lunes, junio 23, 2003

Retórica de la vida cotidiana



Aquello que podríamos denominar retórica de la vida cotidiana, es decir, la manera habitual como solemos expresarnos en nuestros días pedestres, no debe su poder de persuasión a nuestra inventiva conceptual o metafórica, sino a la gracia con que podamos hilvanar anquilosados lugares comunes y consabidas frases hechas. En la calle, la originalidad de la expresión no es un valor, como en la literatura, porque produce estupor y malos entendidos; todo lo contrario. Entre más conocidas e inamovibles sean nuestras aserciones, más efecto tendrán en la gente que nos oye. Por eso no es extraño que los refranes populares, que con tanta frecuencia revelan su falsedad, hayan sobrevivido a lo largo del tiempo apenas variando ligeramente su sintaxis.

Toda formulación extraña o novedosa aturde al interlocutor, y no es infrecuente, si nos atrevemos a experimentar con frases y palabras extravagantes, que causemos molestia, o cuando menos se nos pregunte varias veces sobre el sentido de nuestras palabras a pesar de haber empleado el lenguaje de manera correcta y muy precisa. Pero esta sordera momentánea ante formulaciones, más o menos literarias, ajenas a nuestro hábito también se produce cuando nos enfrentamos a los lugares comunes entretejidos por idiosincrasias diferentes a las nuestras, sin importar los temas o la elaboración del discurso que se nos presenta. Sin embargo, hay un no sé qué que, si estamos atentos, nos hace intuir el sentido de las frases que escuchamos aunque de golpe no nos quede claro el significado de ciertas palabras; aunque también puede suceder lo contrario, que entendamos el significado de cada palabra y no logremos desentrañar el sentido de las frases. Yo tengo para mí que los chilangos, y aquellos que hayan sobrevivido en la ciudad de México varios años, poseemos la cualidad de asimilar rápidamente las diversas formas de expresión de otros pueblos hispanoparlantes, aunque no nos gusten y nunca terminemos usándolas, porque en nuestra cultura la deformación o transformación de las palabras, la elipsis, los eufemismos, las imprecaciones, los dobles sentidos, son parte de nuestra supervivencia, del modo como hemos sido capaces de adaptarnos a nuestra inmensa cloaca. Por otra parte, nuestros modos de hablar adquieren mucha relevancia porque tenemos un sentimiento aristocrático de la Cultura.

Pero no eran nuestras cualidades auditivas lo que me interesaba resaltar cuando comencé a escribir estos párrafos, porque de alguna manera todos estamos sordos para ciertas cosas, como he sugerido, sobre todo para aquellas que nos disgusta escuchar aunque no nos quede más remedio. Decía que quizás somos capaces de asimilar con mayor celeridad formas de hablar desconocidas, y ahora pienso que incurro en grandes imprecisiones. Solemos deformar las palabras, y estamos acostumbrados a jugar con ellas todo el tiempo; no nos parece raro que otros lo hagan a su modo; incluso nos divierte escuchar otras formas de hablar, y sé de muchos que gustan arropar en su memoria giros inauditos de otros pueblos. Pero estamos ceñidos, como sea, a las frases anquilosadas y a los lugares comunes. Sabemos cómo se le debe hablar a la señora que nos vende la fruta, y cómo nunca debemos hablarle a un policía que nos atraca aunque nos muramos de ganas de obsequiarle algunos trazos de nuestro verdadero pensamiento. Estamos ceñidos a un código dialógico donde el respeto y las buenas maneras se confunden con la hipocresía.

Vuelvo a distanciarme de lo que realmente pretendía referir en estás páginas. Me sucede con frecuencia que para ver con mayor claridad una imagen tengo que reconocer la escenografía en que la he entrevisto, y en este caso, el inmobiliario y la utilería es mi pasado mexica. Al margen de que nuestro idioma mexicano cause hilaridad, y, en algunas fiestas, jocosos momentos que bien pudieran acercarnos a unas caderas españolas, y que descubramos que nuestros lugares comunes son más locales de lo que hubiéramos imaginado, cierta incomodidad puede llegar a perturbarnos constantemente como una ampolla en la planta del pie. Trataré de enunciarla en forma de pregunta: ¿Por qué si nosotros, aun desconociendo los localismos españoles, logramos comprender casi siempre el modo como hablan, por qué —repito con encono— estos amigos parecen muchas veces incapaces de entender el modo como nosotros les hablamos?

Uno se acostumbra a que se le pregunte innumerables veces el sentido de las palabras chingada o güey, terminologías a las que somos afectos, y que —sobre todo la chingada— poseen usos difíciles de desentrañar; pero es raro que uno inquiera por su “tronco”, o su “me sale de la polla”. Caminaba por la Puerta del Sol a los pocos días de haber encallado en Madrid, y, como había escuchado que a escasas cuadras se encontraba el Palacio Real, detuve a un paseante para preguntarle mi camino:

—Disculpe —proferí en el tono chilango más amable que pude entretejer—, ¿Sabe usted cómo llego al Palacio Real?

El individuo, cuyos ojos saltones pasaron de la incredulidad a la desesperación en cosa de segundos, se me quedó mirando tan agrestemente que pensé iba a golpearme.

—¡Pues en taxi! —Gritó al fin añadiendo ininteligibles imprecaciones por lo bajo.

Al cabo del tiempo, y en diferentes ambientes me he encontrando con el mismo tipo de sordera, más espiritual que auditiva. En la cafetería de la universidad, por ejemplo. Solicitaba al camarero un torta de jamón con queso y tomate.

—Tenemos bocatas de queso, de jamón, de queso con tomate, de jamón con tomate, y de jamón con queso —me contestó amablemente.

—Sí, pero yo quiero uno de jamón con queso y tomate. —No estaban hechos los bocatas; los ingredientes se encontraban en la mesa.

—Ya te digo que sólo tenemos bocatas de queso, de jamón, de queso con tomate, de jamón con tomate, y de jamón con queso.

—Pero ¿es que no me puedes hacer uno con los tres ingredientes?

—No. Sólo tenemos bocatas de queso… [etc.]

—Pero si estoy viendo que tienes esos ingredientes detrás de ti, ¿cómo es posible que no me puedas preparar uno como te lo pido?

—Llevo 12 años trabajando en este lugar y nunca nadie me ha pedido eso. ¡Ese bocata no existe! —gritó—. Ahora vas a venir tú a enseñarme cómo se hace un bocata, si lo que me cabrea… [palabras que no viene a cuento reseñar.]
Habiendo hilvanado experiencias como esta uno puede concluir la penosa precariedad del pensamiento de esta gente, pero a parte de cometer una injusticia sólo demostraríamos ser víctimas de la misma sordera que les hemos detectado. El mes pasado, un amigo mío español aterrizó por vez primera en la Ciudad de México, tomó un taxi y se produjo más o menos el siguiente diálogo.

—¿Adónde vamos, joven?

—A Taxqueña.

—A Taxqueña ¿dónde?

—Ya le digo que a Taxqueña.

—Sí, pero ¿dónde lo dejo?

—¡Pues en Taxqueña!

Sobra decir que los dos tuvieron al mismo tiempo la clarividente sensación de que su interlocutor era un imbécil. Lo más difícil del mundo, como señalaba Pascal, es que un descerebrado se dé cuenta de su defecto antes de afirmar que todas las cosas son una tontería por el simple hecho de que él no las entiende. Aparte de nuestra natural indolencia, los equívocos provienen de nuestra falta de hábito; sin embargo, la inflexibilidad probablemente tiene otras razones. No sólo los latinoamericanos que conozco han advertido esta sordera, sino que es una constante queja de los portugueses que los ha llevado a inventar chistes hirientes (más o menos como los nuestros cuando nos burlamos de los gallegos) sobre el pueblo español. Piensan que porque ellos entienden el castellano no debería resultarnos difícil entender el portugués, y no se explican que los españoles aseguren escuchar cuando los oyen un idioma parecido al mandarín. Basta verlos hablar otros idiomas para darse cuenta de que es cierto que no escuchan, es decir, no están habituados más que a ellos mismos.

Podemos aducir todo tipo de razones, desde fisiológicas hasta políticas y culturales, como que están acostumbrados a ver dobladas todas las películas extranjeras, que viajan poco, que el ruido de la fiesta torna ininteligible lo que les dicen los demás… Pero yo creo que este defecto posee otras raíces que abruptamente han quedado a la vista los últimos años. La creciente inmigración ecuatoriana, colombiana y de la África negra, ha puesto en evidencia su anquilosado provincianismo, y su rabioso desprecio por otras razas y culturas. Las políticas de inmigración son oscurantistas y permiten una enorme injusticia. Mientras la historia de Latinoamérica incluye la invasión, el saqueo de nuestros recursos naturales, la explotación de nuestras gentes, y, como el caso de México, el robo de más de la mitad de nuestro territorio, la historia española incluye el constante ostracismo. A los pueblos (cómo me disgusta esta palabra), a las personas humilladas, acostumbradas a bajar la cabeza, no les queda más remedio que aprender a escuchar con los oídos bien abiertos. España continúa soñando con su antiguo imperialismo; tiene complejo de inferioridad ante Europa, pero descarga su desdén contra sus antiguas colonias. Por nuestra parte, continuamos solapando ese sueño imperialista. No conozco un escritor mexicano que no crea que siempre será mejor publicar aquí que en cualquier otra parte. Es cierto que los emporios editoriales son españoles, y que nuestra industria del libro, comparada con ésta es pobrísima, pero no parece el ánimo de divulgación el principal interés de estos jóvenes —y no tanto— escritores mexicas, sino algo así como la necesidad del reconocimiento de la Madre Patria.

Cedemos porque estamos habituados a perder (per-dare, o sea, a dar, a regalar sin que nos devuelvan nada); nuestro lenguaje, nuestra manera de hablar entraña, entre otras cosas, los valores del colonialismo y del sometimiento. Borges decía que ningún párrafo, ninguna línea, ninguna palabra era sencilla, porque cada sílaba connota un universo. Hablar es emitir un juicio, aunque nos pese; postular una perspectiva. Nuestra flexibilidad, nuestra capacidad de arreglarnos dialógicamente con nuestros coterráneos, nuestra aparente amabilidad, desconocida en Madrid, revela ese universo del chanchullo, nuestra jocosa cultura del regateo; connota el chile y el maíz, el aguardiente y el polvo que nos duele en los ojos. No se trata en la calle de explorar nuevos tipos de expresión, sino aprender a concatenar con gracia nuestros lugares comunes, nuestras frases hechas, por más transitados que parezcan —algo tendrá el agua para que la bendigan—; de otro modo seremos extraños a la vida.


viernes, junio 13, 2003




No sólo se lee por placer; se lee también para olvidar, para no pensar en uno mismo.




Una persona demasiado lúcida, cuyo único deseo es olvidar. (Como aquella muchacha que se refugiaba en el tugurio: ruido, estruendo para no escuchar ni su propia voz.)

viernes, junio 06, 2003



Tanto la belleza como el pensamiento tienen la capacidad de desbordarnos. Pero mientras la belleza refulge, al pensamiento hay que inferirlo. Sin embargo, no hay que olvidar que así como debajo de ropas holgadas puede habitar inadvertido un cuerpo maravilloso, detrás de frases luminosas puede esconderse la sordidez de la imbecilidad.