si aseguramos que Teresa es una muchacha inocente —asunto difícil, porque si nos consta querría decir que ya no lo es tanto—, referimos una actitud moral (social) que relacionamos, como he sugerido hace un momento, con la pureza y la ignorancia respecto a ciertos asuntos, principalmente sexuales; no queremos decir que sea inofensiva, sino que su mirada no alcanza —aún— los oprobios y arrobamientos del coito, sus preliminares y sus consecuencias. Se puede ser inocente y, al mismo tiempo, muy nocivo, lo que a simple vista encarna una contradicción, pero no falsifica la experiencia. Cuando ves a Teresa, sobre todo cuando se pone ese vestido azul claro, jamás podrías creer que se puede ser inocente y poseer esas caderas. Pero yo le pido al lector que recuerde las crueldades infantiles, los coqueteos de las vírgenes, el trastorno que nos causan. ¿Qué maldad infantil no es capaz de herirnos profundamente? ¿Qué muchacha inocente no podría ofrecer peligros ignominiosos a un corazón maduro y resquebrajado?

Así como los ultrajes que llevan a acabo las personas llamadas habitualmente inocentes se disculpan (eso mismo, se les resta culpabilidad) porque se parte de la suposición de que su estado de pureza los hace incapaces de desear el mal, de darse cuenta de los desastres que propician, igualmente, decía, debajo de la aparente fragilidad de la inocencia subyace la suposición de una antropología de la maldad. La inocencia prefigura un estado de corrupción inminente e inexorable que la vida misma se encargará de llevar a cabo; la bajeza natural de nuestro espíritu palpita en su interior agrietándola a cada latido. Balzac sugería que lo más seductor de una muchacha son sus modales, la manera como inclina el rostro, su andar oscilante, el modo como le tiemblan los labios; se había dado cuenta, como Bacon, que la belleza no sólo consiste en la perfección de las formas, o en su proporción, sino en el modo como se desenvuelve: en materia de belleza —escribe le filósofo inglés—, se prefiere la gracia de las formas a la hermosura del color, y la gracia del semblante y de los movimientos de todo el cuerpo a la perfección de las formas. Sin embargo, nos prevenía el autor de la Comedia humana, las mujeres que manejan su cuerpo más seductoramente suelen ser aquellas que mejor conocen los asuntos del mundo; pero ¡qué maravilla cuando la inocencia y una corrección que se confunde con el disimulo esculpe el alma de una jovencita! Balzac decía preferir, a pesar de todo, a las mujeres mundanas, circunstancia en la que sin chistar seguimos al maestro; hay vírgenes nocivas cuya naturaleza es proclive a los placeres del vicio, muchas otras resultan perjudiciales a causa de la obcecación que les produce su ignorancia, pero ninguna puede igualar los vapuleos, no sólo corporales, a los que con gran fruición nos someten las mujeres experimentadas.

Si la inocencia es un valor se debe al convencimiento de nuestra propia corrupción; por eso, cuando se pierde se le recuerda con nostalgia —circunstancia que, a mis ojos, no puede estar más equivocada. En la vida, donde cada quien va buscando fortuna con su cuerpo y sus flirteos, la inocencia ofrece muy pocas ventajas cuando se persigue voluptuosidad; y aunque con frecuencia suele preferirse el estado virginal a los placeres de un cuerpo entrenado en la venalidad, no se debe a su supuesta inocencia, sino a la combinación entre ignorancia y concupiscencia que muy tentadoramente nos ofrece (¡nunca he visto tanta lujuria y tanta torpeza juntas!, escribía Chateaubriand refiriéndose a la vírgenes). Por otra parte, toda relación humana implica un riesgo pues no hay nada más fácil que dañar a las personas que se aprecian precisamente porque nos han autorizado a actuar, en general, tan desvergonzados como somos. Aquellos que en verdad nos estiman terminan por aceptarnos, y he ahí el peligro porque de antemano podemos suponer que tarde o temprano causaremos algún perjuicio; no permitas —apuntaba Cardano— el trato continuado con la gente, pues la camaradería propicia la falta de respeto. Esto me recuerda el inicio de una borrachera en el infame Salón Orizaba de la calle Dolores, justo al lado del barrio chino. Aquella tarde había cometido la imprudencia no sólo de conducir hasta ese tugurio a una diosa cuyas delicias estaba comenzando a descubrir, sino de invitar igualmente al Féros, un buen vecino, cuya rasposa profesión —como su verdadero nombre— es mejor dejar en secreto. Ahí estábamos los tres, habitando alegremente el tumefacto tapanco y canturreando alguna que otra canción vernácula que escapaba de una antigua sinfonola, cuando llegó la primera ronda de caguamas. Entonces, luego de decir salud y dar el primer trago, para azoro de la bella e incredulidad de quien esto escribe, el Féros, dejando escapar alguna lagrimita comenzó a pedirnos perdón con una voz quejumbrosa y cascada.

—¿Qué pasó mi Féros? ¿Por qué nos pides perdón, pues qué nos hiciste?

—Nada, manito —respondió aferrando la botella como si fuera su último asidero—, pero siempre que me empedo le falto el respeto a mis amigos y mejor les pido perdón desde el principio.

Para no dañar basta con no querer, pero a veces sucede que nuestros actos no parecen depender completamente de nosotros; impulsos primigenios, deseos tortuosos, suelen escapar del cascarón de las buenas costumbres para abochornarnos con su presencia y desnudarnos de manera imprevista: una mano que se estira para manosear abrupta y desesperadamente a una vieja amiga; una boca que se abre para maldecir inconcebiblemente a un nene que nos abraza la pantorrilla; un suspiro, una palabra que nos confina al ostracismo en una cena elegante… El convencimiento de nuestra bajeza congénita (quizá azuzado por la insistencia en la caída, en el pecado original) no sólo ha dejado su rastro en la política y el derecho, sino que puede encontrarse igualmente en nuestras concepciones estéticas para regir, por dentro y por fuera, nuestros días. Las pelucas y afeites que desde el siglo XVII hasta la decadencia de los Luises formaban parte de la higiene personal es un buen ejemplo de ello; nunca proliferaron más los manuales de urbanidad, las máscaras y los disfraces; había que ocultar nuestra sordidez, nuestra ínsita corrupción; la inocencia comienza a entenderse como el tiempo que uno tarda en abrir los ojos, en escuchar el llamado de nuestra naturaleza. El Cándido de Voltaire representa, en ese sentido, una crítica mordaz a las esperanzas de Rousseau, pero tanto Pangloss como “el buen salvaje” del ginebrino dan cuenta de su creencia en la consunción inevitable de nuestro espíritu. La educación, por su parte, no supone otra cosa que el intento de reprimir a la bestia y sublimar su vulgaridad.

Los afeites y adornos, el afán de cubrir o corregir nuestro aspecto físico es algo que ha acompañado a nuestra especie desde sus inicios, y constituye, según ciertas teorías evolucionistas, la prueba más distintiva del pensamiento abstracto, pues implica un cambio sustancial en su concepción del mundo: pasar de considerar un objeto desde un punto de vista meramente instrumental a otorgarle, al mismo tiempo, un valor simbólico; entre más afeites y baratijas más desarrollada se considera una civilización. Y aquí radica su horror, la fealdad, la abyección y la sordidez son inevitables porque nos son inherentes; la peluca, la silicona y los manuales de autoayuda tratan de redimirnos, de transformar, aunque sea momentáneamente, nuestro destino. La inocencia, si bien de manera impensada, contribuye, junto con la simulación y la vanidad, a sujetar el remendado velo que, para salvaguardar las buenas costumbres, pretende encubrir nuestra hediondez y nuestro abismo, ¿habrá algo más dañino?

lunes, abril 05, 2004

Sobre la ausencia cibernoide de los últimos meses

No se trataba únicamente de holgazanería. Tampoco de un abandono del blog estilo chacha propiciado por las críticas que nos han llovido a los usuarios --mejor eso que nada. Me permití un receso telemático, y ante la publicación de Los caprichos del héroe, no me pareció mal que la entrevista de Carranza permaneciera como carátula de esta página. Sin embargo, luego de los meses que median entre la última cosa que anoté aquí y el día de hoy, no pretendo ninguna continuidad. Valgan, entonces, estas pocas palabras para darle paso otra vez a la cotidiana publicación de cibernetas.