lunes, marzo 31, 2003

Sordidez impertinente

Cuando se afirma que cada quien tiene la vida que merece generalmente se piensa en las personas que, al parecer, han sido causantes de su propia debacle, como si en verdad estuviera en nuestras manos la disposición de nuestro futuro y nuestro entorno. Sin embargo, es posible que haya algo más perturbador debajo de esa creencia: no sólo mereces la vida que llevas, sino que justo eso que te ha acaecido es lo mejor que pudo ocurrirte precisamente porque es la única que tienes. “Toda persona conviene a su destino —escribía Marco Aurelio— por muy injusto o adverso que se muestre”.

Hay algo que me seduce y a la vez me repugna de este pensamiento. Uno mismo es sus circunstancias porque está inmerso en ellas y porque en la medida de sus posibilidades las ha propiciado; pensar que uno no pudo, literalmente, actuar de otro modo —aunque siempre hubiera sido deseable que lo hiciera—, sino que únicamente le fue dado decir esas palabras o recibir esos besos, dependió tanto de un entorno que no hemos favorecido —aunque no nos sea ajeno— como de la propia voluntad o los propios impulsos. La responsabilidad y sus corolarios, como la culpa y el arrepentimiento, son únicamente un añadido de peso moral y estético; estético porque el cinismo sólo es agradable en los personajes de novela, y porque la desvergüenza trae consigo mucha fealdad y sordidez. Pues quien arguya que la sordidez puede llegar a ser hermosa probablemente se confunde; lo hermoso, si lo hubiere, es la mirada, no la cloaca o la mierda, las vísceras o la enfermedad. Los llamados decadentistas se regocijaban con el escándalo que producían sus ambientes enrarecidos, sus lámparas cochambrosas, el hedor a mantequilla rancia del hachís. El artista enfurecido y estridente nos quiso escocer con la violación y la paliza a una vieja indefensa. Pero nada de esto tiene un valor en sí mismo: se trata del gusto que se va trasmutando más o menos rápidamente. Por eso referimos a los clásicos, porque encontramos todo en ellos, mientras que la pura presencia de la fealdad apenas y nos conmueve más que un documental sobre las víctimas de Chernobil.

La vida de los insectos —por ejemplo— trascurre sin quejas llena de sacrificios y martirios. Las termitas se matan entre sí para edificar con los cadáveres de las menos poderosas los muros, las vigas y los techos de sus mefíticas guaridas. Las abejas, cuya abnegación no parece provenir de ningún misticismo, renuncian a la sexualidad y célibes se entregan al trabajo hasta su muerte; las hormigas están dispuestas a arrojarse a la melcocha de algún árbol con tal de que sus compañeras pasen sobre ellas para alcanzar el nido o el alimento, y no pierdan la vida incrustadas en las resinas bituminosas.

Pero a nosotros el sacrificio se nos presenta como una dolorosa pérdida, como un acto elevado de renuncia loable porque nadie está dispuesto a realizarlo —cuando el verdadero sacrificio tendría que producirnos placer en vez de sumirnos en la contrariedad. Mezquinas renuncias llegan a diversas edades y a las personas les parecen insoportables. He visto llorar sin consuelo a un anciano —peor que a un niño tozudo y caprichoso a quien se le niega una golosina— porque los médicos le tienen prohibido comer sal. El patetismo de la vida no nos interesa —a menos que nos pongamos las gafas de antropólogos—; nos interesa la belleza de la narración, la fluidez y el eficaz concatenamiento de las imágenes, las ideas que provocan, aunque se cuenten cosas muy horrendas.

En cana

Como las canas comenzaron a atacarme alrededor de los veintidós años supe desde más o menos temprana edad de mi inminente decadencia. Me gustaba ir a cortarme el cabello a la peluquería de Don Otto —Donotón, le decíamos—; un peluquero que en su juventud había viajado por todo el mundo rapando cabezas y se había hecho acreedor a varios premios internacionales —de los cuales daban constancia los empolvados trofeos que arrumbados y orgullosos se desbordaban en una gruesa repisa—, pero, como él mismo decía, su vida andariega y feliz terminó por arruinarlo. Los riñones, en su caso, representaron la somatización de lo que hacía tiempo le gritaba su espíritu a cada trago: reposo, tranquilidad. No hizo caso, comentaba sonriendo, y el colmo fue la noche de aquél trato desventajoso con una prostituta. Fue operado, y, como siguiendo los pasos de Seferis, consiguió una mujer, se casó con ella, y alcanzó el doloroso reposo y la desdichada tranquilidad que su alma apocada y carcelaria le pedía; puso una pequeña peluquería en la calle de Pilares y disfrutaba enormemente de dos placeres que combinaba con su oficio: bailar boleros tropicales mientras te coraba el cabello, dando giros y pretendiendo que las tijeras o la navaja eran la mano de una jocosa muchacha, y mirar a través de la ventana, a cada rato, para saludar a los diversos personajes del barrio.

Donotón arrancó mis primeras canas, dos o tres que habían aflorado en mi sien derecha; pero pronto no tuvo más remedio que peinarlas, que luchar contra ellas; pronto eran demasiadas y yo mismo miraba frente al espejo, algo contrariado, un rostro sin arrugas, hasta infantil, con los cabellos entrecanos.

Las canas no me han hecho más interesante ni más simpático; tampoco le han dado a mi vida la seriedad o la calma que supone la decadencia. Un aire de contradictoria decrepitud —porque tengo treinta y un años y dicen mis amigos, sin el patetismo con que yo escucho sus palabras, que hasta soy muy jovial— tiñe constantemente a mi persona. En general no hay modo que la adultez sea más atractiva que la juventud; por eso, en un principio quisiéramos ser santos —virtuosos— o de plano arrojarnos al vicio complacidos, pero no tenemos la suficiente devoción; entonces cambiamos nuestro misticismo —cambiamos a Dios— por el deseo de la juventud. Las mujeres a aniñarse, a buscar su eterno veintisiete, a teñirse el cabello y recurrir al gimnasio; los hombres a poseer —el cuerpo cuando menos— de temblorosas y torvas quinceañeras. Y del mismo modo rendimos tributo a nuestro encarcelamiento, arrodillándonos ante nuestras cadenas, pero sollozando después porque lo efímero dura demasiado poco, y porque crece dentro de nosotros una frustración insoportable, pues tanto la juventud como la divinidad son igualmente inaprensibles.

sábado, marzo 29, 2003

Peor que la tristeza continuada es la indecisión cobarde; en eso consiste el martirologio del ácrata. Justo porque tiene principios en los que cree no puede evitar violarlos. En los abruptos atentados contra sí mismo no busca la transformación ni el desplazamiento de sus normas morales, sino el escarnio. Su deshonestidad, si la hubiere, sería la aparente incongruencia entre sus acciones y su pensamiento. Pero pensar, decir y actuar son cosas muy diferentes. ¿No es más patológico seguir deseando que concuerden?

Los nihilistas no somos agnósticos o escépticos, sino adoradores de la nada.

viernes, marzo 28, 2003

Sobre la sinceridad

Es un lugar común que después de cuatro cervezas comienzan a decirse cosas que de otro modo permanecerían ocultas en nuestro interior, entre las cavernosas indiscreciones que no nos atrevemos a confesar. De ahí, probablemente, proviene la creencia popular de que los borrachos, como los niños, nunca mienten; creencia, como muchas otras que provienen del refranero popular, digna de sospecha.

Suele pensarse que si los estereotipos funcionan, si los lugares comunes siguen siendo tan transitados, es porque encierran alguna verdad (algo tendrá el agua para que la bendigan). Sin embatgo, todo aquel que haya bebido más de la cuenta y haya frecuentado la indiscreción y la imprudencia, convendrá conmigo que más que en la honestidad, las desinhibiciones alcohólicas suelen encallar en el desparpajo y la ostentación; y que los alardes de valentía no tienen tanto que ver con el desprendimiento de nuestra condición cobarde, como con la ofuscación desde la cual no somos capaces de intuir el peligro al que frecuentemente nos encaminan nuestros pasos zigzagueantes.

Que nos atrevamos apronunciar sentencias inauditas, aunque a la mañana siguiente nos punce más la cabeza a causa de nuestra imprudencia que por los dos litros de mezcal Huitzila que hubimos ingerido, no quiere decir que el alcohol nos torne menos mentirosos, ni que bajo su influjo, por dejar al descubierto nuestra vulgaridad y nuestras llagas, se diluya nuestra abyección y dejemos de engañarnos a nosotros mismos.

No entiendo bien a los que afirman que nuestra verdadera personalidad termina por surgir una vez que hemos inundado de alcohol nuestras entrañas a menos que pensemos que la sobriedad es una máscara, una cornisa, un telón detrás del cual se desenvuelve la farsa que, en verdad, merece ser tomada en cuenta. Pero esto me parece un poco exagerado; tendríamos que ser actores -y muy buenos- para que tanto el entorno que hemos propiciado como nuestra apariencia esté completamente disociada de esa interioridad supuestamente escabrosa que habita como animal venenoso una mefítica ciénega, y que sólo se manifiesta a través de los livianos vapores del alcohol.

Defiendo, sin embargo, una inquietante sensación de lucidez que sólo he podido alcanzar después de haber ingerido ciertas sustancias. Pero la lucidez y la sinceridad son dos cosas muy distintas. Que después de cuatro cervezas las mujeres que nos rodean comienzan a parecernos más hermosas es otro lugar común cuya verdad indiscutible nada tiene que ver con la sinceridad, sino con la voluptuosidad que nos ofrece el vicio; pero ¿quién no ha sido testigo del yerro y las subsecuentes incomodidades que acompañan a la lascivia alcohólica? Podría decirse, incluso, que pocas drogas son tan deshonestas como el alcohol; y, justamente por eso, porque siempre podrá apelarse a una laguna mental, o a un "haber estado tan fuera de sí" que ni nosotros ni nuestros amigos fueron capaces de re-conocernos, que tiene tanto éxito. Paradójicamente, nada hay más vejatorio que la resaca que sigue a una noche impertinente. La verdad no peca pero incomoda, dice el refrán (por suerte siempre podremos encontrar uno a nuestra conveniencia), pero ¿quién será capaz de quitarnos la vergüenza o la conmiseración el próximo sábado? Hagamos fama, que ya habrá cuervos que nos arranquen los ojos.

La sobriedad no sirve para nada. La embriaguez tampoco.